Una foto de una plaza, donde un conjunto de hamacas se encuentran encorsetadas con una faja a su alrededor, del tipo prohibido pasar, causó una cierta conmoción y estupor en los espectadores del encierro a través de las redes sociales. Quizás al momento en que esto se lea puede que la foto se haya transformado en una fake o se haya demostrado su exageración o insensatez, pero para el caso da lo mismo. Una plaza con hamacas limitadas no es definitivamente una plaza y lo que a simple vista pareciera un acto de privatización se muestra en verdad de un modo mucho más complejo: la plaza continúa siendo pública en su espacialidad pero no en su uso. El efecto, de este modo, se recrudece. Hay algo de los afectos y sentimientos que se ve acorralado, reprimido y opacado por ese monstruo frío que es el estado dando sus órdenes de confinamiento. ¿Volverán las plazas, esas plazas tan paradigmáticas que tenemos en Argentina, volverán para poblarse?

De las definiciones de la propiedad me quedo con la de Rousseau, por su simpleza y esa cosa literaria que tenía el iusnaturalismo: el primer hombre (hoy diríamos, o mujer) que cercó un pedazo de tierra, dijo esto es mío, y encontró gente lo verdaderamente estúpida como para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad. Caín lo llama la literatura bíblica, el primer agrimensor. Lo que más me relaja de la definición de Rousseau –que cito de memoria- es "y encontró gente lo bastante estúpida como para creerle". La propiedad, con sus leyes y sus normas, sus codificacione y alegatos, como una simple y estúpida creencia. Quiero dejar esa definición así suspendida y proseguir. No quiero profundizar más al respecto: suficientes vientos teóricos existen que hablaron sobre tan escabroso tema y no me interesa analizarlos, esta definición de Rousseau la asumo como perfecta.

Que el control estatal y la biopolítica se ha desbordado, que el mundo del mañana será tan diferente, inédito en sus formas. El miedo a no saber qué es lo que se avecina. Nos poblamos de imágenes y relatos de catátrofe. Nunca como en estos días se escuchó tanto la frase de Jameson: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, aún cuando no es fácil imaginarse ninguna de las dos cosas. En un conjunto de fotos se muestra un salón en Francia donde niños y niñas usan tapabocas y máscaras. Escalofrío. Agamben escribiendo que aquellos docentes que digan que sí a las clases vituales indefinidas serán los mismos que dijeron que sí al fascismo. Pánico. Byung-Chul Han atemoriza con el modelo social-estatal-oriental en una cacofonía del miedo que ha encontrado a más de un admirador. Pesimismo. Los vientos de Europa parecen dictar un mañana que nos conmueve y aniquila. Realmente, ¿dejaremos que todas esas cosas nos ocurran a nosotrxs?

El hecho, real o no, de que hayan blindado las hamacas no debería provocarnos ninguna inquietud. Siempre que unx quiera hamacarse en el mundo, vivirlo de una manera lúdica y espontánea, es necesario romper ciertos mandatos. El arte de jugar y de amar pasa siempre por romper esas barreras y tener que decirlo resulta una puerilidad. Lo nuevo ocurre siempre en el límite de la legalidad y la ilegalidad, entre lo que no termina de morir y lo que aún no se encuentra preparado para nacer.

De la vida nocturna nos dice el argentino Julián López que "la noche es tiempo pero también es espacio" y la define como "el dispositivo que te saca de la infancia". Debo reconocer que lo primero me conmueve y me parece un acierto: me gusta la idea de pensar la noche como un espacio con engranajes, posiciones, mesetas y vértigos, puestos de vigilancia, salidas de emergencia y túneles. Con lo segundo tengo mis dudas. La noche será lujuria, desenfreno, amontonamiento y vicio, pero hay un juego enorme que se abre en sus batallas y estrategias. Hay que reconocer que si la noche presenta algún peligro es porque representa volver a la niñez y al juego, un modo de hacer reglas propias y ponerlas en práctica, una manera, también, de escapar de la norma y lo establecido. Por eso la droga, los moteles y los disfraces: un juego de adultos que no es más que un juego de niños confiando en su adultez. Cambian las herramientas, los medios, las apariencias. Pero hay un entramado ficcional que rompe con lo ordinario. La felicidad –decía Lispector- debería ser clandestina. Y en la noche habita algo de esa clandestinidad.

Las noches, los parques, las plazas, son ese pedazo de carnaval que habita en las ciudades a todo tiempo y si realmente nos olvidamos cómo eran nuestra tarea será la de volverlas a inventar. Habrá que volver a inventar, por ejemplo, los bares: vamos a tener que emprender meticulosas clases respecto a cómo pegotearse entre medio de la gente, cómo hacer para que de los azulejos moribundos de los boliches salga ese olor indescriptible a alcohol rancio, mezcla de tabaco y transpiración, deberemos practicar una y otra vez el movimiento de caderas repartiendo culazos para todas partes. Habrá que volver a inventar, también, los café chico, los diario de papel, los seña para el mozo, los propina abajo del platito. Habrá que volver a inventar las plazas y los parques, los toboganes y los pochoclos, el ferné en termo y la latita caliente al borde del agua, el bombo y el platillo.

Pensar que aquella vida carnavalesca se va a acabar por prerrogativa del estado es un pensamiento motivado más por la tristeza del hoy que por las potencias del deseo del mañana. Habría que dejar de medir las cosas con la vara de lo prohibido actual y dejarnos gobernar un poco más por lo virtual que reposa en las ganas de lo que nos importa. Probablemente tendremos que volver a inventar muchas cosas. Quizás, después de esta experiencia, nos encontremos algo desanimadxs y tediosxs. Pero no por eso vamos a dejar de inventar. ¿Vamos a regalar tan fácilmente aquellas cosas, situaciones, experiencias, que tanto nos agradan y nos hacen como comunidad? El primer hombre o mujer que se suba arriba de una hamaca y diga esto es nuestrx, y encuentre personas lo suficientemente valientes como para creerle, será el verdadero fundador de la post pandemia. No seamos como aquellos tímidos hombres de Rousseau. No seamos estúpidos. No les creamos a los agrimensores de la vida y a sus falsos profetas.