La historia comienza como enseña Maurice Blanchot, con un desastre, el 6 de agosto de 2013, cuando caen súbitamente dos torres de edificios de 20 pisos en el centro de Rosario (Salta 2141), a causa de un brutal escape de gas que produce una explosión de la magnitud de un acto de guerra; se sacude toda la ciudad y pueblos aledaños, mueren veintidós personas, quedan 62 heridos graves y enormes daños materiales, aunque el saldo de dolor, en estos casos, es una onda expansiva sin fin.

Esto no es una crónica, es ficción, no nos referiremos a la catástrofe colectiva ni a sus causas legales ni a su impunidad, ya que sólo fue condenado el gasista particular. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Nosotros nos referiremos a una catástrofe íntima, la de unos vecinos (una pareja, de una mujer y un hombre), que tenían un comercio enfrente de las torres, y que a raíz del estallido, causó la muerte de él y la viudez de ella. Una pareja de muchos años de convivencia.

La mujer, supongamos, se llama Esenia, sobreviviente (en estas tragedias el significante no conserva toda su productividad), tuvo que reconstruir su vida desde los escombros: trabajo, vínculos, sentido. Al poco tiempo, entre algunos de los lugares más comunes donde buscar consuelo, fue a un templo umbanda en el barrio Ludueña y allí, conoció a “Ari” (a veces Ariel, a veces Ariana), un bello travesti de 22 años, que por su belleza, juventud e histrionismo (en especial la danza), cumplía el rol de médium en los rituales y rápidamente la sedujo, la enamoró y a más de quitarle su pena, la convirtió a Esenia a una nueva forma de deseo, de amor, de fe y de religión.

La felicidad de la nueva pareja resultó tan bien (como embroma Woody Allen en Bananas, respecto al Vaticano), que al poco tiempo, Esenia y Ari pudieron poner su propia sucursal umbanda en Pichincha, en una casona tradicional del Bulevar Oroño (el más distinguido de la ciudad) y justo enfrente de la parrilla “Chinchurrín”, que es la favorita de los miembros (superiores e inferiores), del poder judicial rosarino, que dicho sea de paso, no se esforzó mucho a la hora de fallar la sentencia del estrago de calle Salta.

Hay que ver la felicidad de Esenia, esta mujer madura (alguien usaría el horrible sintagma “tercera edad”), después de esa catástrofe vivida con una pena sincera y trágica, ahora abrazada a ese efebo extraño que movía la pelvis como Salomé, tan bello e irresistible los días que era niña, como los que era niño.

Hasta conocer a Esenia, Ariel soñaba con operarse y ser definitivamente transexual, de modo que su representación de Lemanjá (la Virgen de los navegantes), fuera literal y estricta, pero este nuevo amor le resignificó su multiplicidad y prefirió quedarse con sus dos sexos, y ser tres, con ella, o cuatro, porque Esenia también aprendió a ser varón y podía convertirse en una Orixá de la virilidad. Una hermandad de técnicas, dispositivos, rituales, y sobre todo, una actitud tántrica, morosa y juguetona para que todos puedan llegar a ser “hermanos amor”.

 

Hace unos días, en medio de la pandemia, el templo de Pichincha fue clausurado por la autoridad sanitaria. Alguien hizo un chiste, de moda por estos días, de confundir el verbo “sanitizar” con “satanizar”, pero el acta policial decía: falta de mascarillas, multitud de personas y poca distancia social. El umbanda es una religión que sintetiza aspectos del cristianismo, del budismo y del hinduísmo, básicamente el amor, tanto el ágape (el sacrificio) como el eros (el placer). 

Esenia pensó que ya había puesto toda su cuota de ágape el 6 de agosto de 2013 y Ari, como verdadera lemanjá, le enseñó a cruzar el río que va del tánatos al eros. Y eso, hasta los virus lo saben.