1992. Las camisas de John L Cook se escondían bajo los buzos de WWF. El aroma al perfume de la marca Ticket invadía la peatonal. Clave de Sol había dejado un vacío que pretendíamos llenar los sábados a la mañana en New Burger, esa vidriera adolescente donde buscábamos al amor de nuestras vidas.
Fue ese el año que contraje una enfermedad crónica y autoinmune.
Tenía doce años y el paddle era el deporte nacional. Mi papá y su compañero Orly llegaban por primera vez a la final de un torneo de Primera Veteranos. Era en Córdoba, iba gente de todo el país y nos pagaban el hotel.
Una semana antes sucedió algo que puso todo en jaque. Mientras mi papá arreglaba un fusible, una llama salió de la caja de luz y tomó su mano derecha, la de la paleta.
Quemadura de cuarto grado y pérdida parcial de la movilidad del treinta por ciento, diagnosticó el médico. Vendas, curaciones y reposo absoluto.
El viaje se suspendía, no quedaba otra.
Mamá contrató a una bruja, No para que haga ninguna macumba para viajar, si no para que nos diga cómo iba a quedar esa mano, dijo.
Natalia se llamaba, tenía diecinueve años y un buzo de Hendy. Se encerraron en la cocina a tomar mates y cerraron la puerta. "¿Qué va a ser una bruja esta? Si se parece a la profe de gimnasia", dijo mi hermana.
Después de un rato llamaron a papá y estuvieron otro tanto ahí, cuchicheando. Cuando salieron, le dio un abrazo al herido y le hizo un pedido que nos llenó de esperanzas: "¿Me hace un favor? ¿Cuándo gane, puede llenar la copa de champan como hacía Vilas?".
Se fue. Nos quedamos en silencio, sin saber si había que hacer las valijas o darlo por perdido.
Pasaban los días y la mano no mejoraba. "¿Qué hacemos, suspendemos o esperamos el milagro?", preguntó mi mamá.
Ninguno contestó, parecía que había un acuerdo tácito en no hablar del tema. Yo tenía la ropa doblada sobre el escritorio en montoncitos. Muda día, muda noche y siempre, siempre, conjunto de bombacha y corpiño haciendo juego, trauma heredado de mi abuela Mirá si te pasa algo y hay que llevarte al médico, decía siempre.
Dos días antes de la fecha esperada rompió el reposo y desapareció un día entero.
Volvió transpirado y con la mano vendada a la paleta.
"Hoy pude entrenar. Viajamos", dijo. "¿Quién va a manejar?", preguntó mi mamá. Él se señaló la mano, la abrazó y le dijo que iba a estar todo bien.
Subió la escalera, rápido. Lo seguí, quería preguntarle más cosas del viaje pero se metió tan rápido en el baño que no llegué. Decidí esperarlo, estaba emocionada con mi primera vez como groupie de paddle. Lo escuché llorar, me quedé parada, tratando de descifrar a ese hombre a una puerta de distancia.
No sé cuánto tiempo pasó pero salió y era el mismo de siempre. Ni rastros del llanto, así que nunca supe si sucedió o lo inventé. Me sonrió, no me cuestionó qué hacía ahí. Me dio la mano sana y bajamos a comer.
Viajamos. Él manejó con la mano atada al volante. Cada vez que cargábamos nafta se cambiaba la parte superficial de la venda, se tomaba un café y nos juraba que no le dolía.
Llegamos sobre la hora. La final se jugaba en la primera cancha de vidrio del país. La tele estaba ahí, le hicieron un montón de tomas de la mano vendada a la paleta, nos sacaban fotos. Era el hombre del momento.
Arrancó el partido.
Él y Orly jugaban bien pero su cara de dolor era imposible de disimular. Bajé corriendo las gradas, me pegué al vidrio. "¡Aguanta papi!", grité.
Cambiaron de cancha.
"¿Estás bien? ¿Querés parar?", insistí. Me acuerdo como si fuera hoy de los nervios traducidos en ganas de hacer pis. Corrí al baño. Nada. Sólo se cayeron unas lágrimas.
Volví a las gradas.
6-4. Primer set adentro.
Fueron al descanso, tenía la venda llena de sangre. Mi mamá se acercó y con una pericia que más tarde vería en ER Emergencias, se la cambió. Él apoyó la mano sana en mi cabeza y me sonrió.
Empecé a sentir los primeros síntomas de esta enfermedad autoinmune. Ni tos ni decaimiento, un endiosamiento de la figura paterna que dejaría la vara muy alta para cualquier hombre.
En ese momento ni siquiera pensaba en lo difícil que iba a ser enamorarme, solo quería que no le pasara nada malo.
El segundo set fue a tie break. "Esto está para cualquiera", dijo un viejo sentado a mi lado. Lo odié.
6-5. Sacó mi papá, un saque de cuarentón mañoso, el contrincante devolvió una pelota larga que se rebotó contra la pared, Orly se agachó y devolvió un globo. El de enfrente pegó un smash rotundo que sacó la pelota de la cancha. Miré a mi mamá con pesar, dando el punto por perdido. Ví como los ojos de ella se agrandaban y giré. Mi papá había salido por la puerta y estaba dando la vuelta a toda velocidad. Desde afuera de la cancha tiró un globo que pasó muy cerca de uno de los reflectores. Volvió al cuadrado de vidrio para ver como su contrincante erraba un tiro fácil.
Ganaron.
Con la cara desfigurada del esfuerzo se arrancó las vendas y las tiró a la platea, un pedazo de piel se fue con ellas.
Los flashes los cegaron. Tenían cuarenta y dos años y eran los reyes del mundo. Corrió hacia nosotras y se desplomó en un abrazo en el que nos metimos las tres. Era nuestro Rocky Balboa.
Hay padres que van a la guerra, otros que salvan vidas en un quirófano o que cubren catástrofes mundiales, está Spinetta, algún premio nobel de familia numerosa. Esa noche yo somaticé un héroe y empecé a entender esa enfermedad como parte de una identidad que sería también una maldición, ser la hija del campeón de paddle.