En el programa Encuentro en el Estudio, cuando fue invitado Rodolfo Mederos en julio de 2013, el bandoneonista entró en los míticos estudios ION y se fundió en un abrazo con un hombre flaco, canoso, de anteojos cuadrados.

–Son de los amigos que me dio la música –dijo a cámara el hombre flaco, tímidamente.

Luego Mederos se cruzó de brazos y reflexionó: “La gente cree que el músico hace sus cosas solo. En realidad, uno necesita de todos. Y el ‘Portu’, como sonidista, es lo más grande que hay.”

La escena es parte del ciclo que se emitió por Canal Encuentro, una serie de entrevistas conducidas por Lalo Mir desde 2009. Allí un modesto anfitrión, Jorge “Portugués” Da Silva, flaco, canoso y de anteojos cuadrados, un hombre que pocos habían visto, se convirtió rápidamente en epifanía.

“No soy ingeniero de sonido”, aclara de entrada el Portu, mientras se acomoda en un sillón del estudio MTT en un día como cualquier otro de su rutina laboral. En ese búnker, donde reina el silencio entre paredes acustizadas, trabaja junto a Osvel Costa, su socio inseparable. Encontrar a Da Silva es una labor titánica: no tiene horario fijo ni descansa los fines de semana. Ni su mujer lo puede hallar disponible en el celular.

“Sonidista puede ser, pero no tengo título”, dice, y ríe espasmódicamente. Luego se encorva y lanza una mirada serena, la misma que causó empatía en el televidente: una especie de alma máter del centenar de músicos que pasaron en las siete temporadas del programa –de Pedro Aznar a La Nueva Luna, del Chango Spasiuk a Lisandro Aristimuño–. “Ya no estoy más en el programa porque ahora se hace en vivo y se llama Encuentro en la Cúpula. Parece que ya no encajo en los formatos nuevos”, agrega, y la carcajada vuelve a brotar como de un niño nervioso y tímido. 

“¿Se conocen”?, era la pregunta típica de Lalo Mir apenas un invitado se lo encontraba en las consolas. Y entonces surgía una camaradería que culminaba en confesiones como la de Jaime Torres: “Portu, grabé todo con vos. Pero nos queda hacer un disco en vivo. No nos apuremos, total tenemos tiempo de sobra, ¿no?”.

Nacido en Comodoro Rivadavia, Da Silva tocaba el saxo en los cabarets cuando a los 25 años viajó a Buenos Aires para trabajar como músico de la compañía Music Hall. Una noche, mientras conducía un Fiat 600, lo chocaron y le fracturaron nueve costillas. La carrera artística se interrumpió abruptamente. Fue entonces cuando José Carli, el arreglador del sello, descubrió que tenía un oído prodigioso para manejar las consolas. Era fines de los 60.

¿Fue decisión o casualidad dedicarte a las máquinas de sonido?

–Mi primer contacto con las cintas fue en el depósito de Music Hall. Con un grabador bicanal deseché las que no servían y dejé las buenas. Una tarde Carli me dijo que el ingeniero de sonido estaba enfermo. Y no supe dónde esconderme.

“Véngase que voy a estar detrás suyo, diciéndole que botones apretar”, le dijo. Cuando entró al estudio, Da Silva casi se desmaya: Alberto Castillo aguardaba con su orquesta. Grabaron “Talán Talán” y “Moneda de Cobre”.

Y no paró de grabar nunca más…

   –No pude tocar más el saxo porque en el accidente también perdí un pulmón, pero todo se dio con espontaneidad. Cuando empezamos a grabar tuvimos una escuela interesante, pasábamos del tango al rock, del folklore al jazz. Grabar a Leopoldo Federico fue cumplir el sueño del pibe. El chamamé también se vendía mucho. ¡Los Hermanos Cena me dedicaron un tema que se llamó El Gaucho Da Silva!

Alabando su calidez humana, Lalo Mir dijo que el sonidista era la persona más abrazada de la televisión argentina. “Es un exagerado. Pasaron animales como Iván Lins, alguien increíblemente humilde. De ellos se aprende la franqueza”, retruca Da Silva, quien suele encontrarse con músicos que lo frenan en la calle. “Son tantos los que grabé que ni me acuerdo sus caras”, se avergüenza.

¿Cómo vive el hecho de ser parte de los proyectos de otros?

–Es una gran responsabilidad. Tenés que amar este trabajo, y si no te involucrás, es preferible no hacerlo. Una vez el flaco Spinetta me dijo “vos nos sacás las piedras del camino”. Él era increíble. Cuando grabamos La la la, Spinetta estaba serio, probando la voz. Entonces entramos con Fito Páez con un matafuego y el Flaco gritó como loco. Hicimos un ruido demencial que luego quedó en el disco. En su estudio, el Flaco te atendía en pijamas, tenía las facturas y el mate preparado a las 9 de la mañana. ¿Quién hace eso?

¿Y por qué cree que lo eligen?

–Los artistas me tienen confianza, están locos –y vuelve la risa, cada vez más estruendosa–. Siento lo que hago como si me reuniera con amigos. Los sonidistas somos buscadores de defectos, pero con buena onda y un compromiso total, porque el disco queda para toda la vida. 

La música y la vida

A los 82 años, mientras los colegas piensan en la jubilación, el Portugués se siente enteramente vital. “Mi última gran experiencia fue grabar a Mederos en el Centro Cultural Kirchner, tocó con una orquesta típica. Me emocioné. Los músicos no me dejan perder el entusiasmo.”

Dice que lo que más disfruta es el tango. Viajó a Canadá, a Estados Unidos y a Hong Kong. En el país oriental vivió un extraño episodio. “El productor de Ute Lemper nos contrató para un show, vivimos como turistas a la orilla de un río. Y fue una decepción, por una cuestión burocrática no nos permitieron grabar. Pero no importa, conocimos un país maravilloso.”

¿Cómo hace para seguir estando tan activo?

–Me nutro de jóvenes. Hace poco conocí a Ignacio Montoya Carlotto, es divino lo que hace, una persona encantadora. Ellos me enseñan a mí. 

Hace una pausa para arreglar el horario de un ensayo y después arroja sobre la mesa un arsenal de nombres actuales: las orquestas Juan Darienzo y La Pichuco y cantantes como Ariel Ardit y Leonardo Pastore, entre otros. “Es hermoso cuando se juntan los arreglos originales con el toque de las últimas camadas. Ahora estoy con el trío Víctor Lavallén, Horacio Cabarcos y Pablo Estigarrabia. Es una aplanadora.”

A Da Silva se le confunden fechas, apellidos, acontecimientos. Antes de radicarse en Buenos Aires, dice que vivió unos años en Tucumán, y de allí le quedó grabada a fuego una imagen. “Una noche toqué en un cabaret llamado Baby Doll. Había un niño de pantalón corto que deslumbraba con un bombo gigantesco. La familia luego nos invitó a comer empanadas en su casa. ¿Sabés quien era? Rubén Lobo, que después sería el baterista de Mercedes Sosa. Una locura. La música popular late de otra manera en las provincias. Con Mercedes grabé. Una vez grabó ocho temas en cinco horas, no hubo que tocar nada, impecable. Me retó porque no conocía a Amália Rodrigues. ‘A usted no le da vergüenza, usted es portugués.’ Y me regaló un disco aunque le dije que no era extranjero.”

Alguna vez León Gieco le propuso grabar sus miles de anécdotas y luego contratar un escritor para sacar un libro. Se negó. “Los protagonistas son los músicos. Lo mío es acompañarlos por un rato, darles alivio. Aparte, hay muchas cosas que no se pueden contar”, dice. 

Capturar un sentimiento

Para Da Silva, en la grabación no hay trucos. Recuerda cuando Peteco se quedaba a dormir en ION con su hijo en el moisés, obsesionado con encontrar el equilibrio sonoro para su disco. “El trabajo en la consola es capturar un sentimiento. Hay personas que se deprimen, necesitan varios días porque no es fácil adaptarse a grabar todo por separado”.

Hoy la carrera de ingeniero de sonido se estudia. ¿Cómo aprendió usted?

  –Nuestros maestros fueron los músicos, enseñaban dónde estaba la riqueza de cada instrumento, donde había que poner un micrófono. “Pepe” Carli me ponía a escuchar una orquesta sinfónica y me ayudaba a individualizar las partes, ahí están todos los timbres.

¿La escucha es intuitiva o se educa?

  –La conexión musical es perceptiva pero podés educarla. Si tocás algún instrumento, mejor. Tengo oído armónico, aprendí a leer partituras y eso es una ventaja. Pero conozco a los que tienen oído absoluto, ¡es horrible! Sufren buscando errores todo el tiempo. Y la música es para disfrutarla.

   De chico, en la Patagonia, quería ser piloto de avión como sus hermanos. Uno de ellos tocaba el bandoneón. “Es el instrumento más difícil de grabar, micrófonos por todos lados y se mueve constantemente”, dice ahora, en tono de queja. Con los años jugó al básquet hasta que el padre le regaló un saxo y dejó el secundario para tocar temas de Bill Haley con el grupo local Los Cometas. Luego trabajó como operador grabando radioteatros en LU4 Patagonia. Fue su primer contacto con una consola y descubrió la vocación por detectar futuras promesas entre las voces teatrales. 

Sin embargo, como cazador de talentos, el Portu reconoce haber “pifiado bastante”. Cierta vez le grabó a dos pibes de pelo largo. Otra, a un flaco con un pañuelo. Pero no fueron seleccionados. Al poco tiempo, se enteró que los dos pibes eran Nito Mestre y Charly García y, el del pañuelo, Leonardo Favio. “Fue decisión del director artístico, pero lo sentí como un fracaso”, dice mientras se acomoda los anteojos, con un dejo de melancolía.

¿Es cierto que cuando grabaron Piano Bar Charly García se enojó con usted?

   –Sí. Y encima antes el productor de EMI le había prohibido entrar a Fito Páez al estudio porque era menor de edad. Venía difícil la cosa...

   Era 1984. Da Silva había perdido la paciencia: Charly García no daba señales de vida. Para gambetear la espera, el sonidista se puso a grabar unos toques de batería y guitarra con Quebracho, un histórico plomo del rock-star. García finalmente llegó, se puso los auriculares y estalló en un ataque de ira. “¡Dije que quería todo sin ecualizar, qué es esta mierda!”, gritó. Da Silva confesó el hecho, pero Charly se enfureció aún más: lo corrió por todo el estudio. “Decí que intercedió Joe Blaney, que después lo mezcló en Nueva York. Era el mejor del mundo y nos tiraba una onda increíble”.

De los 60 para acá, fue testigo de muchos cambios en la concepción del sonido. 

   –Antes había más adrenalina y concentración: grabábamos directo y había pocas posibilidades de retocar. Los músicos ensayaban todo el tiempo, había más afinidad. Eso se perdió bastante.

Pero los músicos siguen necesitando el disco…

  –Hoy se tienen que bancar solos, sin una compañia detrás. Por eso hay que acotar el tiempo, para minimizarles los gastos. Por decir un promedio, antes una compañía usaba 300 horas para un disco, una vez recuerdo haber grabado 800 horas a Jaime Roos. Hoy, es un promedio de entre 50 y 80.

Grabó a casi todo el mundo de la música popular, entre el tango, el folklore, el rock y el blues, pero alguna vez lamentó no haber trabajado con Astor Piazzolla. ¿Qué otras cosas quedaron pendientes?

  –Me quedó pendiente grabar más en vivo. A principios de los 80 acompañé a Pastoral. Pero falleció Alejandro (De Michele) y el dúo se rompió. Es algo que me sigue doliendo. 

¿Y escucha música en su casa?

   –¡No hay nada más lindo que elegir un disco de Bill Evans, Gal Costa, el Polaco Goyeneche! Ah, y me encanta el rock pesado.

Parado frente a una consola, con las manos en jarra, Da Silva se asume fanático de Metallica. Y cuenta lo que siente al escuchar sus discos. “La presión sonora, cómo vibran los parlantes. Es algo único”, y se despide en voz baja, saludando con los brazos largos y el gesto retraído, como si acabara de ventilar una pasión secreta.