Aunque mayormente secreta, quienes conocen y estiman la obra de la afroestadounidense Rosie Lee Tompkins (1936-2006) aseguran que estar frente a una de sus piezas es un acontecimiento visual formidable, una experiencia de auténtico regocijo por su uso intuitivo y magistral del color, la forma y la escala. Su trabajo ha sido comparado tanto con la tradición de tejidos Kuba de África Central -donde se labura fibra tejida de hoja de palma en preciosos diseños geométricos-, como con pinturas de Klee y Mondrian. Tampoco faltan exégetas que echan mano de metáforas musicales para referirse a su obra, clamando “escuchar” en sus composiciones la sutil improvisación del jazz, la grandeza espiritual de Bach. Y eso que Rosie Lee Tompkins solo hacía edredones. Genia del quilting, como se conoce a esta forma de patchwork acolchada, ojos expertos y desprejuiciados han sabido poner en merecido valor su arte. Un arte que históricamente ha sido marginado por considerarse “apenas” una manualidad femenina, ignorada como tantas otras manifestaciones injustamente tildadas de “menores”.

Por estos días, su obra es celebrada por el Berkeley Art Museum, en California, que presenta Rosie Lee Tompkins: A Retrospective: la muestra en solitario más grande que se le ha dedicado. En pausa por la pandemia, reabrirá en breve, pero hasta entonces pueden visionarse más de 70 piezas a través de un tour gratuito, online. Un recorrido donde salta a la vista cómo, a lo largo de su carrera, Tompkins maniobró cuanto tipo de tela pueda venir a la imaginación: desde terciopelos hasta denim, desde pieles falsas hasta camisetas gastadas. Todo era materia fértil en sus manos: retazos estampados, bordados, lentejuelas, tapetes, bisutería; en fin, hechuras baratas, domésticas, con materiales de descarte.

En una de sus obras de mayor tamaño, de casi 5 metros de ancho, que suele leerse como “un crisol de la cultura norteamericana”, se distinguen paños de cocina, sacos de arpillera, trozos de la bandera estadounidense, motivos mexicanos, una imagen de Jesús. Otras creaciones, más abstractas, parecen “tableros de damas fallidos”, con sus pequeños cuadrados creando la ilusión de movimiento, como fractales ondulantes que reflejarían cuánto le gustaba improvisar. Al parecer, cortaba los retazos a ojo, sin medirlos, y gustaba combinar distintas texturas, tonalidades, tamaños. Un talento que ella entendía como un obsequio de Dios, siendo -como era- profundamente espiritual. De hecho, describía su proceso artístico como una especie de oración meditativa.

No se sabe mucho acerca de su vida: rara vez dio entrevistas o se dejó fotografiar. De hecho, Rosie Lee Tompkins es el seudónimo que adoptó, nacida Effie Mae Martin. La mayor de 15 hermanos, creció en un pueblito rural de Arkansas ayudando a su madre, recolectora de almodón. Sería mamá Martin quien, en reuniones con amigas haciendo quilting, pasase sus saberes a su hija: una tradición que Effie/Rosie recién retomaría en los 70s, instalada ya en California. Estudió enfermería, oficio que ejerció hasta lanzarse de lleno con sus acolchados y almohadones que vendía en mercadillos, cada vez más requeridos. Fue en una de esas ferias donde felizmente, a mediados de los 80s, conoció a Eli Leon, apasionado coleccionista de quilts afronorteamericanas. Leon enloqueció con la obra de Rosie Lee, y pronto le compró cuanta pieza tuviera a su alcance (llegó a tener 700 objetos hechos por ella).

Al poco tiempo, le propuso exhibir uno de sus trabajos en una muestra de tejedoras y bordadoras negras, Who’d a Thought It, de la que era curador. Al notar su reticencia, le propuso usar seudónimo. Nótese que aquella expo fue cubierta por grandes medios, pero no para la sección “Arte” sino para la de “Hogar”. A pesar de que Eli Leon remachaba que el quilting era una valiosa expresión estética donde confluía el movimiento de los derechos civiles, el feminismo, el multiculturalismo… Estaba convencido además de que la larga tradición en Estados Unidos tenía sus raíces en África: a su entender, habían sido las esclavas negras las que establecieron los estándares del quilting con sus mosaicos, sus diseños, sus motivos, proporcionando así modelos luego largamente replicados en el país.

A partir del siglo 18, se extiende la práctica entre mujeres de todas las razas y clases sociales con fines prácticos, y a menudo con resultados artísticos valiosos. Un modo de expresarse, sí, también de hacer la tarea de manera colectiva, ya que era habitual que muchas manos intervinieran en la confección de patchworks que, al final de la jornada, acababan contando una historia coral. Una artesanía de la que, con mucha sensibilidad, se hizo eco la película How to Make an American Quilt (“Amores que nunca se olvidan”, el impersonal título en Argentina), de 1995, donde una Winona Ryder a punto de casarse recibía como obsequio una quilt hecha con mimo por Ellen Burstyn, Anne Bancroft, Maya Angelou y gran elenco. Ningún recuadrito bordado era gratuito: todos y cada uno representaba las experiencias de amor y desamor de estas mujeres.

Por lo demás, vale recordar que, aún en sitios tan de vanguardia como la Bauhaus, las mujeres fueron destinadas a estudiar artes textiles, mientras que los varones se asignaron las artes consideradas por ellos “mayores”. Según algunos miembros de esa escuela, ellas no eran capaces de pensar en forma tridimensional, lo que las alejaba de la escultura, la arquitectura, el diseño industrial. Así y todo, en creaciones textiles descollaron innovadoras como Gunta Stölzl o Anni Albers. A su vez, muchos años más tarde, en el patchwork formularon una escritura de subversión las Arpilleras chilenas, quienes usando como tela base sacos de harina o de papas, cosieron con valentía relatos que denunciaban la cruenta dictadura de Pinochet.