Apenas supe la noticia de la muerte de Alan Parker no pude evitar recordarlo una y otra vez reaccionando en aquella feroz conferencia de prensa que dio antes del estreno de Evita, cuando alguien --en la enésima crítica disfrazada de pregunta-- le señaló que el entierro había sido en invierno y sin embargo en su película sucedía en verano. “¡Todo lo que señalen ustedes yo ya lo sé!”, gritó enojado, insistiendo en que no había hecho un documental, sino que era un musical y, fundamentalmente, su película. Enseguida se disculpó, diciendo que no estaba acostumbrado a que lo encarasen de esa manera, que como director cuando estaba frente a una sala llena de gente se trataba de actores y técnicos que lo obedecían.

Aquella tarde Parker quiso arreglar las cosas, sacar alguna sonrisa con ese comentario, pero en el obituario publicado en el Times de Londres se puede confirmar que efectivamente era un calentón, conocido por ir al frente ante las críticas. Que las tuvo, y muchas, durante toda su carrera. Su trabajo siempre encendió polémicas: por Fama lo criticaron en su país porque había retratado a los aspirantes a actores de Nueva York y no los de Londres, por Expreso de medianoche lo acusaron de cargar las tintas contra los turcos, de Mississippi en llamas apuntaron que pese a estar centrada en temas raciales todos sus protagonistas principales eran blancos, los irlandeses se quejaron por la forma en que los retrató en Angela’s Ashes. Sobre The Wall se quejó él: dijo que fue una experiencia miserable, porque Roger Waters era tan agradable como un dolor de muelas. No fue el único que pensaba así: sus compañeros de Pink Floyd por aquella época decían lo mismo. Decía que su mejor experiencia cinematográfica había sido con The Commitments: reclutó a los actores en los barrios humildes de Dublin, llegaban al rodaje todos los días por sus propios medios, y estaban fascinados de que el catering fuese gratis.

Su biografía comienza con el fascinante dato de que nació en Londres en 1944, en medio de la segunda guerra, durante un ataque aéreo. Su madre era modista, su padre pintor de casas, pero bromeaba diciendo que había sido un artista de vanguardia que durante toda su vida había pintado el mismo cuadro del mismo color: gris. De cuna proletaria, y con un particular desdén hacia toda pretensión durante toda su carrera, hacia el final de su vida Parker había terminado disfrutando de todos los privilegios que le daba su oficio y su lugar en el mundo, llegando al punto de aceptar el título de caballero. Así lo despiden en The Times: Sir Alan Parker. Cuando su amigo Ken Loach lo supo, lo encaró: “¿Por qué hiciste eso? ¿Cómo pudiste arrodillarte ante esa mujer?” Parker sólo atinó a decirle que el que lo invistió fue el Príncipe de Gales.

Uno de mis placeres culpables preferidos, desde mucho antes de la pandemia, siempre fue repasar los obituarios de los grandes diarios. Los del New York Times generalmente son ejemplares, pero en el caso de Parker no se esforzaron mucho. No parecen quererlo demasiado, y no son los únicos, lo mismo hicieron en Le Monde: aparentemente el buen Alan no era lo suficiente artista para ellos. Tal vez sea verdad: antes que nada sus películas suelen ser efectivas. Tengo que confesar que, como cinéfilo, sólo podría defender las obras que justamente no son las que lo hicieron más conocido. Pero Parker siempre ha estado cerca de mi memoria afectiva: en mi casa fuimos todos a ver Bugsy Malone y nos sabíamos de memoria la banda de sonido, cuando era un adolescente obsesionado con The Wall justo él fue quien se encargó de hacer la película, y era decidido fan del Peter Gabriel solista cuando Parker lo llamó para Birdy. No soy el único: desde Melody (de la que fue guionista) hasta Commitments, pasando por Expreso de medianoche, Fama y por supuesto The Wall, sus películas han sabido encontrar --por toda clase de razones-- un lugar en los recuerdos vinculados al cine de más de un espectador local.

Cuentan que Parker celebraba haber evitado filmar en digital, ya que decidió abandonar su trabajo de director justo antes del final del celuloide. Así que yo te saludo, mi querido Alan. Por ser cabrón, por pelear contra los pretenciosos (y también por tropezar cada vez que intentaste serlo), y por ser el artífice de tantos buenos recuerdos a sala llena, de esos que se llevan para siempre en la retina, en los sueños y en el corazón.