"La Estrella Federal necesita un golpe de oscuridad. Metela unos días en una zona oscura pero aireada." La cordobesa que me vende la planta es grandota, tiene las manos llenas de tierra y los labios rojos. No usa barbijo, o lo usa pero lo tiene colgando debajo de la pera. Con el mío bien apretado apenas puedo pronunciar algunas palabras y articular una pregunta sobre la plantita que sostengo con las dos manos. Parece que pasé alguna prueba o salté la barrera del principiante, porque en vez de responderme con monosílabos dudosos la dueña del vivero me explicó con detalle. Nunca logré que me respondieran más que con sonidos guturales ante preguntas tan sencillas como: ¿cada cuánto la riego? y ahí nomás un mmmmmm extendido hasta que yo misma decía "¿Cada tres…. cuatro días?" y de nuevo, un débil simmmmm. Pero con la Estrella Federal y con esta vivera fue diferente, habrá sido el rojo candor de sus hojas o de su boca que abrió la exposición: no la riegues directamente, ponele un platito con agua y que ella tome. 

Me pareció hermosa la imagen, como si fuera un perrito, acoté mientras sostenía la estrella del mismo modo. El comentario no le gustó o tal vez pensó que me hice mucho la canchera y entonces continuó como si no me hubiera escuchado. Dejala en un lugar luminoso, pero si empieza a perder su color, este rojo -y señala una de las hojas suavemente casi acariciándola mientras sonríe, no a mi a la Estrella Federal- dale un golpe de oscuridad. Callada, contemplando ese amor, casi me siento la tercera en discordia. 

Agarro otra planta y me dice: no, llévate ésta, es preciosa. Y sí, es una Estrella Federal hermosa, con hojas gordas y tornasoladas que acuno en mi codo y le pago. La jardinera me sonríe intenso y no sé si es el amor a esta planta o el coqueteo botánico que me asiste por vez primera. Recuerdo la hermosa historia de amor de Nakamura, condenada a cuidar bonsáis llorones mientras el paraíso plantado en la puerta de su casa le susurraba su nombre secreto. Nakamura vivía en Vicente Lopez, cerca del río, sus padres tenían una tintorería pero su casa estaba llena de bonsáis que lloraban dolorosamente cuando Nakamura no los podaba. Pero Nakamura estaba enamorada del paraíso de la vereda, un árbol esbelto y cimbreante, una árbola, pienso ahora. Ella salía a la vereda a barrer mientras coqueteaba con la árbola repleta de pequeños frutos que reventaban al sol y caían en el escote de Nakamura que se acercaba con escoba en mano al tronco y un poco se refregaba en él. 

Así tal vez la hermosa jardinera prefiera las caricias silenciosas de unas hojas aterciopeladas y no mis insulsas manos humanas, aún cuando las lleno de tierra para plantar. La historia de Nakamura la cuenta Susana Muzio Sáenz Peña, una escritora cuyo libro de relatos, “La sonrisa secreta” apareció cuando tenía 91 años. Ese Sáenz Peña, el apellido ilustre, sí, el de la ley y el del presidente. Ella fue periodista de guerra, firmaba con seudónimo de varón, comía con José Ingenieros y Roberto Arlt cuando era una pequeña. El mismísimo autor de Los siete locos le dejaba ejercicios de escritura a la niña Susana que cuenta esta historia de amor botánico y sensual, una historia que quisiera contarle a la vivera si lograra en otra ocasión preguntarle por el cuidado de la cabellera de mi helecho que amarillea y no pronuncia mi nombre.