Tiene micrófono y pantalla cinco veces a la semana, por la tarde y por la noche en Radio Rivadavia y América 24. Tiene la lengua larga y ya sabemos de sobra lo que vomita. Su lista de agraviados y agraviadas es infinita, aunque incluye una abrumadora mayoría de mujeres. Tiene la subjetividad de un enano fascista pero el poder de daño de Godzilla. Tiene el tupé de equiparar a sus vulgares insultos con el cáncer, como si la enfermedad hubiera vuelto a pintarse en las paredes de Buenos Aires y Evita todavía estuviera moribunda. Tiene un odio de clase que destila rancio gorilismo y repugna desde que empezó con El angel de la medianoche allá por 1997. Insultaba a los televidentes o los sacaba del aire si decían una frase que lo incomodaba. Hasta que un día lo levantaron a él, pero por bajo rating.

El problema es que sigue ahí, más de veinte años después y repotenciado. Sus ataques misóginos, discriminatorios, xenófobos, son un clásico de las cloacas mediáticas donde él nada como pocos entre la mierda. Tiene el poder que le da una audiencia canibal porque sin él no sería nada. Tiene cierta fortuna, pauta y línea directa con el ex presidente Mauricio Macri al que en octubre de 2018 definió como “un chorro de agua mineral”. Pero lo que no tiene es límites, ni valentía –de la que presume– como ya quedó demostrado cuando agravió la memoria de los desaparecidos, de Santiago Maldonado –lo trató de “delincuente” – y de Micaela García, la joven que fue víctima de un femicidio. Nadie estaba vivo para defenderse.

Al sujeto se le ocurrió comparar a la vicepresidenta Cristina Kirchner con el cáncer sin reparar que lo padece su propio hijo, como él mismo lo hizo público. Pidió disculpas pero su historia no lo absuelve. Mi viejo, Bernardino Veiga, periodista, relator de fútbol y boxeo, murió de esa enfermedad el 7 de julio de 1979 después de una larga convalecencia de cinco años. No existían los avances científicos que se desarrollaron después, que salvaron muchas vidas. Tampoco las familias asumían como un acto purificador la posibilidad de hablar de ese padecimiento. Recuerdo cuando se decía de alguien con un tumor que tenía “la papa”. No se mencionaba la palabra, era tabú y si se escribía en un paredón para atacar la memoria de Evita nadie le ponía la firma a esa expresión que todavía lacera: Viva el cáncer.

La dificultad no radica en el propalador del ultraje y sí en lo que representa. Construye sentido en una sola dirección, la más reaccionaria. El se atreve a poner en palabras lo que un núcleo duro de la sociedad con mirada medieval piensa en temas sensibles como las problemáticas de género, la diversidad sexual, las políticas inclusivas, los movimientos sociales que si tienen mujeres en su vanguardia le gusta llamarlas planeras. La culpa no es del chancho. La culpa no es únicamente de Angel Baby Etchecopar y sí del que lo contrata, le monta un estudio que usa como púlpito y le permite decir como le dijo a su audiencia cuando Bolsonaro ganó las elecciones: “La Argentina necesita un macho que la defienda”. Un macho que en su gobierno suma más de 51 mil muertos y un millón 100 mil contagiados por la pandemia. Así es como el macho ultraderechista defendió las vidas brasileñas.

[email protected]