Hace poco me enteré de que en Montevideo hubo un tsumani. De verdad. Estaba buscando información sobre el fin del mundo. En realidad estaba buscando datos específicos sobre el fin del mundo en Uruguay, lugar en que nací y viví la mayor parte de mi vida y donde estoy pasando esta pandemia. Para ser honesta, estaba buscando artículos que confirmaran mi hipótesis de que el fin del mundo nunca llegará a estas tierras. Mi obsesión coincidió - o más bien se inspiró- con la vuelta de la música a la ciudad y la sensación de estar habitando el pasado y futuro al mismo tiempo. O alguna temporalidad paralela al coronavirus que explique ese lugar común de que en Uruguay, pase lo que pase, siempre todo sigue igual.

Estoy aquí desde que cerraron las fronteras, los negocios, las escuelas y las puertas de muchas casas. Tuvimos que ver a diario al presidente nuevo y al ministro de Salud, y pasamos de llorar de risa con el papelón de Carmela – una señora que importó el virus de Europa y lo llevó a un casamiento donde estaba gran parte de la clase dirigente-- a tener miedo. No hubo que imponer cuarentena obligatoria porque somos pocos y estamos acostumbrados a las excepciones. La Suiza de América. El Paisito. El Maracanazo. El aborto y el porro legal. Para afuera da lo mismo si tenemos el presidente más pobre o uno de clase alta y de derecha que sale en las operaciones de Leuco y Canosa. Somos el sueño húmedo del panfleto progre pero ahora también de la clase libertaria: somos la gente buena y sencilla. Todo lo que no son los demás, y eso nos sumerge en una complicación idiosincrásica profunda. Una crisis de identidad permanente, inexplicable para quienes no son de acá. Esa sensación confusa, melancolía pulsante, a veces se transforma en suicidios- batimos récord mundiales- pero otras veces- muchas, por suerte- en música.

No es casual que el rock haya sido lo primero en volver (además de los bares), a reunirnos en la pandemia. Uruguay se convirtió otra vez en la excepción: el primer país de América Latina en reabrir una sala de concierto. Los primeros en estrenar la música protocolar -tiene sentido- fueron los Buenos Muchachos, una banda con casi 30 años de existencia pero que sigue teniendo espíritu under, que suena mejor que nunca y dio nueve shows consecutivos en La Trastienda de Montevideo. No era el plan inicial pero ya nada lo es. La asepsia obligada, con toma de temperatura y alcohol en gel a la entrada, tapaboca, capacidad de público y banda reducida (en lugar de siete, tocaron cuatro), mesas alejadas y mamparas, rarificó lo obvio pero también lo hizo más intenso. El sudor y toqueteos del pogo se volvieron ceremonia. Siempre hay algo de ritual en los conciertos de los Buenos Muchachos. Con el tiempo, Pedro Dalton, cantante y compositor - también es artista plástico y poeta- se transformó en una especie de Nick Cave local - (fueron sus teloneros el años pasado) y los silencios entre canciones y distorsión son habituales. “Esto es lo que pudimos hacer y tenemos que estar agradecidos”, fue de lo poco que dijo Dalton en las dos horas de concierto. No era necesario agregar mucho más. Estábamos, posiblemente, en el show de rock más atípico de nuestras vidas.

La música siguió y seguirá sonando- al menos hasta que venga un rebrote o un nuevo tsunami, ya retomo a eso- y otro de los músicos que abrió la escena fue Ernesto Tabárez, de la banda Eté y los Problems, en una versión dúo con Iván Krisman. Tabárez es un par de generaciones más joven que los Buenos Muchachos, y uno de los compositores más potente y honesto de las dos orillas. A diferencia de Dalton, habla muchísimo en escena y la intensidad entonces va por otro lado. Cuando Ernesto canta es como un grito y cuando grita está cargado de lirismo. Obliga a escucharlo. Y a entenderlo. El dúo que hacen con Krisman es buenísimo - el primero guitarra y verborrágico, el segundo, callado, toca bandoneón, mandolina y un instrumento blusero de factura propia- y les permite un formato que excede la potencia de Eté y Los Problems. Estas noches están tocando en La Cretina, una casona-teatro-bar regenteada por actores y aprovechan el formato acústico para hacer versiones de bandas amigas y afines como los platenses Señor Tomate y los locales Amelia y también, en este caso, homenajear a una leyenda oscura del rock uruguayo que acaba de morir. Andy Adler fue una de esas rarezas montevideana, impulsor y traductor del rock de afuera en el Uruguay postdictadura, una época opresiva y gris. Príncipe y demonio, como lo presentó Tabárez, que estaba recluido y enfermo desde hacía años y que volvió a rondar en estas noches extrañas de música pandémica donde nos debatimos entre los recaudos y la entrega.

El tsunami de Montevideo fue una mañana de lunes de 1884. No hay mucho acuerdo en el número de muertos - van desde 2 a 500- . Según la prensa argentina de la época fue una catástrofe sin comparación. Para la uruguaya, la gente volvió a la playa esa misma tarde. Pasó una ola sorda y todo siguió igual.