Francisco Madariaga, nacido en septiembre de 1927, se crió y pasó sus días hasta la adolescencia en el Departamento de Concepción, provincia de Corrientes, en medio de parajes bordeados por lagunas, esteros, palmeras y árboles silvestres, y de hombres de la tierra cuyas sangres y lenguas aborígenes aún no se habían neutralizado con las de los blancos de origen europeo. Sólo hacia los 15 años llegó a vivir en Buenos Aires para terminar estudios, pero sin dejar de volver asiduamente a sus lugares de la infancia.

La vida en la Capital en los tempranos cincuenta le permitió vincularse con artistas y escritores todavía inmersos en el Surrealismo, conocer y frecuentar a poetas, plásticos, músicos y artistas nacionales y extranjeros, y compartir largas y provechosas reuniones con Oliverio Girondo, Edgar Bayley, Olga Orozco, Juan Antonio Vasco, Xul Solar, Enrique Molina, María Meleck Vivanco, Carlos Latorre, Juan Filloy, Romulo Macchió, Rodolfo Alonso, Aldo Pellegrini, Alfredo Martinez Howard, Miguel Angel Asturias, Ramón Gomez de La Serna, Marcel Marçeau (de paso por Buenos Aires).

En 1954, apareció su primer libro de poesía, El pequeño patíbulo, y luego, entre los más importantes poemarios, Las jaulas del sol (1959), El asaltante veraniego (1968), Tembladerales de oro (1973), Llegada de un jaguar a la tranquera (1980), Resplandor de mis bárbaras (1985), El tren casi fluvial (obra reunida, 1988), País garza real (1997), Aroma de apariciones (1998), Criollo del universo (1998), Solo contra dios no hay veneno (1998). Fue traducido a varias lenguas (inglés, francés, alemán, italiano, portugués, sueco) y publicado en importantes antologías latinoamericanas y europeas, entre otras: Poesía Argentina (Instituto Torcuato Di Tella, 1963), Poesía Nueva Latinoamericana (Perú, 1981), Antología de la Poesía Hispanoamericana (México, 1985), Antología viva de la poesía latinoamericana (España, 1966), Poeti Ispanoamericani Contemporanei (Italia, 1970), Moderne Argentiniche lyric (Alemania, 1975).

Colaboró en prestigiosas revistas y diarios de la Capital, del interior del país y del exterior, en revistas internacionales como Cuadernos Hispanoamericanos, de Madrid, Eco, de Bogotá, Zona Franca, de Caracas, Periódico de Poesía, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y en los diarios El Universal y El Nacional, de Caracas, El Espectador, de Bogotá, Presencia, de La Paz. Obtuvo importantes distinciones, entre ellas el Tercer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, por su libro Aroma de apariciones, el Gran Premio de Honor 2000, de la Fundación Argentina para la Poesía y, póstumamente, el Premio Nacional de Poesía en 2005, por la obra correspondiente al período 1997-1999. Había fallecido, después de una enfermedad de dos años, en la ciudad de Buenos Aires el 24 de septiembre de 2000.

Uno de sus libros clave, Llegada de un jaguar a la tranquera y otros poemas, fue presentado el 6 de agosto de 1980 en el Teatro Planeta, de la calle Suipacha, en un acto en el que Teresa Parodi cantó textos que ella misma había musicalizado bajo el título “Cantata en Homenaje a Corrientes”, y el propio Madariaga escribió en La Opinión palabras alusivas: “País de tierras hechizadas y estampadas de su propia belleza dramática, de acuarelada majestad salvaje, morenas-anaranjadas o rojas-rubias como los colores de los lechos de las antiguas hadas contrabandistas que habitaron --seguro-- aquellos cuadros vivos acuáticos como jardines colgantes y llanuras horizontales a la vez. Tierras que por estas hadas quedaron orgullosas y melancólicas en medio del palmerío sacral y sensual, penetrante o retrogradante de las aguas. Tierras depositarias de esas antiguas hadas que se peinaron del lado del amor”. Y de “Llegada...” explica: “Acá el joven jaguar-jinete de neta estirpe correntina confraterniza con el fantasma feroz, errante y mudo de un ex guerrero gaucho que era guardián irrenunciable de esa rinconada salvaje del País Correntino, excesivamente bella y trágica. Beben a lo gaucho miel y estero y se preparan para ser los representantes del amor de Corrientes el día del Juicio Final, que será en ese escenario, al final de los tiempos...”.

Ahí se ve en plenitud Madariaga (por algo afirma que después de este libro queda vacío); inventor de un lenguaje para una nueva visión de una antigua realidad; nada paisajista ni foklórico, nada pintoresquista, sino buscando y buceando siempre en la profundidad, en las raíces. Todo esto lo lleva a afirmar, en un reportaje que le hace otro entrañable poeta fallecido joven, Daniel Chirom, ante la pregunta “¿Usted se considera un poeta correntino?”: “El concepto de poeta aldeano o campesino es una desvalorización de la idea del poeta impulsivo o no teórico. Por otro lado, los paisajistas son naturalistas, su concepción es realista. El paisaje no se describe, se es o no. Además, detesto la idea de poeta nacional, porque deviene de una idea de Estado, de comunidad política y administrativa. No proviene de una relación con un país natal ni con el planeta”.

Es que como todo gran poeta, como todo ser que persigue lo esencial, el paisaje, las raíces, los orígenes, son algo que lleva en el interior, como si fuese una naturaleza. Esa mezcla de pueblos, de culturas y de lenguas en medio de las cuales se ha criado, es la sustancia misma de la que está hecho. Es el sitio del que ha salido y al que siempre va a querer volver.

Dice por ello en otro lugar: “Siendo muy pequeño descendí de un tren marrón, antiguo, casi fluvial, entre las arenas de una estación de vaquerías y puñales, troperos y criaturales hambrientos, vendedores de tortas de maíz o de almidón de mandioca y naranjas. De caudillos y sus gentes, con ponchos y pañuelos llameantes: celestes los liberales, de valiente pero sereno trato, muy cantores de su antiguo y épico partido. Colorados, los autonomistas, endemoniados, fantásticos, bravíos, venidos de los esteros. Verdes, los radicales, defensores del voto libre y de los desamparados... Se paseaban por el costado de los trenes en las estaciones. Acompañando, o no, a sus legítimos Jefes Naturales, moderadores de sus instintos bélicos, cuando estaban un poco bandeados por la caña. Jefes de cuyas imágenes, terribles y delicadas, no he podido olvidarme nunca. /.../ En todo esto que he vivido, únicos escritorios han sido: viejas balsas, canoas, vapores fluviales, trenes casi silvestres, monturas sobre caballos, viejas fondas amarillas”.

Son las ideas e impresiones máximas que atraviesan su vida y su obra, las de una poesía “planetaria”, con suelo y vuelo, con viaje, desplazamiento, andanza. Y añoranza.

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.