Como suele hacerlo todos los días, el hombre sale de su casa, sin saber que la noche anterior, en el mayor de los secretos, alguien desperdigó dentro de sus zapatos un polvo blanco, cocinado y molido a partir de los ingredientes más extraños. A poco de caminar algunos metros, la tos comienza a afilar sus garras en la garganta y un extraño sopor hace que el equilibrio sea imposible de sostener. El hombre muere, solo, en medio de la calle y horas más tarde el cortejo fúnebre lo acompaña a su destino final. Que no será tal: amparados por la noche, un grupo de personas desentierra el cadáver viviente y lo lleva a la rastra a una plantación, donde deberá trabajar como cautivo durante el resto de su existencia. El hombre tiene un nombre, Clairvius Narcisse, pero a partir de ese momento ya no es un hombre en todo derecho: se ha transformado en un zombi, un muerto vivo, alguien incapaz de recordar absolutamente nada de su pasado o de vencer las cadenas de una voluntad invisible. El lugar es Haití y el año 1962, según afirma una placa al comienzo de Zombi Child. El más reciente largometraje del francés Bertrand Bonello es una relectura del inmortal mito de la cultura vudú que, alejada de la reconstrucción de los undead encarada por George A. Romero en su infinitamente influyente La noche de los muertos vivientes , les devuelve su entidad primigenia de esclavos. No se trata de una película de terror, al menos en los términos regulares afianzados a lo largo de la historia del género. En cambio, el director de Nocturama y De la guerra construye un particular relato de iniciación adolescente, cruzado por la memoria del colonialismo francés en tierras lejanas y “exóticas” y un presente donde conviven la modernidad con atavismos ocultos a la mayoría. Disponible para su alquiler en las plataformas Google Play y ITunes, el de Bonello es un film que –fiel a su costumbre de alterar formatos y sistemas narrativos reconocibles– describe las vidas de un grupo de estudiantes secundarias en una institución educativa de elite cuyas vidas se ven alteradas a partir de la llegada de Mélissa (Wislanda Louimat), una chica negra de origen haitiano, hija de una prominente militante anti dictadura en tiempos de François Duvalier. Y nieta de Clairvius Narcisse, el zombi.

Zombi Child viaja del presente al pasado y viceversa, alternando la historia de Mélissa con la de Clairvius, cuya zombificación comienza a descascararse cuando prueba un prohibido trozo de carne cocido por sus amos. Clairvius Narcisse existió fuera de la pantalla y la historia oficial marca su primer deceso en 1962, el segundo treinta y dos años más tarde, en 1994, luego de ser hallado en estado de estupor en los campos de su ciudad natal a comienzos de los 80. Es imposible saber cuánto de mito y cuánto de realidad hay en esa historia, pero su nombre ya había aparecido en un film previo, La serpiente y el arcoiris (1987), dirigida por Wes Craven y basada en el libro homónimo del antropólogo canadiense Wade Davis. Mientras tanto, en la escuela de señoritas –fundada nada menos que por Napoleón Bonaparte– cada una de las alumnas debe demostrar antes del ingreso que algún miembro de su familia recibió la mayor de las distinciones del estado francés: la Legión de Honor. No es casual entonces que la mayoría de las muchachas tengan la piel relucientemente blanca, aunque alguna estudiante asiática o negra, como la propia Mélissa, reflejan indirectamente el alcance que alguna vez tuvo el imperio francés alrededor del mundo. En África, en Asia, en América. Las clases de historia recorren el concepto de liberalismo en el siglo XIX y una idea francesa por excelencia: la revolución moderna. Entre timbre y timbre, Fanny (Louise Labeque) se hace amiga de Mélissa y tiene toda la intención de obtener su ingreso en su pequeña logia literaria, una excusa para reunirse por las noches en un aula desierta y compartir deseos y temores, amparadas por las tenues luces de las velas y una botella de gin pasada de mano en mano. De superar la prueba, Mélissa ingresará en el conciliábulo, que se convertirá de esa forma en un quinteto. En la conferencia de prensa del Festival de Cannes, donde la película tuvo su lanzamiento mundial hace trece meses, Bertrand Bonello declaró que la primera idea para la película surgió “hace quince años. En aquel entonces, por razones personales, me interesé mucho por Haití y comencé a leer libros sobre la historia del país. Libros periodísticos, etnológicos. Cuando uno lee sobre Haití se llega muy rápidamente al vudú y de allí a los zombis hay un paso. Existe una idea fuerte detrás de la historia, que es la esclavitud y las cuestiones ligadas a la misma. Pero debía encontrar un punto de vista por una razón sencilla: soy francés. Por lo tanto, la película no podía transcurrir solamente en Haití y debía hallar un punto de vista francés”.

La canción de nuestros muertos

“Escucha, mundo blanco / mi rugido zombi / Escucha mi mar silencioso / Oh, triste canción de nuestros muertos / Tu eres mi destino, mi África / Mi sangre derramada, mi corazón épico”. El poema abre la película, en blanco sobre negro. Esas mismas estrofas serán más tarde la llave de entrada de Mélissa al cónclave. Bonello homenajea a la Carrie depalmiana, en cámara lenta pero sin humillaciones, mientras las chicas se secan, se cambian, se peinan, se pintan. Algunas noches más tarde, de la nada y como si nada, la chica negra le dirá a su amiga blanca “te voy a comer”, una frase cuya aparente literalidad no logra esconder otras posibles interpretaciones. El estudio, el aburrimiento de una vida de encierro, sólo ofrece para Fanny un resquicio de esperanza: ese noviecito de verano que la visita en sueños y a quien le escribe cartas apasionadas, desesperadas incluso, con un estilo barroco que conjura otros romances literarios, como una madalena de papel y tinta. Mientras tanto, en el pasado, Clairvius camina algo atontado –pero con un albedrío recientemente recuperado–, manteniéndose a distancia de las miradas, observando desde lejos a su viuda. La atmosférica y misteriosa banda de sonido, compuesta por el mismo Bonello, lo acompaña con insistencia arrítmica, alejada de lo tenebroso pero con un aliento inquietante. El director echa mano a un viejo recurso fotográfico, la noche americana, para transformar los planos filmados durante el día en imágenes nocturnas, dotándolas de un hálito fantasmagórico, fuera de este mundo. El zombi de Bonello no tiene ningún parentesco con los muertos vivos come-cerebros de Romero; es un primo lejano de los cuerpos zombificados de Yo caminé con un zombie (1943), la obra maestra de Jacques Tourneur. Los movimientos de su cuerpo pueden provocar miedo y horror –así lo demuestran los sepultureros que lo observan sentado frente a su propia tumba, como quien vuelve a su casa natal después de mucho tiempo–, pero también una infinita tristeza. El sincretismo haitiano, mixtura de cristianismo y prácticas religiosas del África occidental, es anterior a la invención del cine, pero dio origen a uno de los mitos más duraderos de la gran pantalla.

Entrevistado por la revista especializada Film Comment, Bonello confesó que no fue sencillo rodar las escenas en Haití: cuando una persona blanca se aparece con la intención de filmar una película sobre el vudú se encienden todas las alarmas. Sin embargo, para el realizador era obligatorio viajar hacia el lugar. “Si no lo hacía en Haití, para mí las escenas perderían su esencia. Es algo del orden de lo ético, de lo político”. En cuanto a la estructura general de la historia, el concepto siempre fue “contar dos historias simples: una sobre un hombre que es enterrado en su tumba y que vuelve a la vida como esclavo; la otra, acerca de la tristeza de una adolescente. Siento que, cuando pones una historia junto a la otra, eso abre muchas puertas y agrega niveles. La película se va poniendo cada vez más compleja. Como realizador, me gustan esos contrastes: entre el presente y 1962, entre Francia y Haití, entre algo oscuro y algo luminoso. Pero también entre las chicas, que hablan un montón, y los hombres haitianos que no lo hacen en lo más mínimo. Cada vez más me gusta que mis películas ofrezcan contrastes. Al mismo tiempo, uno podría pensar que las escenas en Haití vienen de la cabeza de la muchacha. Existe esa tradición de relatar historias oralmente. Tal vez ella escuchó esos relatos de boca de su madre o su abuela y lo que vemos es en realidad la manera en la cual ella imagina que ocurrió todo”. Bonello se refiere, desde luego, a Mélissa. Para Fanny, todo aquello que tenga que ver con el vudú es distante, extraño, desconocido. Pero será la noticia de que su nueva amiga tiene una tía viviendo en Francia, Katy, lo que disparará los tramos finales de la película, desenlace incluido. La tía Katy es una mambo y, según la protagonista puede averiguar en Wikipedia, ese es el más alto rango al que puede acceder una sacerdotisa en la religión vudú. ¿Acaso Katy pueda recomponer su corazón roto de amor con una ceremonia mágica? Los mil euros que conforman la oferta parecen difíciles de resistir, rompiendo la negativa inicial de la mujer, quien se apura en aclarar que el vudú es “una fuerza interior, una comunidad”, no un acto de hechicería ni, mucho menos, un juego.

Vudú y rock and roll

La llegada a la morada de la Tía Katy altera la banda sonora de Zombi Child, que además de las composiciones incidentales de Bonello está atravesada por los temas del rapero belga-congolés Damso. La dueña de la morada escucha en silencio la música y la letra de “Papa Legba”, canción de la compositora y cantante (y sacerdotisa) de origen haitiano Moonlight Benjamin, una mezcla de vudú y rock and roll, según la definición de la propia artista. Lo que sigue no es conveniente revelarlo aquí, pero el pasado y el presente, el aquí y el Más Allá, nuestra realidad y aquellas otras hasta entonces desconocidas se unirán momentáneamente en un vórtice poderoso. Bonello apoya finalmente una pierna en los confines del género, pero manteniendo la otra del otro lado de la frontera. “Cuando era adolescente miraba un montón de películas de género”, afirmó el cineasta en la mencionada entrevista. “George Romero, John Carpenter, David Cronenberg. Toda la gente de ese período, desde finales de los 70 a comienzos de los 80. Me encantaban esas películas, pero cuando volví a verlas tiempo después me di cuenta de que no sólo eran muy buenas sino que tenían una dimensión política que se ha perdido en el cine de género de un tiempo a esta parte. Eran films tiránicos y esos directores usaban el cine para hablarnos sobre sus miedos en el mundo. Por eso creo que el cine de género está volviendo: es una manera de hablar sobre los miedos usando el cine del miedo, por llamarlo de alguna manera”. Más allá del vudú y de los zombis, el pasado que siempre retorna (que nunca deja de hacerlo) es entonces uno de los temas esenciales de Zombi Child. Como lo era en Caché, la película de Michael Haneke. Pero Bonello rápidamente se saca de encima ciertas pretensiones como cineasta. “No quiero dar lecciones ni nada por el estilo, porque ese no es mi lugar. No comienzo las películas con grandes ideas, sólo pienso en los detalles. Zombi Child es, en realidad, un film sobre la transmisión de la libertad: ¿cómo darle esa idea a la generación siguiente y qué hacer con nuestra historia? ¿Cómo contar esa historia? ¿Se puede contar de una manera lineal? Para mí, la parte política de la película está presente en esas preguntas. No se trata de decir ‘Francia se ha portado mal’. Ese no es mi objetivo. No estoy aquí para eso. La pregunta es sencilla: ¿qué hacemos con nuestra propia historia?”.