¿Cómo sería yo si fuera del otro sexo? ¿Me enamoraría de mí mismo? ¿No sería más lindo si hubiera sido mujer? ¿Esa belleza que veo en algunxs otrxs, que atraviesa los sexos, tanto hombre como mujer, no define lo que debería considerarse lo bello? ¿Entonces, por fin, lo bello sería un concepto definible más allá de la posición hombre-mujer? ¿Y si la belleza dependiera del sexo?, ¿se podría ser lindo en un sexo y no en el otro? ¿Podrían llegar a decir que me ha perjudicado haber nacido hombre?

Hoy que estoy confinado a cuidarme en el espacio que tenía asignado en esta tierra me desafían que me mire siendo del otro sexo en una aplicación de celular que es furor y lo peor es que me quedó horas fascinado pensando en el tema de la imagen. Algo me toca: podría haber sido otro, otra en el azaroso juego de las posibilidades. Ahora viendo ambas imágenes de lo que soy y de lo que no hubiera podido ser me quedo pensando en la ideología de las tecnologías que sólo parecen estar ahí para llenar el vacío de mi tiempo con imágenes de lo que no podría ser.

Las preguntas que realizo se vuelven tan atrapantes como estúpidas, tan intrincadamente convocantes como vacuas. Esta son algunas dede las características de las tecnologías del divertimento. La cinematografía animada de la imagen y la pérdida del tiempo. Te podés pasar la vida jugando, horas y horas y, luego de muchos años, en la conclusión, el resultado: no te dejó nada más que pérdida de tiempo, una manera tuya ¡tan singular de maldecir! y esa irrefrenable sensación de vacío. (Quiénes no han sentido esa sensación de vacuidad no les ha llegado aún la hora).

Muchos autores ya lo han enfatizado, por ejemplo, Gilles Lipovestsky hace cuatro décadas llamó a este tiempo: “la era del vacío” (editorial Anagrama, 1983) ubicando muchas de sus características: el hiperindividualismo, el hipernarcisismo, el hiperhedonismo y agregamos para los países “emergentes” las hiperdevaluaciones, las hiperinflaciones, el hiperempobrecimiento. Y todo sostenido por la hiperconectividad de las tecnologías hiperideologizadas.

Escribo en el día del padre. Recuerdo a mi padre que durante toda su vida me ha hablado de ideología, retumba esta palabra, sostenía que la sociedad de estas décadas quería hundirla, quería no pensar acerca de la ideología que sostenía indefectiblemente no solo cuando hablaba sino cuando nos hacía callar para que sigamos jugando a sus múltiples y atrapantes juegos.

Las tecnologías piensan, saben lo que hacen, son centros hegemónicos de generación de pensamiento. Si Descartes sostenía hace cuatrocientos años: “Yo pienso”, el nuevo sujeto que podemos denominar como “Homo Selfie”, demuestra que la imagen se independiza, se ha independizado del ser, se trata de la ontología de la imagen con la que juega, por ejemplo, la aplicación que nos escanea el rostro, y nos vuelve más viejo y nos vuelve más joven, y nos transforman en personas del otro sexo. Un juego de imágenes, de laberintos donde debemos reencontrar algo de nuestro destino perdiéndonos en el divertimento fútil. Pero no es cuestión de maldecir la diversión, siempre los juegos han sido una manera de pasar el tiempo pero estos juegos juegan con imágenes que nos persiguen en pesadillas, matamos gente, nos convertimos en lo que no somos, las imágenes nos terminan persiguiendo y nosotros corriendo para no despertar aterrorizados ya sin tiempo.

Los ejemplos son tantos que no valen siquiera mencionarlos, las imágenes nos atacan, esas fotos que nos sacamos hace muchos años y que retornan vaya a saber por qué algoritmo malintencoinado de las redes sociales y no podemos más que vernos en otros momentos, yo no lo pedí, no fui en busca activa del baúl de mis recuerdos pero cuando aparecen las miro con atención: ¡cómo se nota el paso del tiempo! ¿Seré tan feliz como en aquella foto? Esas imágenes nos destinan una pronta melancolía, recordaremos nuestra vida en ellas, retornan en las múltiples redes sociales las imágenes de aquellos que ya no están, desparramadas por la nube del mundo, resoplan las imágenes de lo que ya no somos.

Múltiples tiranías de la imagen, para no ir tan al pasado, nuestra identidad virtual es quizás tan importante como nuestro documento de identidad, me presenta al mundo, me hace conocerte pero también se me presenta a mí como algo extraño. Freud lo ha llamado lo familiar y lo siniestro, llega a mí a través de múltiples pantallas y de múltiples discursos y también me persigue, no duerme de noche y se reúne con otras identidades virtuales a mis espaldas.

Y ahora esta nueva aplicación, cambiadora serial de sexo, me deja peleándome con mis dificultades psicológicas de no poder soportar que si no soy bello como mujer tampoco lo debo ser como hombre o acerca de la importancia de la belleza y de lo bello, esa sensación de vacuidad, la enorme curiosidad por lo que no podría haber sido.

Y luego de un rato largo, me angustio, ¿seré una persona vacua sin otro contenido que lo superficial, donde la importancia de mí mismo pasa por cómo ven los otros y otras? ¿Me preocupo por lo que no podría haber sido más que por luchar por las condiciones de producción y reproducción de la mala distribución de la riqueza? Y además de estas disquisiciones, me arrasa una culpa, la ideología de estas aplicaciones tira por la borda todas las luchas acerca del tema del género, más allá del sexo, de lo que se trata hoy en la humanidad es del género. Una lucha que ha cambiado el mundo dicotómico entre masculino y femenino resituándolo como campo transgénero y campo cisgénero. El campo cis es el de la mayoría que se identifica con la asignación de sexo al nacer, de su fenotipo, de su identificación problemática con los colores de su camiseta que han colgado desde su cunita; sin embargo, toda esa lucha va al desván de lo inservible en el furor de una aplicación que le importa poco la cuestión de género.

Tú eres XX, tú eres XY, macho o hembra, la asignación tiene sus humores, sus genitales, hormonas específicas, sostiena la aplicación. Pero no todo es biología, ya estábamos de acuerdo de la importancia de la cultura, la forma de comportarse y ser un buen hombre o una buena mujer varían según el tiempo, la etnia, la clase social, la lotería misma de lo que no se puede anticipar y el ser humano vibra toda su vida intentando saber qué le ha tocado en suerte o en desgracia. Pero para divertirse no importa todo eso.

Luego de la angustia, de la culpa, llega el turno del hastío. No quisiera hablar más de belleza, de ese ideal que nos persigue con paranoica insistencia y llena el tiempo de nuestras cabezas vacías, tampoco de las cuestiones acerca de la lucha de género donde el ser humano pelea contra las obligaciones de tener que elegir a qué baño público entrar, identificarse con el letrerito de la puerta, pelo largo y pollera o pantalón y pipa, identificar los mínimos rasgos de la diferencia que generan el lenguaje a partir de la exclusión del otro término, inevitable demarcación de la significación humana.

No me importa la vacuidad, ha nacido un nuevo tipo de narcisismo, no conocido en la antigüedad ni tampoco en la modernidad, un narcisismo que no es el de Narciso, ni es el narcisismo de Freud sino el narcisismo del Homo Selfie. Un narcisismo oscilante, un narcisismo que depende de la imagen ondulante, de los cambios inevitables e infinitos de la imagen. Nuestra identidad se fragiliza en esta imagen oscilante.

Antes de la pandemia, las aplicaciones habían propuesto jugar con las imágenes del paso del tiempo, nos ponían una máquina del tiempo para que nos divirtamos, volvernos un viejo antes de morir, o un adolescente antes de convertirnos en adulto, podíamos atravesar todo el diapasón de la vida en unos minutos, simplemente pasando un dedo por la afilada, pulida, translucida superficie de mi celular inteligente.

Hoy que estoy confinado a cuidarme en el espacio que tenía asignado en esta tierra me proponen que nos miremos siendo del otro sexo y que nos quedemos horas fascinados acerca de la estupidez, de la imagen que podría haber sido otra en el azaroso juego de las posibilidades de lo que no hubiera podido ser. Es el juego de las imágenes que juegan conmigo, que tratan de evitar que pienses en la ideología de las tecnologías que sólo parecen estar ahí para que podeamos enamorarnos de la estupidez que llena el tiempo del vacío.

Martín Smud es psicoanalista y escritor.