Pappo, genio y figura del rock and roll local, solía decir: “Si querés conocer al verdadero, escuchá a Chuck Berry”. Va de suyo que experiencia y razón no le faltaban como para plantarse, marcar terreno y ubicar, debajo de ese negro loco, a varios de los rockers que vinieron después. El Carpo era el más cercano pero no el único, claro. El mismo John Lennon, que tomó varios de sus temas para versionar (“Roll over Beethoven”, entre los más notorios) dijo más de una vez que, de ponerle nombre y apellido al rock and roll, habría que ponerle Chuck Berry. Charles Edward Anderson Berry, señoras y señores, el rey negro del rock and roll, acaba de dejar el mundo físico a los noventa años en su casa de Saint Charles, Missouri, donde su cuerpo fue encontrado sin vida por trabajadores del servicio de emergencia, y luego por la policía del lugar, que intentó reanimarlo pero quedó en el intento. “Desafortunadamente, el hombre de 90 años no pudo ser revivido y fue declarado fallecido a las 1:26 pm”, señaló el primer reporte, que corrió como un reguero de pólvora en llamas por las arterias de varias generaciones que lo adoraron. Que lo amaron. Que lo imitaron, o al menos lo intentaron. “El Departamento de policía del condado de Saint Charles tristemente confirma la muerte de Charles Edward Anderson Berry Sr., más conocido como el legendario músico Chuck Berry”, fue otro de los gélidos comunicados formales.

Cantante y compositor pero sobre todo guitarrista, Berry atravesó su época de mayor esplendor antes que el hombre –supuestamente– llegara a la Luna. Fue como un Elvis negro o un BB King del rock durante las décadas del cincuenta y del sesenta. Y desde ahí hizo temblar millones de pies sobre la tierra a través de ese himno hedonista llamado “Johnny B. Goode” o la más histriónica aún “Rock and Roll Music”. Como con Perón y Gardel, no se sabe a ciencia cierta lugar y fecha de su nacimiento. Algunas fuentes la dan en el mismo lugar de su muerte (Saint Louis, Missouri) el 18 de octubre de 1926, y otras lo dan nacido en San José, California. Pero de lo que no se duda es de que fue el sexto hijo de un trabajador de la madera, que además era un religioso baptista de nombre Henry, y de una docente llamada Martha. Tampoco de su devoción por el blues, por Nat King Cole y el country, de su amor por el boxeo y de su casamiento ocurrido en 1948, que terminó en dos hijos.

Tampoco de que, mediando la década del cincuenta, se mudó a Chicago para firmar contrato con el sello Chess Records, que editó su primer gran suceso musical (“Maybellene”) amparado en la enorme espalda industrial y comercial del DJ Alan Freed que, de piola nomás, le dio por firmar el tema y hacerse de unos buenos pesos. Un Berry desconfiado comenzó a partir de tal hecho a manejar su destino, y ya nadie le pudo quitar su rúbrica en los temas que pasaron a la historia. Además de los mencionados, llevan el sello Berry truenos del swing como “School days”, “Carol”, “No Money Down”, “No Particular Place to Go”; “Around and around” (que han versionado The Rolling Stones y The Animals, entre otros bluesrockers blancos e ingleses de la época), “Sweet little sixteen”, “Memphis Tennessee”, “Little Queenie”, “My ding-a-ling” y “Too Much Money Business”.

Pero su histrionismo no se restringía al plano meramente musical. También puso carita y cuerpo en films de fines de los cincuenta como Rock, rock (en la que canta “You Can’t Catch Me”); Mr. Rock and Roll (durante 1957, el mismo año en que grabó After School Session, su primer disco) y Go, Johnny, go, además de regentear un boliche “antirracista” llamado Bandstand, que le trajo no pocos problemas. Entre ellos, la acusación por prostituir a una supuesta empleada apache (Janice Escalanti) que le dijo que era mayor cuando apenas tenía catorce años. Esta situación terminó con tres años de cárcel para el ídolo negro del rock and roll. Pese a que ya había pasado la misma cantidad de años en un reformatorio, fruto de un robo junto a una pandilla de amigos de juventud, esta detención fue un enorme punto de inflexión en su carrera.

A partir de allí, su estrella se fue diluyendo de a poco, más allá de las bandas blancas –sobre todo inglesas– de los sesenta y setenta que lo tuvieron como faro y referente, y de ciertas apariciones esporádicas que se combinaban con otros problemas con “la ley”. En el último año de la década del setenta lo encontraron culpable de evadir impuestos, y también fue preso cuatro meses y obligado a mil horas de trabajo comunitario, al igual que entrada la década del noventa cuando una mujer lo acusó de haberla filmado mientras ambos tenían sexo en un bar. Excéntrico, soberbio, sacado e intrépido, Berry también había adquirido costumbres anti-medios, sobre todo durante los últimos años. No quería que lo filmen, porque decía que sus conciertos eran promoción para las cadenas televisivas, e incluso cobraba para que le hicieran entrevistas. Pero tal excentricidad no era cosa de “viejo distante y cascarrabias”, como lo llegaron a definir en reacción por sus veleidades, sino que viene de las épocas en que patentó el baile del pato, vehículo de desenfreno no solo para la (su) comunidad negra, sino para los blancos que lo tomaron como referente.

Es que su música no se quedaba en el blues arrastrado y rural de los treinta, y tampoco en el urbano y eléctrico de Chicago. Su música era una amalgama. Un mosaico de ritmos que licuaban al country del Estados Unidos blanco con el rhythm and blues negro, que desembocaría en un rock and roll furioso como el de su primera visita a la Argentina, en Obras 1993, y no opaco, como el que mostró en aquel triste abril de 2013 en el Luna Park. Esa noche nadie quería creer que esa sombra que estaba en el escenario era el viejo Chuck. El problema de haber sido enorme.