A veces el análisis de la historia de la música lleva a las definiciones grandilocuentes, pero en este caso no hay escape. Sin Chuck Berry, la historia del rock sería muy diferente o no sería. Puestos en místicos, alguien debería haber ocupado ese lugar, simplemente para que pudiéramos hablar de algo llamado rock.

Elvis se arrogó el título, pero el Rey fue Chuck. El dueño de la patente. No es que no hubiera próceres cuando el joven Charles Edward Anderson Berry empezó a rasguear su guitarra -de hecho, T-Bone Walker y Muddy Waters fueron figuras notables en su autodidactismo–, pero algo en él hizo cuajar todo. El choque maestro entre el blues rural y la electricidad de Chicago, el estiramiento y el glissando de las cuerdas para darle forma a un sonido nuevo y galvanizante. La celebración de la vida en rutas torcidas y el convencimiento de que no alcanzaba con pulsar la guitarra y cantar sobre el escenario, también había que ofrecerse como showman. El paso del pato que llevó a que Jerry Lee Lewis le prendiera fuego a su piano para llamar él también la atención, y que Angus Young hizo suyo para el delirio de multitudes. La facha rea disfrazada bajo una gorra de marinero.

Chuck Berry, padre y abuelo fundador, con menos pulgas que un bagre de río.

Como tantos outsiders de la nueva escena del rock and roll, el soundtrack de los baby boomers, Berry pagó un precio. Como James Brown o Jerry Lee, el tipo detrás de “Maybellene”, “Sweet Little Sixteen”, “School Days”, “Roll Over Beethoven” y la inquebrantable “Johnny B. Goode” puso la cabeza en la guillotina sin que lo obligaran, desde su primer asalto juvenil a mano armada hasta el oscuro caso de la menor de edad que transportó de un estado a otro, pasando por la evasión de impuestos y la posesión de marihuana y finalizando en el sonado asunto de las cámaras ocultas en el baño de mujeres de su restaurante en Missouri. Los que lo conocieron de cerca dicen que su primera experiencia en la cárcel lo devolvió cambiado, más duro, más distante, menos convencido de la alegre fantasía del rock and roll. Como suele suceder con los tipos que hacen mucho en el comienzo de su carrera, todo lo demás estuvo hecho de vaivenes, de dudas propias y ajenas.

Y sin embargo y por eso, Chuck es intocable. Si no hubiera saltado de St. Louis a Chicago, si no hubiera pisado los míticos estudios Chess, una generación de jovencitos ingleses no hubiera tenido de dónde agarrarse para producir su propia revolución a comienzos de los ‘60. Berry fue el tipo que convertía a Keith Richards y Eric Clapton nuevamente en tímidos aprendices (véase como prueba el documental de 1987 Hail! Hail! Rock ‘n’ Roll); el legendario violero Stone sigue considerando un honor el haber recibido una trompada de Chuck por el atrevimiento de ponerle un dedo encima a su guitarra. Berry es tan universal como para servir de base a uno de los mejores gags de Volver al futuro, cuando el “primo Marvin” le hace escuchar por teléfono a Marty McFly tocando “Johnny B. Goode” en una Gibson ES 350 idéntica a la del prócer. Berry es interplanetario: en los “discos de oro” lanzados en la sonda Voyager en 1977 está incluida esa misma canción, y cuando el etnomusicólogo Alan Lomax criticó que Mozart, Stravinsky y Beethoven compartieran surco con “una música para adolescentes”, Carl Sagan devolvió de volea: “En este planeta hay un montón de adolescentes”.

Será una obviedad pero hay que escribirlo: Chuck Berry no tocaba rock and roll, era el rock and roll.

El público argentino tuvo dos versiones bien diferentes de la misma leyenda. En 1993, su show en Obras Sanitarias fue breve pero contundente, con todo lo que tenía que tener, los clásicos, la caminata de pato por el escenario y hasta la mala onda, el gesto de estar más allá de todo, que uno espera de los que tienen razones valederas para sentirse gigantes. Hace tres años, en el Luna Park, todo fue bien diferente: la visión de un Chuck perdido en el escenario, preso de la circunstancia de personajes inescrupulosos sacándolo a la ruta cuando no estaba en condiciones, produjo estupefacción, bronca, extrañeza ante la visión de su hija Ingrid sacándolo y llevándolo al escenario sin dejar nunca su bolso. Pero sobre todo produjo tristeza. Porque uno no quería verlo así. Porque a tipos como Chuck Berry se los quiere incondicionalmente sin haberlos conocido, aún sabiendo de sus delitos y defecciones. Porque a Berry le bastó poner sus dedos en el primer acorde para cambiarle la vida a millones de personas, para poner una piedra fundacional en el interminable palacio del rock.

Y entonces: Go, Chuck, go. Y gracias por todo.