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Es una historia crítica y cíclica de las artes visuales de Buenos Aires. De sus pormenores, de sus lugares y de sus artistas, desde 1999 hasta 2013, con ecos que llegan hasta hoy. Claudio Iglesias, el autor, no solo fue crítico y cronista (en este mismo suplemento) de parte de las escenas porteñas que ahora historiza en detalle. Es, además, uno de los pocos ensayistas que escriben sobre arte de maneras variadas y bajo entusiasmos distintos entre sí: de Leonor Vassena al poshumanismo, de Eduardo Schiaffino a Misionera. 

El libro tiene la estructura de una historia cronológica, que paradójicamente vuelve a empezar donde termina. Después de leerlo, después de dar toda la vuelta, el lector logra aprender qué pasó, aunque no termina de acomodarlo como información o historia plana. Esto pasa porque Iglesias no se propone eso, se propone corroer hasta el punto liminar dos formas culturales. Cuenta cosas que pasaron y le pasaron para decir que lo que pasó sigue dando vueltas, que el tiempo no pudo con algunos dilemas. Cuenta un duelo o una dialéctica entre el arte hecho con lo que hay, fácil pero genuinamente, y las mentalidades, como quien dice, “de mundo”, con sus aires darwinianos. El artista localista contra el competitivo. El arte social en redes humanas sin multitudes, sin fines de excedente más que la propia vitalidad de hacer y estar, contra los lenguajes profesionales o corporativos del propio sistema del arte, que se renuevan para ponderar la historia como progreso. 

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El libro se lee como escuchando, el lector participa de un coloquio imaginario sobre matices e hipótesis para entender las relaciones de la ciudad y sus habitantes con algunos objetos culturales. Está escrito con la gracia de los recuerdos, las ocurrencias del investigador entusiasta y los riesgos del crítico ácido y querendón en la misma frase. La cantera de datos tiene una fuente importante en la colección/archivo de Gustavo Bruzzone y todo el libro funciona como un álbum de detalles y extractos de revistas, catálogos, poesías, hojas de sala, fanzine, obras, entrevistas, papelitos, fotos. Todo esto se complementa con las propias vivencias de Iglesias, que se encarga de contar la novela de sus visitas acumuladas a muestras, talleres y actividades. La etnografía del muchacho de Flores se cruza con lecturas anglófilas de teoría cultural. La escritura precisa se desboca por momentos en digresiones, que no lo son tanto porque suelen dejar conversaciones abiertas para seguir. Por todo esto es también un libro que deja clara una intención de discutir cómo escribir crítica cultural. 

Luis Ouvrard (s/t), 1979

Iglesias es cosmopolita, melancólico y curioso. Está atento pero no sufre de la fiebre de encontrar “lo nuevo” por deporte, ni se desvive por las luces de la globalización. De ahí que el ejercicio de análisis que trenza a lo largo del libro siempre esté regulado por ciertas memorias emotivas, que quizá sean su realidad personal iniciática, el lugar desde donde habla. Ese lugar existió, se llamó Belleza y Felicidad. Es la locación desde donde diserta, el hogar de las referencias y las leyendas que Iglesias parece contarnos en varios pasajes del libro, a los fines de defender y valorar una manera de entender el arte por sobre otra.

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La punta del análisis está en ese lugar, el nido de sus argumentos: Belleza y felicidad, que abrió en 1999 y cerró en 2007. Lo fundaron Fernanda Laguna y Cecilia Pavón, artistas indispensables, protagonistas de gran parte del libro. La esquina de Acuña de Figueroa y Guardia Vieja, donde ahora hay una empanadería, funcionaba como un espacio refinado por su vale todo y su hospitalidad con poco. Era a la vez un local de venta de chucherías baratas para regalar, una editorial “de cordel”, como las de Brasil, hecha de fotocopias que aún se consiguen, y una galería de arte. Era un lugar y también una sensibilidad. El arte se disolvía entre los visitantes, suelto entre la sociabilidad, las ocurrencias y las extensas jornadas, siempre distintas pero basadas en una especie de programa no escrito sobre el existir feliz. 

Esquina de la galería Belleza y Felicidad, en Acuña de Figueroa y Guardia Vieja

Iglesias elige pensar desde ahí la mitología y las peripecias de todo lo que vendrá. Incluso -y lógicamente- de sus antítesis. El libro comienza haciendo un panorama del territorio porteño donde convivían sentimientos afirmativos que “ponían en vilo el concepto de arte”, con la vertiente que pretendía “la exaltación del sistema del arte ahora entendido como un espacio internacional de competencia profesional”. Ese dualismo permanece durante las doscientas cincuenta y un páginas. Me interesa pensar todo ese capítulo 1 como una suerte de prólogo y proponer el contexto de una charla que se publicó en la revista Ramona como bisagra de sus estudios. A diferencia de Belleza, la revista se proponía no tanto como anti-programa sino como vidriera de programas. El conflicto originario que el libro deja ver está en los años 2000/2001, más específicamente cuando Iglesias encuentra un choque, un “quiasmo”, entre éticas y estéticas en muchos sentidos antagónicas. Esos son conflictos que parecen continuar hasta hoy. 

Después de leer los primeros años de Ramona en sus pormenores y venturas, de manera extendida, con derivaciones sobre sus contenidos, vuelve a su primer número. Se publicó ahí una charla entre los artistas Pablo Suárez y Sergio de Loof. Suárez, un artista central a lo largo de treinta años, que había participado de las vanguardias políticas de fines de los sesenta y era muy cercano a algunos artistas de la generación de los noventa enrolados en el Centro Cultural Rojas, celebra que en las artes visuales se puedan hacer las cosas con poco, hace una defensa del “papelucho” y del manejarse con lo que está a la mano, con lo que uno es y tiene. Hay ahí, obviamente, una postura ética y política que Iglesias ve contrariada por el tiempo y las intenciones de los que llama “pioneros”, que persiguen una nueva forma de relacionarse con las instituciones y con la vida colectiva. Es en ese conflicto pareado y arquetípico entre “salvajes y pioneros” que el libro empieza a crecer. Para entonces, dice el autor,  “una cultura desregulada y evasiva comienza a chocar con un tejido institucional que promueve el desarrollo profesional y el abordaje artístico de los problemas de la esfera pública, y que también comienza a valorar una nueva ética de trabajo en desmedro de las ilusiones con la bohemia, el divague como tarea principal y la fuga de la realidad como programa, todas cosas que la situación social y económica circundante de repente tiño de mala reputación”.

Santiago Villanueva,

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A partir de esto se desarrollan en vaivén las incursiones a momentos, sucesos o personajes de estos quince años en donde Iglesias encuentra rastros de los contrastes y las discusiones que les contaba. Convierte a esos años en la época de una fricción que permanece. Despliega y diferencia el papel de dos artistas parecidos, con transformaciones diferentes, como Diego Bianchi y Leopoldo Estol. Pormenoriza a su manera la génesis, el auge y la disolución de la galería Appetite, fundada por Daniela Luna en 2005 y algo así como la consecuencia marketinera extraña de los años del trueque y el comercio alternativo que sintetizó Proyecto Venus. Trata de encontrar los por qué estéticos y actitudinales de artistas que aparecieron en esos años, como Luciana Lamothe, Valentina Liernur o el grupo Rosa Chancho. Critica las percepciones de algunos artistas sobre sus potestades con respecto al mercado y valora la candidez de otros, que aún totalmente subidos a la calesita internacional demuestran cierto hacer no alienado. Describe la relación entre “agentes culturales”, corporaciones, diseño y estéticas para hacer de esa descripción una evidencia de las dificultades actuales para distinguir espectáculo y “carrera”, de arte en sí mismo. 

Hay pocas presencias de “terceras posiciones”, a la manera de mediadores o integradores de las dicotomías en pugna. De hecho esas rencillas no aparecen nítidamente en la realidad. La realidad es lo que nos presenta las cosas de manera indivisa, unificada, naturalizada como si fuese algo dado. La crítica, como en este caso, se encarga de diferenciar y en esa diferencia demuestra la mentira de lo que suele denominarse “mundo del arte”. Muchos de sus protagonistas y panegiristas quizá deberían blanquearlo como “sistema” a secas. La tercera posición termina siendo la del lector, que algo discierne y queda parado un paso antes de la tormenta. Se queda pensando o se fastidia o se enternece con lo que le ha pasado al arte, con lo que han hecho con el. Reflexiona: algunos piensan que el arte es un “sector” de la vida productiva del país, pero otros, como el propio lector, que toma posición contra la unidad, sabe que hubo algo más y de repente se da cuenta que en todo presente hay algo más, que hay otros lenguajes y sentimientos dando vueltas por ahí. Que esos lugares y personas están y viven en su ciudad, es cuestión de estar atento. 

Diego Bianchi,

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Cuando llegamos al final de Corazón y Realidad permanece el tratamiento de la puja cíclica entre cánones. Queda claro y tenso el espectro: el cánon internacionalista frente al contra-canon de la “nación queer”, concepto con el que Iglesias integra el folklore estrafalario de Marcelo Pombo a las nuevas miradas anacrónicas del arte desde la actualidad y da título al último capítulo. Lo disidente en muchos órdenes (sexual, estético, temporal, formal) contra lo identificable. El libro termina preguntándose por los orígenes de una actitud que continúa hasta hoy, esa mirada hacia el pasado, hacia las deudas que la velocidad de la circulación y los gustos tienen con muchos artistas olvidados. Santiago Villanueva prima como el artista que pudo dar cuenta de la crisis del internacionalismo renovador poniendo adelante de eso la palabra tradición. Iglesias parece temer a que se convierta en tradicionalismo, pero no deja de celebrar, mientras va concluyendo, el estruendo de los mensajes de Villanueva, Pombo, Laguna, y de todos aquellos que nutren al arte de idilios y discusiones tranquilas, con ritmo de Tao. 

Las dos maneras permanecen hasta el final, aunque en el fondo parece haber una diferencia hermosa entre esas dos maneras, entre esas dos varas con las que medir las artes visuales en Buenos Aires. Las dos coexisten, están “legitimadas” por quien fuere, tienen adeptos, clientes, amigos, consumidores, fans y devotos. Lo que pasa es que una siempre tiene la escala global y la especulación como amparo, hace lo que se espera de ella en un camino trazado previamente para competir y llegar a la normalidad con sensatez. La otra, en cambio, parece regirse por ciclos de entusiasmo y corazón, participa del arte como puede, va viendo y probando como para pasar el tiempo en cosas que nos conmuevan sin tanta burocracia anímica. Es más humanista e imperfecta, más real.