La economía argentina sufrió un furibundo retroceso en los cuatro años de macrismo. Al colosal endeudamiento externo se suman el despliegue del poder financiero a expensas del sector productivo, la destrucción del incipiente complejo industrial, científico y tecnológico, la merma de los atributos reguladores del Estado, la consolidación de los grandes monopolios privados en el control de los servicios esenciales y el crecimiento de grandes conglomerados nacionales, con mucho más dependencia de sus lazos con el capital trasnacional que con el mercado interno y la producción nacional. A todo esto, hay que agregar la detención generalizada de la economía a expensas de la pandemia.

Semejante marco de condiciones no se resuelve en el corto plazo, y si hay algo que no podemos permitirnos desde el campo popular es facilitar el retorno al gobierno de ese modelo económico depredador. El neoliberalismo no debe volver; su modelo de saqueo desenfrenado debe mantenerse lejos de la conducción del Estado (lo que no quiere decir que esté lejos de influir sobre el Estado).

Y está visto que en medio de un ambiente cultural-político a nivel mundial, regional y nacional que tiende a derechizar hasta el extremo los hábitos, las conductas y los valores, debe importarnos el futuro comportamiento electoral de nuestra sociedad. Entre otras razones, también en función de ello no se puede agudizar la grieta.

Es desde esta mirada, y no desde la complacencia, que puedo explicarme determinadas señales de unidad emitidas por el presidente Alberto Fernández. Que no van sólo en la dirección de ganar la adhesión o la confianza de los grupos económicos que ha convocado, sino fundamentalmente a desarmar de prevenciones a un sector de la sociedad cuyos intereses concretos no están comprometidos con el saqueo ni con los paraísos fiscales, pero que culturalmente ha sido seducido por el mensaje del odio.

Es desde ese lugar que interpreto el reiterado mensaje: “vine a terminar con los odiadores seriales”. No tanto con la esperanza de que los eternos profetas del odio dejen de serlo, sino para remover el odio enquistado en capas sociales de las que no podemos dejar de ocuparnos si pretendemos mantener la conducción del Estado.

En medio de esta combinación entre la natural necesidad política de obtener consenso –que es determinante porque de lo contrario nos debatiríamos entre el neoliberalismo y el extremismo de Steve Bannon- y la necesidad económica de reconstruir una alta burguesía empresaria nacional, surge un importante artículo de Alfredo Zaiat , que redobla su trascendencia desde el momento en que su lectura es recomendada por Cristina .

No se trata de un planteo ideológico, sino lógico. ¿Se puede comprometer con el desarrollo nacional un conglomerado cuya expansión está mucho más ligada a las finanzas globales que al mercado interno y la producción local? ¿La lectura para relacionarnos con el mundo se agota en la institucionalidad macroeconómica propia de la unipolaridad que conocemos, o se está construyendo una nueva institucionalidad como resultado de una nueva realidad geopolítica? La construcción vinculada con nuevas políticas de hábitat, la riqueza que atesora nuestro litoral marítimo, las cadenas de valor más cortas atadas a la producción y el desarrollo local, la explotación soberana del litio, la recuperación de nuestro potente sistema científico y tecnológico, ¿son o no fuentes de relanzamiento económico, de la mano de una diversidad mucho más democrática de sujetos económicos y sociales?

Zaiat plantea un tema que, más allá de que yo coincido con él, dispara un debate mucho más elevado sobre la agenda pública de la Argentina. Lo saca del chiquero al que lo tironea el periodismo de guerra, cierta dirigencia política desquiciada y un puñado de manifestantes anti-cuarentena con consignas extremas. Quitar centralidad a ese tono y contenido del debate y llevarlo hacia un espacio absolutamente marginal es otra tarea crucial que debemos darnos desde el campo popular. Para pasar a ocuparnos de una agenda mucho más seria y propositiva.