“Quiero escribir, aunque me muera de hambre”. Pablo Laborde –hasta entonces actor y fotógrafo– repite este estribillo existencial que le permitió decidir en 2010, después de muchas vueltas en la vida, que ya era hora de animarse a la escritura, esa actividad secreta que empezó en su adolescencia para exorcizar la sensación de no encajar en el mundo, agravada aún más por una escolaridad que define como “desastrosa”. No recuerda exactamente si entre la primaria y la secundaria pasó por 13 o 17 escuelas. Probó estudiar abogacía en la universidad y duró dos años, demasiado para alguien que le resultaba indiferente la trama legal. El deseo de la música se materializó en un puñado de bandas en las que tocó con sus amigos. Después estudió actuación con Adrián Porcel de Peralta y varios maestros más, y comenzó a trabajar en teatro, televisión y muchas publicidades. Entonces, hace siete años, cuando se dio cuenta de que la necesidad de la escritura era cada vez más imperiosa, reunió los cuentos que tenía escritos y los corrigió en el taller de Marcelo di Marco. En Bilis, su primer libro de relatos publicado por Bärenhaus, Laborde despliega diez cuentos donde el sentimiento de cólera condensa una violencia social que está en el aire.

El narrador del primer cuento, “Locura lo cura”, pierde los estribos cuando le diagnostican un Linfoma de Hodgkin y deviene una especie de “justiciero”. “Me presento: mi nombre es Javier Vega y piso los 50. No me interesa el fútbol y jamás dibujé penes en los ascensores. Y soy un animal silencioso que se alimenta de silencio. Una moderada cuota de silencio –o, más precisamente, de no-ruido– es lo que necesito para vivir en paz. Pero ni siquiera eso me ha brindado El Piadoso. La vida urbana me ha matado. O tal vez debería precisar que me han matado quienes viven en esta gran urbe”. La potencia de esta voz es arrasadora a la hora de despotricar contra todos. “Perdón, distinguido lector: a veces me extralimito. Es la estupidez, que me violenta. ¡Pero si hay que verlos! Se la pasan hablando de paz y amor, pero cuando van a respirar con el Ravi Shankar, taponan con sus carromatos las rampas de discapacitados. Enarbolan la bandera de la ética, pero compran ropa cosida por esclavos. Hablan de compromiso social, pero evaden impuestos. Pregonan la tolerancia, pero lo hacen para poder justificar sus propias y constantes faltas”.

“Hay una especie de impotencia, de injusticia y de impunidad, que me hace daño. Me pareció apropiado buscar, entre todos los cuentos y las historias que tenía escritas, los que tuvieran ese denominador común”, cuenta el actor y escritor en la entrevista con PáginaI12. Laborde tiene inéditas dos novelas, Geriátrico y Gimnasio, y un libro de cuentos, Los que matan el tiempo y lloran su entierro.

–En algunos relatos trabaja con las paradojas. ¿Qué le interesa de la paradoja?

–Busco las paradojas para encontrar cierta gracia en la estructura del cuento, que tiene que tener un comienzo, un nudo y un desenlace. Procuro que algo quede, aunque a veces quizá no sale. Trato de que esas paradojas, en la medida de lo posible, representen mi pensamiento. Por supuesto que tampoco voy a ser autoritario ni voy a torcer la verdad; pero las paradojas en este libro me identifican.

–Dos personajes coquetean con la locura o se mueven por ese andarivel. ¿Qué encuentra en la locura?

–Los locos son locos hasta ahí nomás. Quizás el protagonista del primer cuento sí está loco, más allá de que uno podría llegar a entender por qué termina enloqueciendo en una ciudad que no respeta su sensibilidad, al punto de que termina volviéndose más sanguinario que los mismos que terminaron enloqueciéndolo. Sin justificar el crimen, a ese loco le tengo un poco de cariño. Por lo menos, el tipo mata hijos de puta. En el caso del otro cuento, “El tipo que elonga”, salió un poco azarosamente. Ese tipo que elonga me produce compasión porque representa la tremenda brutalidad de esa cosa que te aplasta en pos de un progreso monstruoso, que no escucha no sólo a los más débiles sino que no escucha nada.

–¿Qué le presta el actor al escritor?

–La observación, pero yo soy observador de toda la vida. Al ser un tipo tímido, me quedo medio afuera y tanteo el panorama, hasta que después se me va la timidez. La actuación te obliga a tener que observar para hacer un personaje de tal manera. Todo lo que escribo es porque de alguna manera lo he visto o alguien lo vio y me lo contó. Como actor, observo de una manera más graciosa, a veces me mofo y puede salir mi lado más malvado, porque observo algo que me resulta ridículo y puedo jugar con eso. Como escritor, observo de una manera más profunda y respetuosa, porque a veces me observo a mí mismo. La observación está en un segundo plano que es medio inconsciente, como si fuera una aplicación de teléfono celular que está encendida o como una visión lateral de la que saco muchos materiales.

–¿Los materiales y experiencias de su propia vida entran en la escritura?

–Trato de disimular y tapar que ese personaje soy yo. Mis amigos me dicen: “¡pará de escribir sobre vos!”. Una vez escribí una novela en la que sin darme cuenta quise copiar La conjura de los necios, una novela que releí varias veces. Se la di leer a un amigo y me dijo que se parecía. De repente, me di cuenta de que esa novela era una copia mal escrita de la novela de (John) Kennedy Toole y me dio una angustia terrible. Me reconozco en la impotencia del protagonista del primer cuento, pero no en el hecho de saldar esa impotencia matando. La medicina, tal como está industrializada, me parece que está torcida. No sé si la medicina hoy sana y cura; es como un sistema: te dan un turno en dos meses, esperás, te dicen generalidades, te medican, te vas a casa de nuevo; es un protocolo que te mantiene vivo, pero no te cura.