¿Cómo es que “ciertos hombres... piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y... crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan”? Recortamos esta pregunta de un panfleto político, “El discurso de la servidumbre voluntaria”, escrito por un joven de 18 años, Etienne de la Boétie, que se publicó por primera vez en 1574. En tiempos de religión, como fueron esos, tiene la audacia de hablar de la sociedad como servidumbre, sin referirla a la voluntad del creador, que no es poca cosa. El texto se interroga sobre la responsabilidad de los que soportan, como padecimiento y como sostenedores, ese sistema.

Resulta significativa su vigencia hoy, desde un punto crítico de la historia reciente del capitalismo, que renueva la ruptura con las ilusiones de un proyecto de estado de bienestar, liberador y emancipador. ¿La pregunta actualiza lo que nunca dejó de serlo? ¿Cómo es que el deseo de libertad fue forjando nuevas formas de servidumbre?

Traducimos la cuestión en términos de Claude Lefort, “¿cómo entender que el súbdito, el agente, se desdobla, se opone a sí mismo, se instituye suprimiéndose?” La interrogación es por las condiciones de la estructura subjetiva que convierten en necesario el sostenimiento de la posición de servidumbre.

En la actualidad se insiste en la pregunta, traduciéndola del siguiente modo: ¿cómo es posible que se vaya en contra de sus intereses?

Hasta ahí, parecería una invariante que insiste a lo largo de la historia. Sin embargo, lo novedoso en el pasaje del medioevo al capitalismo es el modo en que éste logra, mediante el discurso dominante, consolidar el desconocimiento de esa servidumbre, proponiendo la ilusión de la libertad absoluta, bajo el disfraz de la libertad de mercado y del consumo.

Sin demasiada rigurosidad podríamos decirque todo discurso reproduce la estructura sintomática que hace a su constitución, velando y develando las relaciones de imposibilidad e impotencia entre los lugares del sujeto, del objeto, de la verdad, del saber. Es un modo de hacer lazo con lo que no lo tiene; es un modo de suplencia en lo social, de una insuficiencia estructural. Es lo que hacemos con la vida, con lo que no anda de la vida.

Lacan insiste sobre algo que muestra una anomalía respecto de esa lógica que venía planteando. Nombrará discurso capitalista lo que interpretamos como una anomalía capitalista del discurso amo. La perversión del discurso capitalista se convirtió en una estrategia privilegiada de producción de sentido. Resulta paradojal la propuesta de libertad absoluta desde un lugar de alienación que reduce a ser mero consumidor de un discurso al que queda encadenado. Libertad absoluta para dirigirse compulsivamente a la satisfacción de una necesidad inducida desde ese sistema de todo-saber o saberlo-todo. Nueva forma de religiosidad de sostenerse-sosteniendo a un nuevo dios oscuro.

Propongo detenernos primero en el análisis de una coyuntura actual.

El gobierno señala la falsa opción entre el mercado y la vida, cuando dice porque está en juego la muerte me niego a que el pago sea con la vida de los trabajadores. No se trata de una elección entre dos opciones. Se trata de una elección forzada, la que impone la inclusión de la muerte entre las cartas que regulan la jugada. Sin embargo, nos sorprende la reacción que, en nombre de elegir la libertad absoluta, hace otra apuesta, en este caso, a perder las dos: ¿qué trabajo sería posible sin la vida para sostenerlo? En un enfrentamiento encarnizado que reivindica el negarse al poder arbitrario que se supone es ejercido por la autoridad gubernamental, se escuchan las consignas más contradictorias, bizarras, cuasi delirantes que parecen coexistir sin demasiada molestia. Craso error cometemos al intentar el camino de alguna articulación lógica que tienda a pensar la referencia a “la realidad”, suponiendo, además, que “la verdad” está de nuestro lado.

Intentar interpretar la fundamentación que subtiende a cada una de esas argumentaciones nos extravía al sin sentido, si no incluimos primero que, precisamente, se trata de otra lógica en juego.

En una versión un poco ligera recordemos el relato de Freud en relación al caldero. Alguien a quien se le hace un reclamo, contesta: ya te lo devolví, no me lo prestaste y de todos modos ya estaba roto. Aunque nuestra versión autóctona es menos chistosa, nos sirve para pensar que responder desde la argumentación propuesta nos lleva a un callejón sin salida. No se trata de un tema propuesto para la argumentación. La enunciación sostiene la eliminación del lugar del otro como interlocutor posible.

No se trata, entonces de ir en contra de sus intereses, sino de un ir en contra de.

Entre el cielo y la tierra está el mundo de palabras que habitamos.

Tal vez por ahí podemos empezar a pensar la dimensión inercial, conservadora y de mantenimiento del 'status quo' que todo saber comporta. Suele dejarnos tranquilos suponer que el terreno sobre el que pisamos está firme.

Al modo de Ranciére, podríamos decir que la política apunta, precisamente, a conmover esa estructura; no sería simplemente la ruptura de la distribución “normal” de las posiciones entre quien ejercita el poder y quien lo padece, sino también una ruptura en la idea de las disposiciones que hacen a las personas “adecuadas” a estas posiciones. Como él, sancionamos como desorden-equivocación la consolidación que convierte en sentido común el hacer de una contingencia que implica un privilegio, una razón de Estado, un principio soberano.

Hacer de “lo propio”, “lo normal” o “la medida común” es el mecanismo que Freud describió como el fundamento de la masa.

Que el mecanismo constitutivo del yo, la identificación, dé cuenta de la clave del fenómeno de masa, del desconocimiento de la alteridad del otro, de hacer de la diferencia el lugar de la hostilidad y del peligro, de la disposición a sostener un amo en el lugar del Ideal, incluso del saber que viene a ese lugar, testimonian que “la neurosis (y con ello decimos la estructura de todo sujeto) se sostiene en las relaciones sociales” o, lo que es lo mismo, que sostenerse en un lugar de excepción, de “creerse “demasiado, se sostiene sobre algún rasgo jugado con algún otro.

Nos interesa señalar un punto de confluencia entre el campo de lo político y el psicoanálisis: la necesidad de sostener la dimensión sintomática del saber que impida que el discurso haga sistema consolidando el universo como un todo, sostén de todo fundamentalismo.

Nuestra praxis nos enseña que el sostenimiento del “todo es posible” revierte en estrago, incentivando la tendencia al pasaje al acto en lo que llamamos “pasiones del ser”, que hacemos extensiva a las adicciones y compulsiones. Nos preocupa que se extraiga la noción de conflicto del medio de la escena y la posibilidad de tramitación del malestar a través de la palabra.

Antes de irse a Londres, amenazado por el nazismo, Freud se refirió irónicamente, como marca de la evolución de la civilización, el que le hayan quemado sus libros, y no a él, como hubiese sido en el medioevo.

¿Sería muy arriesgado pensar que, sin embargo, pareciera que en el discurso algo se está corriendo del límite que significa para el accionar de cada uno, la presencia del cuerpo del otro?

¿No deberíamos, entonces, poner el acento sobre lo que se instituye y lo que se piensa como “normalidad”?

Cuando pareció “normal” hablar del fin de la historia, de la muerte de las ideologías, de la desaparición de la política bajo el imperialismo simbólico de la lógica de mercado, la convicción en esas supuestas cosmovisiones se sostuvo sobre la forclusión de todo lo que pudiera poner en cuestión ese saber absoluto convertido en consenso.

La historia puso en evidencia lo que era “insostenible”, el rechazo en el discurso de lo que no andaba tuvo retornos catastróficos, el 2001 fue muestra de ello. La pandemia reintroduce, ahora, términos que fueron excluidos durante las últimas décadas del discurso supuesto como común, incluyendo debates que celebramos.

...Y si el psicoanálisis algo nos enseña es que las operaciones sobre el saber construyen un mundo o lo implosionan. Las redes se convirtieron en un gran instrumento, si no excluimos el tiempo necesario para pensar lo recibido y el para qué de la decisión de la difusión. De Hanna Arendt para acá, no puede ser considerado desdeñable la banalidad del mal. Se nos impone, entonces, estar advertidos sobre la responsabilidad que nos cabe en cuanto a qué, a quién y para qué, prestamos nuestra voz.

Cristina Irene Ochoa es psicoanalista.