Cuando Taylor Swift soñaba con ser una cantante exitosa, solía mirar repetidos los documentales sobre el detrás de escena de la música, tratando de detectar los errores, las malas decisiones, las circunstancias que pueden arruinar una carrera. Una vez en la cima, mientras se esforzaba por ser una estrella merecedora y respetada, entendió que no hay buenas intenciones, cálculo de acción ni indulgencias que basten para evitar problemas y mantener la narrativa controlada. Ahora, después de una década de influencia continua, cuando se suele decir “Taylor Swift es la industria”, ella parece por fin poder relajarse. El octavo disco, Folklore, lanzado de sorpresa hace unos días, no solo es su primer álbum total de ritmos suaves, también es su mejor colección de canciones hasta ahora: sus melodías más sensuales e inquietantes, la escritura más interesante, estribillos para la eternidad; tan solo una muestra del prado que tiene por recorrer cuando decida trabajar sin la presión de estar Allá Arriba.

Menos de un año pasó desde la más reciente transformación, con Lover, el último disco antes de cumplir los 30, el que acompañó su entrada en la conversación política: la primera vez que apoyó nombres y causas concretas –65 mil personas se registraron para votar después de un solo de sus posts–, lo que antes esquivaba por falta de experiencia, porque eran otros tiempos, y por seguir la tradición del country, su música de origen. Lover también cumple el papel de ser lo nuevo después de arrase, el momento posterior a Reputation (2017 ), su disco enojado de hits metálicos donde rompe con su imagen pública, resultado del peor momento de sus estadísticas, cuando en una jugada muy traicionera, Kanye West le hizo revivir el trauma de 2009 –la interrupción de su biografía mientras agradecía su primer Premio MTV–, esta vez con ayuda de Kim Kardashian, que la llamó serpiente. Taylor tomó la imagen y en sus nuevas visuales apareció la serpiente que se traga a sí misma, símbolo de renovación. En el mundo magenta y cyan de Lover, la serpiente se transforma en múltiples mariposas. 

Todo parece lejano y ficticio con la llegada de Folklore, elaborado totalmente desde la pandemia, a distancia con los brillantes Aaron Dessner de The National y Jack Antonoff (Lana Del Rey, Lorde), que sin conocerse hicieron un complemento exquisito –y tal vez sea aquí donde más jugó la visión de Taylor esta vez, lo que es auspiciante para el devenir del pop–. Son canciones nacidas al piano, vestidas con los instrumentos típicos del folk, también con secciones de vientos, dirigidas con criterio electrónico: atmosféricas y llenas de reverb, ecos fantasmales, efectos viajeros. Nunca Taylor se puso más al servicio de contar historias, se diferenció tanto de ser Taylor Swift y lo que significa ser Taylor Swift, para dar lugar a un instinto periodístico y voyeur, y a un sonido que evoca sirenas olvidadas en las FMs de los '90 y hadas dreampop de los 2010. Aunque su influencia más importante hoy por hoy es notoriamente Lana Del Rey –la reconoció en diciembre pasado al aceptar el premio de Billboard a la mujer de la década–; no solo el cantar ceniciento, los puentes dramáticos, también la observación más íntima y cotidiana. Taylor, claro, es famosa por sus canciones de ruptura con novios famosos; se lo consideraba parte de su honestidad, aunque también era limitante. Ahora Folklore trasciende el relato Taylor Swift: hace florecer a una compositora más grande. Y como hace tiempo dejó de postear su día a día, todo lo que canta en este disco tiene otra plasticidad: suena a realidad, a literatura, a sueños, menos al diario íntimo de la superestrella.

“Cuando sos joven se creen que no sabés nada”, dice en “Cardigan”, la primera de una trilogía de amor adolescente. En “The Last Great American Dinasty” hace impresionismo –y espejo- con la historia de extravagancia y difamación de Rebekah Harkness, antigua dueña de su mansión en Rhode Island, donde Taylor solía organizar sus fiestas del 4 de julio. En la única colaboración, la tristísima “Exile” , actúa una pareja quebrada con Justin Vernon (Bon Iver). Aparecen recuerdos de infancia en la estupenda “Seven”: “Por favor imagínenme en el bosque antes de que tuviera que aprender modales”. Y también hay canciones que hablan de Taylor Swift –que sigue ahí, que espera poder hacer la gira Loverfest y regrabar todo su catálogo arrebatado en una operación entre sellos–, como “Mirrorball”, sobre la contradicción de sentirse una bola de espejos –“en lo más alto de mis puntas de pie, girando sobre los tacos más altos, brillando solo para vos”–, pero todavía alguien que lo único que hace es seguir intentando.

“En aislamiento mi imaginación se volvió loca”, anunció el disco un día antes del lanzamiento. Tiene sentido, dado que no se va a montar un show, que sea más meditativo y tranquilo que toda su discografía. Música de atardecer, de luces pastel, adecuada a las estaciones de los dos hemisferios, de compañía en momentos de revisiones y nostalgia. Su idea este año era dar pocos recitales importantes, para estar cerca de la familia, de la madre que atraviesa un cáncer. Por primera vez sin nada planeado, Taylor Swift encuentra un tono justo: la quietud necesaria para combinar conocimiento y naturalidad, la libertad de que no haya nadie esperando las canciones más lindas de su carrera.