Desde Río de Janeiro.El martes 21 de julio el ultraderechista Jair Bolsonaro (foto) hizo el tercer test para saber si seguía infectado por el covid-19. El miércoles 22 vino el resultado: positivo. El jueves 23 Bolsonaro apareció en moto, paseando por los jardines del Palacio da Alvorada, la residencia presidencial. No usaba mascarilla. Paró para conversar con jardineros y personal de limpieza. Ninguno usaba mascarilla.

De los cientos de ejemplos de irresponsabilidad más allá de lo aceptable (aun tratándose de un personaje evidentemente desequilibrado como el presidente brasileño) ese quizá haya sido el más evidente: infectado por 16 días, siguió amenazando la salud ajena.

Ayer sábado dijo que un nuevo test había dado negativo. Y salió a desfilar en moto por Brasilia, sin mascarilla, claro.

Aislado en la residencia presidencial, Bolsonaro sigue loando de manera patética el uso de cloroquina como medicina infalible contra el coronavirus. Ya no se trata de recordar que médicos y científicos de todo el mundo, Brasil inclusive, no solo desmienten esa versión sino que denuncian de manera reiterada los altos riesgos de su uso, por los efectos colaterales.

Más allá de sus muestras de vergonzosa ignorancia, de estupidez primaria, la obsesión de Bolsonaro abre espacio para que se examine sus tendencia a la agresividad sin límites, casi homicida. Su desprecio rabioso por las medidas de aislamiento social como único mecanismo de eficacia comprobada – y aun así, eficacia apenas parcial – refuerza esa imagen.

Hay otro aspecto grotesco en todo esto: Brasil dispone, hoy por hoy, de poco más de cuatro millones de píldoras de cloroquina. Mitad, donación de su ídolo Donald Trump al darse cuenta de que el medicamento no sirve. La otra mitad, producida casi toda por los laboratorios farmacéuticos del Ejército brasileño, cómplice de esa locura.

Provincias que recibieron la cloroquina la devolvieron al gobierno. Los depósitos del Ejército ahora están abarrotados de píldoras inútiles.

Si sobran píldoras que además de no servir para nada amenazan seriamente quienes hacen uso de ella sin control médico riguroso, faltan por todos los hospitales públicos de Brasil insumos básicos, empezando por anestésicos y sedativos. Desde mayo el ministerio de Salud, encabezado por un general sin norte que esparció uniformados por los puestos clave, viene siendo enfáticamente advertido de eso. Y no se inmutó por un largo mes más. ¿No sería otro crimen de responsabilidad?

De los miles de millones de reales que Bolsonaro, mentiroso compulsivo, alardea haber distribuido a estados y municipios para darle combate al virus, el total efectivamente destinado no llega a 30 al por ciento.

Otros miles de millones ofrecidos para crédito de emergencia a pequeñas y medianas empresas fueron a parar a las arcas de la banca privada, que optó por atesorar el dinero, negándose a conceder préstamos a quienes agonizan ahogados en deudas.

No hay coordinación nacional con estados y municipios. La omisión del ministerio de Salud coagulado de militares reedita escándalos diarios, y no hay salida a la vista: hoy por hoy, un juicio político en el Congreso buscando catapultar al desorbitado ultraderechista del sillón presidencial parece inviable, pese a los 49 pedidos de apertura que reposan en el cajón de Rodrigo Maia, el derechista presidente de la Cámara.

No es que falten razones legales, al contrario. Es que Bolsonaro optó por literalmente comprar sus antiguos pares, o sea, los diputados de carrera oscura e insignificante ávidos por puestos y presupuestos para distribuir entre apaniguados. Con eso, se blindó. Se trata de la “vieja política” que él prometió ignorar y dar combate en su campaña del 2018, y que ahora abraza con pasión desmesurada.

Al fin y al cabo, se trata de una conmovedora vuelta al nicho más despreciable de la política de mi país, de dónde se originó el esperpento que a cada hora de cada día se hunde más y más en el lodo de donde, en verdad, nunca emergió.

Fuera del Congreso que insiste en no actuar, existe otra fuente de presión permanente sobre Bolsonaro, sus hijos que actúan en política, legisladores incondicionales, empresarios y comunicadores de intensa actividad en las redes sociales.

Y esa presión avanza: se investiga, entre otros puntos, financiación ilegal en la campaña electoral de 2018. También, el montaje durante la presidencia de Bolsonaro de un esquema – vasto y caro – de difusión de noticias falsas en las redes sociales, incluyendo ofensas a adversarios e incitaciones a iniciativas antidemocráticas, como las que piden intervención militar, prisión de opositores y cierre tanto del Supremo Tribunal Federal como del Congreso.

Algo es algo, desde luego. Pero frente a la amenaza reiterada no solo a la democracia, pero a la vida de millones de brasileños, se requiere una acción más rápida. ¿Cuál? Nadie sabe.

Y mientras, la tragedia se expande, y el descerebrado rabioso usa cloroquina tres veces al día. En vano.