Un buen día en el vecindario                 7 puntos

A Beautiful Day in the Neighborhood; EE.UU. / China, 2019

Dirección: Marielle Heller.

Guion: Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster.

Duración: 109 minutos.

Intérpretes: Tom Hanks, Matthew Rhys, Chris Cooper, Susan Kelechi Watson,

Maryann Plunkett.

Estreno: en Flow, Google Play y ITunes.

La casi centenaria revista estadounidense Esquire publicó en su número de noviembre de 1998 un artículo de portada titulado “¿Puedes decir… héroe?”, un retrato del conductor televisivo Fred Rogers, más conocido por varias generaciones de televidentes como Mister Rogers, santo patrón del show infantil Mister Rogers' Neighborhood, emitido por la señal PBS casi sin interrupciones entre 1968 y 2001 y toda una leyenda en su país. En esas líneas, el periodista Tom Junod escribe que “cuando finalmente logré hacerlo hablar de sus títeres, que fueron el solaz de su infancia solitaria, me miró con sus ojos azul grisáceos, al mismo tiempo tiernos y fuertes, y me preguntó ‘¿Y vos, Tom? ¿Tuviste algún amigo especial mientras crecías?’...” Esa pregunta es transformada en una relevante línea de diálogo en Un buen día en el vecindario, tercer largometraje de la realizadora Marielle Heller, cuya anterior ¿Podrás perdonarme? (2018), una particularísima biopic de la escritora Lee Israel, permanece inédita en nuestro país.

Tomando nuevamente un caso de la realidad como base para construir la ficción, Heller y los guionistas Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster retratan el encuentro de Rogers y Junod (aquí rebautizado como Lloyd Vogel) y entregan una película entrañable que nunca derrapa en las banquinas de la ñoñez. Es imposible imaginar al Rogers del film en una piel diferente a la de Tom Hanks, a esta altura de su carrera –como supieron serlo Henry Fonda o Spencer Tracy en el pasado– un emblema cinematográfico de humildad, bondad y honestidad. Vogel/Junod, en tanto, está interpretado por Matthew Rhys y, en varios sentidos, encarna en la antítesis de su entrevistado. Marcado por una infancia dura y el abandono de su padre, el periodista de Esquire aparece cubierto por una gruesa capa de escepticismo y misantropía y sólo el nacimiento reciente de su hijo parece salvarlo del abismo. El casamiento de una hermana dispara el reencuentro de Junod con su padre (Chris Cooper) luego de muchos años sin verse, pero el fugaz diálogo entre ambos termina en gritos y trompadas.

Un buen día en el vecindario comienza con una secuencia que imita el estilo del programa de Rogers, incluido el formato de pantalla cuadrado y la calidad de imagen de la tevé circa 1998, y ese universo artificial contenido dentro de la ficción volverá de manera recurrente a lo largo de las casi dos horas de proyección, incluido un segmento onírico con algo de pesadilla. Heller logra algo no imposible, pero sí difícil: narrar con eficacia y emoción una “historia sencilla” y humana que bien podría haber derivado en sentimentalismo y golpes constantes debajo de la cintura. La súbita enfermedad del padre de Vogel empuja al protagonista a revisar sus ideas sobre el mundo y la vida, al tiempo que lo acerca aún más a Rogers, quien de pronto deja el rol de entrevistado para transformarse en psicólogo, confesor y, tal vez, padre putativo. Bondadoso y comprensivo a niveles notables (Vogel se pregunta en un primer momento si no se tratará de una simple máscara), el Rogers de la ficción posee, sin embargo, ciertas zonas no tan luminosas, que la película deja ver entrelíneas.

No tanto un crowdpleaser (ese término usado a veces con ánimos despectivos) como una película que cree en la bondad humana y en la posibilidad de perdonar y sanar, A Beautiful Day in the Neighborhood propone sin ambages que la infancia es un estado, nunca un tránsito, y que nadie debería olvidar su niñez, con sus sentimientos encontrados y dificultades para hallar un lugar en el mundo, antes de juzgar a propios y ajenos, sean estos pequeños o adultos. Verdad de Perogrullo, pero difícil de aplicar, como todo padre o madre sabe a la perfección. Lo más notable del film de Heller: es posible contar una fábula de la vida real con la emoción a flor de piel sin morir en el intento, desde luego apoyada en las performances perfectamente calibradas de Hanks y Rhys (cualquier exceso en uno u otro sentido hubiera resultado fatal). Como esa escena a bordo de un subte neoyorquino, en el cual los pasajeros reconocen a Roger y comienzan a cantar al unísono una de sus canciones. ¿Ocurrió en la realidad o es una fantasía imaginada por los guionistas? Lo importante es que, en pantalla, la situación resulta tan fantasiosa como creíble.