Lo llamaban Mr. Sex e incluso antes de la publicación de su particular autobiografía, Servicio completo: La secreta vida sexual de las estrellas de Hollywood, su bien ganado estatus como máquina fornicadora y facilitador de sexo de alto nivel ya era legendario en el ambiente del cine de los Estados Unidos. Su nombre real, George Albert Bowers, aparece citado un par de veces en la biblia sobre los escándalos en la Ciudad de las Estrellas, Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, y su famoso y afectivo apodo, Scotty, es utilizado en el título de un documental reciente sobre su figura, Scotty and the Secret History of Hollywood, del documentalista Matt Tyrnauer. 

El lanzamiento en la plataforma Netflix de la miniserie Hollywood, basada de manera parcial y muy libremente en su figura, ha vuelto a poner de relieve el libro, coescrito junto a Lionel Friedberg y lanzado originalmente en 2012, cuando rondaba los noventa años (Bowers falleció hace siete meses, con 96 abriles cumplidos, en su ciudad adoptiva de Los Ángeles). Durante décadas, Scotty se codeó con la crema de la crema del ambiente hollywoodense y compartió alcobas –y otros ámbitos menos cómodos– con estrellas de uno y otro sexo, alternando actividades amatorias con figuras del empresariado, la política e incluso la realeza.

¿Cuánto de lo que se relata en las casi 300 páginas del volumen es cierto y cuánto hay de fabulación? Difícil saberlo, pero su amigo el escritor Gore Vidal afirmó, poco antes de morir, que “Scotty nunca miente”. Como si se tratara de un paseo por la memoria más íntima y con un tono usualmente ligero y definitivamente explícito, Servicio completo despliega las aventuras del famoso Señor Sexo desde su infancia en una granja de Illinois, en pleno apogeo de la Gran Depresión, hasta su llegada a Los Ángeles y el comienzo de una nueva vida como amante eventual de una ingente cantidad de hombres y mujeres, muy famosos y no tanto

Los capítulos alternan un pasado de dificultades económicas –que Scotty supo enfrentar con actividades muy variadas– con un presente luego del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando un simple empleo en una estación de servicio terminaría convertido en el centro de irradiación de los más salvajes trajines sexuales. Bienvenidos a una historia llena de detalles escabrosos y secretos inconfesables, pero también de cariño y amores alejados de las convenciones. Bienvenidos también a la defensa de una vida repleta de orgasmos sin culpa que hoy, en plena epidemia de neo puritanismo, parece llegar no tanto de otras épocas como desde otro planeta. 

“Hace unas décadas mi buen amigo Tennessee Williams empezó a escribir el relato de mi vida y antes de que viera la luz le pedí que lo destruyera. Ahora, en mis días de declive – cumpliré ochenta y nueve el próximo año–, me siento obligado a contar mi historia”, escribe Bowers en el prólogo de Servicio completo

El de Williams es el primero en una lista de decenas y decenas de nombres celebérrimos que engalanan el tomo. Casi como una disculpa, más adelante afirmará que ahora sí puede confirmar leyendas nunca corroboradas y revelar anécdotas hasta entonces secretas porque “todos han muerto y ya no puedo lastimarlos”. En ese sentido, todo el texto podría entenderse como la confesión de un sobreviviente, de alguien que durante décadas cumplió a rajatabla la promesa de callar ciertas cosas consideradas incómodas o inconvenientes

Hacia el final de ese prefacio, ubicado en el tiempo presente del nuevo milenio, con un Bowers recorriendo las calles de L.A. en su auto, el autor declara: “Mi mente repasó perezosamente interminables carpetas mentales que contenían imágenes de fiestas glamourosas, de salvajes orgías al borde de piscinas, de fines de semana en hoteles lujosos, de camerinos, de concurridos platós de rodaje, de lugares oscuros donde chocaban cuerpos con un vigor electrizante, de fantasmales encuentros de mujeres espléndidas y jóvenes viriles, de una magnífica variedad de todo género de sexo apasionado. La verdad, conocí Hollywood como no lo ha conocido nadie”.

A partir de ese momento, el libro se transforma en un increíble catálogo de experiencias amorosas –usualmente descriptas de manera cruda y directa, sin pruritos a la hora de llamar a las cosas por su nombre–, el lado B de una industria de cine pacata puertas afuera y absolutamente descontrolada en su interior. Una era donde se podía ser gay pero nunca en voz alta, donde muchos matrimonios “profesionales” escondían una vida secreta para la gran mayoría, donde machos alfa de la gran pantalla se transformaban en “reinas” en la vida real. Un universo hipócrita del cual Bowers fue uno de sus principales contraejemplos, siempre dispuesto a provocar gemidos de placer, tanto para la billetera del caballero como para la cartera de la dama.

Scottty Bowers

Estación de servicios

Recién llegado a Los Ángeles en 1946, con 23 años recién cumplidos, el exmarine Scotty Bowers comenzó a trabajar en el turno vespertino de una gasolinera ubicada en el número 5777 de Hollywood Boulevard, cargando nafta, limpiando parabrisas y controlando niveles de aceite. Un mediodía como cualquier otro de ese mismo año, una coupé Lincoln se estacionó sobre el playón. Al joven empleado el aspecto del conductor le resultó familiar, aunque no logró descubrir la identidad del hombre a primera vista. “Fue la voz la que le delató al instante”, escribe Bowers. “Dios mío, comprendí, este tipo no es otro que el renombrado actor Walter Pidgeon. Yo le recordaba por películas como ¡Qué verde era mi valle!, Rosa de Abolengo y Madame Curie. Aquella característica voz grave, suave y que parecía la de alguien muy inteligente se reconocía al instante. Pensé que sería mejor fingir que no sabía quién era y farfullé una respuesta”. 

Veinte minutos más tarde, Scotty se encontraba en camino a la mansión de la estrella, donde los esperaba un amigo de Pidgeon, debutando como partenaire sexual (por una módica propina) de la realeza hollywoodense. “Al cabo de una hora de sexo realmente caliente, precedido por la felación que ambos me oficiaron por turnos, los tres nos desahogamos y nos relajamos alrededor de la piscina. Para entonces, por supuesto, Walter Pidgeon ya me había revelado su verdadera identidad. Yo fingí una absoluta sorpresa. (…) Pidge y Potts eran los dos muy agradables, encantadores, unos chicos muy simpáticos. Los dos eran finos, bien educados y muy ricos. Sus modales eran impecables. Ninguno de los dos exhibía un asomo de conducta afeminada. Ambos disfrutaban también de una notable buena forma física, teniendo en cuenta su edad. Walter Pidgeon debía de tener 50 como mínimo en aquella época. Potts quizá era un poquito más viejo. Eran plenamente masculinos en todas sus maneras y en el modo de moverse, hablar y comportarse. Lo único que les diferenciaba un poco de los heterosexuales era el hecho de que gozaban del sexo tanto con hombres como con mujeres. Y, con toda franqueza, yo no veía nada malo en eso”. 

Por supuesto, Pidgeon estaba casado –y lo estuvo hasta su muerte en 1984– y la cuestión de su bisexualidad nunca escapó de los círculos más íntimos. Un lugar común en aquellos tiempos donde la pantalla sólo podía reflejar fantasías sancionadas por la moral, las buenas costumbres y la más estricta heterosexualidad. El Hollywood incontinente de los años veinte y comienzos de los treinta era cosa del pasado y el nuevo orden implicaba que, en la gran pantalla, las camas matrimoniales siempre estuvieran separadas por una bonita mesa de luz.

Mae West, Spencer Tracy, Edith Piaf, Vincent Price, Katharine Hepburn, Tyrone Power, George Cukor, Noel Coward, Vivien Leigh, el duque y la duquesa de Windsor, Cary Grant, Charles Laughton. Algunos de los nombres que aparecen nombrados en las páginas de Servicio completo. Apenas un puñado de las figuras con las cuales Scotty supuestamente compartió encuentros del primer, segundo y tercer tipo. O bien hizo las veces de intermediario para conseguir partenaires sexuales. Un facilitador, sí, pero nunca proxeneta en términos económicos, según afirma el autor en más de una ocasión. “Nunca gané un centavo por facilitar favores sexuales." 

Hollywood atravesaba su segunda década bajo las reglas del Código de Producción (llamado familiarmente Código Hays, merced a uno de sus principales impulsores, el político puritano Will Hays), un sistema de autocensura promovido por la propia industria para evitar el accionar del gobierno federal. La violencia, la representación de instituciones como la familia o el gobierno y, desde luego, el sexo estaban regulados en la pantalla por un grupo de atentos censores, empleados de los grandes estudios. Los “cinco grandes”, como se los conocía –Warner, M.G.M., 20th Century-Fox, RKO y Paramount– tenían una enorme cantidad de empleados bajo su nómina, desde el cabo raso que asistía al segundo ayudante de iluminación hasta las estrellas más despampanantes. Estas últimas eran uno de los mayores activos económicos de las compañías y su imagen pública era algo a ser protegido con toda la fuerza de la ley. No era extraño que en los contratos entre las partes figuraran cláusulas morales en las cuales las figuras se comprometían a evitar por completo cualquier tipo de escándalo. Prohibido meterse en camas ajenas o alterar el orden familiar con un o una amante. Y, desde luego, prohibidísimo dejar que cualquier “inclinación” no heterosexual se hiciera pública

Ese era el mundo en el cual Scotty logró interceder como ángel guardián de las apetencias de sus clientes/amistades. Un todo vale en la vida real ajeno a las miradas de terceros, un paraíso de sinceridad corporal donde los fluidos podían correr sin escandalizar a nadie. “La ciudad bullía”, describe Bowers. “Y en Hollywood Boulevard, como un radiante oasis que ofrecía algo muy especial en aquel firmamento frenético, estaba la pequeña gasolinera donde yo trabajaba. Todavía no entiendo muy bien la rapidez con que sucedió todo, pero así fue. Siempre que había alguien en busca de sexo venía a mi gasolinera. Entre aquella fauna había artistas, ejecutivos y técnicos. La mayoría de los hombres que buscaban un ligue masculino trabajaban en los departamentos de maquillaje, vestuario o peluquería, pero también había directores artísticos, decoradores, dialoguistas, personal de casting y escritores. Algunos eran gays, otros heteros y otros bisexuales. Casi todos los técnicos que manejaban material pesado en las secciones de iluminación, cámaras, tramoya, sonido, construcción y transporte eran heteros y buscaban la jovencita perfecta. Bueno, yo también podía echarles una mano. Empecé a satisfacer todos los gustos, todos los tipos, todos los intereses”.

Scotty con amigos en 1956

Intrusos en el espectáculo

En el capítulo tres de su libro –llamado no casualmente “El despertar”– Scotty Bowers relata su primer acercamiento a la sexualidad a los siete años. Los encuentros al atardecer con un hombre adulto, vecino de su familia en la granja de Illinois, son desde luego la encarnación de un típico caso de abuso infantil. Pero ni esa relación, que mantuvo a lo largo de un año, ni los múltiples encuentros con sacerdotes en la ciudad de Chicago –adonde una parte de su familia se mudó cuando el muchacho tenía 12 años–son descriptos por Bowers a partir de esa caracterización. De hecho, jamás utiliza palabras como “abuso”, “violencia” o “engaño”. 

En palabras del autor: “No tardé mucho en entablar relaciones con una veintena de ellos, todos y cada uno de los cuales estaban desesperadamente necesitados de gratificación sexual. De buena gana se desprendían de un puñado de monedas sueltas por pasar un ratito conmigo. Conforme se extendía mi reputación en la archidiócesis de Chicago, se diversificó la gama de mis actividades. Aparte de la felación, el acto sexual más popular en el que yo participaba era lo que sólo puedo denominar 'falsa penetración' (…). Si bien lo ocultaban lo mejor que podían a sus feligreses y al mundo exterior, estos inventivos sacerdotes desarrollaban un amplio abanico de prácticas eróticas. Yo aprendía mucho y gozaba contentando a todo el mundo, incluido yo mismo, puesto que estaba amasando buen dinero. Salía de cada sesión con un puñado de monedas ávidamente anticipadas e incluso en ocasiones con un billete o dos de un dólar”. Cuánto de esos hechos de la infancia y adolescencia marcaron al futuro adulto es asunto de la psicología, pero lo cierto es que el uso del cuerpo como fuente de placer y, al mismo tiempo, de ingresos se transformaría en el principal motor de la vida del protagonista de esta historia.

 

A medida que la estación de servicio se convertía en “el lugar” donde ir en busca de aventuras amatorias, Scotty iba reuniendo alrededor suyo a una buena cantidad de ex compañeros de armas “siempre dispuestos a ganar algunos dólares extra de manera sencilla”, entre otros muchachos y muchachas con necesidades económicas no del todo satisfechas. “Los maricas eran los más exigentes. Un heterosexual se limitaba a pedirte una rubia o una morena, una chica con una bonita silueta o unas tetas grandes o una que fuese habilidosa en alguna técnica sexual específica, como una mamada fantástica, pero los gays eran muy caprichosos. No sólo querían un chico alto o rubio o muy guapo, sino que también tenía que estar bronceado o ser peludo o sin vello o musculoso. Debía tener la pija grande, estar o no circunciso, tener los pies o los dedos del pie grandes o velludos, los ojos azules, el pelo largo o lo que fuera. La lista podía hacerse larguísima. ¿Y saben qué? Yo era capaz de proporcionarles exactamente lo que querían. En mi libretita sólo figuraban nombres y números. Mi labor debía ser discreta. Todo lo que la gente quería, incluso el tipo de persona con quien deseaban hacerlo, lo guardaba en la memoria”. 

Lejos del tono minority friendly de la serie Hollywood –que termina planteando un pasado ucrónico en el cual los homosexuales y lesbianas y las “minorías” raciales cambian radicalmente los modos de representación en la pantalla de cine– Servicio completo describe un pasado en el cual la vida real y aquella otra que las estrellas representaban en pantalla estaban muchas veces en extremos opuestos del espectro. 

Scotty dejaría la estación de servicio a comienzos de los años cincuenta y comenzaría una nueva carrera como barman estrella de los famosos, pero no abandonaría su rol de amante legendario (y proveedor de delicias sexuales) hasta bien entrados los ochenta, cuando la epidemia de la “peste rosa” o el “cáncer gay” –como solía llamarse despectivamente al virus del VIH– rompió en pedazos las nuevas libertades conquistadas luego de décadas de estigma y silencio. Ya sea ficción total y absoluta o la más franca de las memorias personales (o algo a mitad de camino entre ambas cosas), Servicio completo cabalga entre la chismología más despampanante, la literatura erótica y la descripción de un mundo donde los deseos íntimos se chocaban de frente con las imposiciones sociales