Siempre me resistí a las anteojeras como a todo aquello que me obligara a mirar sólo al frente, al pizarrón, a la pantalla. Si la verdad se esconde detrás de la palabra "pero", entonces me etiquetaron desde pequeño. "Su hijo es inteligente, pero es muy distraído", repetida frase escuchada por mi madre en cada reunión de padres. Al grupo de animales cazadores se nos complica mirar a nuestro alrededor sin girar la cabeza. Dicho movimiento era letal en cada formación militar obligatoria, previo ingreso a las aulas.
Los distraídos somos bastante desafinados a la hora de interpretar partituras educativas monolíticas, nos perdemos en cualquier intersticio, silencio o detalle que nos conecte con nuestro núcleo, siempre sediento en encontrar una melodía propia. Todavía era verano, un patio grande de una escuela nueva para mí, nos recibían en el primer día de clase con un largo discurso por parte de la directora. En un momento, la misma fuerza de distracción que me condenaba, me obligó a dejar de mirar la nuca de mi compañero para rastrear cada uno de los 180 grados disponibles. Desde una hilera paralela, dos enormes ojos negros me miraban desde el fondo de un espejo como un misterio cercano, una flor de lino en un campo de sal, una fogata en la nieve. Sentí la confluencia de dos ríos opuestos, la certeza de verla por vez primera y una sensación de conocerla desde siempre.
Creía todavía en las casualidades cuando la encontré en la cocina de la portería en hora de clase, restaurando con un mate cocido su genuino dolor de panza. Una simulada jaqueca me sentó a su lado, fue la primera vez que hablamos. Antes de retornar a nuestros salones intenté sorprenderla como no había sido capaz de hacerlo durante la charla, toqué la campana a deshora. Por cada campanada me regaló un gesto de asombro y una sonrisa cómplice, secuencia que quedó guardada para siempre en algún lugar de mi ser.
La causalidad nos unió por segunda vez en una materia opcional, periodismo. Ella amaba la fotografía, estaba convencida que una imagen valía más que mil palabras. Mi caso era distinto, estaba allí por agradecimiento, había aprendido a leer con la revista Goles, mi memoria en vez de retener números multiplicados, registraba las formaciones de todos los equipos de primera división. Los dos sabíamos esperar. Se hacía interminable el tiempo entre el final del partido dominguero, imaginado desde un relato radial y el martes por la mañana, día en que llegaba la publicación al kiosco con las fotos reveladoras de lo acontecido en el verde césped. Calmaba mi ansiedad, armando mi propia estadística, tabla de posiciones y fixture. La fotógrafa, por su parte, manejaba el suspenso del revelado de rollos, dibujando paisajes. Aprendimos juntos de la boca de la señorita Norma, términos como ética, vocación y principios. La docente aseguraba que el peor defecto de un periodista era el de hablar sin pensar. Nos dio un ejercicio para corregirlo, escribirnos una carta entre nosotros para demostrar su teoría, ella misma se encargó de hacer las parejas del juego para que nadie se quedara afuera. Fue así como llegó a mis manos la dirección de Silvana. No sé si antes de escribir se piensa más, pero se miente menos. Nos contamos cosas secretas, ambos habíamos visto pasar la muerte muy cerca, la importancia de sentirnos vivos nos alejaba de lo superficial. Ante la temprana pérdida de su madre, dicho rol lo había asumido Matilde, su hermana mayor, mientras su padre tambaleaba entre el alcohol y el rencor.
A pesar de que nos veíamos todos los días no dejamos de cartearnos, a modo de firma me regalaba un dibujo en el que se repetían soles, mares y delfines. Un día llegó su última carta, en la que, atemorizada, me pedía por favor que no le escribiera más. Su padre la había retado fuerte al grito de "¡sos muy chica para saber lo que es el amor!". Desde ese día la sentí cada vez más distante. Muchas veces intenté llegarme en bicicleta hasta su casa, pero la cobardía usa ruedas cuadradas. Mientras ella deshojaba noches, yo soñaba con el beso grande de la tierra en celo. Me limité a escribir, sin saber que Homero Espósito ya lo había hecho por mí mucho tiempo antes. Después perdí la dirección y la olvidé sin querer.
Cuando el Negro Pardo me mandó a llamar no pensé que estaba tan enfermo. Dobló en dos su almohada, la acomodó sobre el respaldar de su cama y me recibió con su ironía intacta. “Quién te crees que sos, ¿el príncipe de gales? Hace una semana que te ando buscando. ¿Sabés por qué no me morí todavía? Porque no tengo a quién dejarle el kiosco... Las noticias, como la vida, continúan. El kiosco no se cierra. Literalmente, no tengo tiempo para escuchar giladas, el único que me puede hacer esta gauchada sos vos". En aquellas circunstancias, negarme hubiera sido un acto inhumano. Le dejé mis datos personales, para al otro día repartir entre los clientes del moribundo una nota de su puño y letra que más que una presentación sonaba a despedida.
Caminé por un barrio más cambiado que yo, casi irreconocible. Me conmoví con la emoción de una de las vecinas, de mirada familiar, propietaria de una vivienda antigua y despintada, cuando leyó la nota del canillita de toda la vida. El primer domingo que le acerqué el Página/12, Matilde me esperó en la puerta de la histórica casa con una pregunta: "¿Vos no fuiste a la escuela Pedro Goyena a principio de los setenta?". Ante mi afirmación, me dijo: "Entonces sos vos... mi hermana te nombraba siempre cuando era chica, también a dos compañeros más, pero a vos primero". No me dejó que le preguntara por su paradero, un largo silencio anticipó el mensaje. “El mismo cáncer que se llevó a mi mamá, también se llevó a mi hermana. Entre sus pertenencias, en una caja llena de fotos, estaba este manojo de cartas... creo que te pertenecen... tal vez, sin saberlo, viniste a buscarlas".
Recuperé la memoria de golpe, acaricié las paredes del destiempo junto a la dirección estampada en una fría chapa. Las cartas de amor no se pierden, se guardan o se queman. Muchas veces creí haber incendiado todo mi pasado, pero nunca había estado en la situación de prenderle fuego a mi propia correspondencia. Aproveché el otoño para encender la fogata con hojas secas, diarios viejos y madera de los restos de una vieja biblioteca. No me animé a releerme. Tuve miedo de enterarme de todos los sueños perdidos del pibe que fui. Cuando las llamas habían superado mi altura, cerré el círculo arrojando al fuego los papeles escritos. En el medio de la hoguera, como una bandera flameando en el recuerdo, percibí su rostro joven y vivo persiguiéndome en la siempre noche de mi soledad.