Aunque ya hace muchos años que la bandera roja con la hoz y el martillo no presiden la inmensa Plaza Roja,  el orgullo por los grandes logros alcanzados durante la etapa soviética e compartido por la inmensa mayoría de los rusos. Entre ellos, sin duda está el papel jugado por el sistema científico en los avances aeroespaciales, que se convirtieron en un punto central de la confrontación con Estados Unidos en lo que se conoció como "La batalla espacial". El orgullo por la epopeya del Sputnik es tal, que además de recordarlo ahora a propósito del anuncio de la vacuna contra el coronavirus, convertida en el centro de otra carrera científica, Sputnik también es el nombre de uno de los más nuevos y exclusivos restaurantes de Moscú.

El día que la Tierra se detuvo

Si hubiera que asignarle una metáfora –y sólo una– a la hazaña del Sputnik, la más acertada tal vez sea la metáfora de la chispa. Porque es así como se ve desde este momento de la historia la aventura del primer satélite artificial creado por la humanidad que logró con éxito orbitar el planeta: a fin de cuentas, fue el Sputnik –y sobre todo su sonido firma, parecido al emitido por un grillo– el que disparó la carrera espacial. Sin este prodigio de la técnica soviética, la exploración del universo quizá sería otra cosa diferente de lo que es hoy. Quedarse con la mirada fáctica significaría advertir meramente que dio 1367 vueltas alrededor de la Tierra y recorrió unos 70 millones de kilómetros hasta caer en picada a la atmósfera y desintegrarse tres meses después del lanzamiento, cuando se agotaron sus baterías químicas. Pero obviamente fue más. Esta esfera de aluminio del tamaño de una pelota de básquet (58 cm de diámetro y 83,6 kilos de masa) provocó lo que todas las amenazas y bravuconadas no habían conseguido hasta entonces: que Estados Unidos tuviera miedo.

Los libros de historia recuerdan que el PS-1, inmediatamente rebautizado como Sputnik (“compañero de viaje”, en ruso), despegó el 4 de octubre de 1957 (dos días antes de lo planeado) desde la base de Baikonur en Tyuratam (hoy Kazajistan) impulsado por un R-7, una serie de cohetes militares desarrollados con toda la información de los cohetes alemanes V-2 de la Segunda Guerra Mundial, mejorados para poder tener alcance intercontinental durante la Guerra Fría y eventualmente transportar una bomba de hidrógeno. Curiosamente, el lanzamiento no fue secreto sino público, en clara ostentación del poderío rojo. Minutos después de su salto a órbita (elíptica), el Sputnik pronunció su primer “bip”, emitido luego cada 0,3 segundos en la banda de los 7,5 y 15 metros de longitud de onda, y comenzó a dar vueltas al planeta cada 98 minutos.

Muchos lo habían intentado antes, pero fueron los soviéticos quienes lo consiguieron abriendo así el marcador: URSS 1 - Estados Unidos 0. Y fue todo un shock. Estados Unidos, literalmente, se sacudió. El Sputnik pasaba sobre territorio norteamericano siete veces al día, recordándoles –siete veces– que no habían sido ellos los primeros. Encima, no se sabía mucho cómo lucía el satélite, cuáles eran sus intenciones, qué podía hacer (¿qué información mandaba a Moscú?, ¿estaba armado?, ¿era peligroso?). El enemigo hasta entonces invisible y lejano (pero presente) había tomado cuerpo.

En realidad transportaba sensores de temperatura y radiación (con los que midió la densidad de la atmósfera y la propagación de las ondas de radio), unas pesadas baterías, dos radiotransmisores de frecuencias diferentes y en su exterior lucía cuatro antenas con forma de varillas. Igual, la alarma se encendió en los Estados Unidos. “Ningún evento desde Pearl Harbor provocó tantas repercusiones en la vida pública”, sostiene el historiador Walter A. McDougall, que compara el evento con los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Sin embargo, inicialmente no cayó como una gran noticia en territorio soviético. El diario Pravda, por ejemplo, le dio poco espacio en tapa. Eso sí: cuando se percataron del revuelo internacional y de que Nikita Krushchev se regodeaba con el tema, titularon “Gran victoria en la competición mundial contra el capitalismo”.

La respuesta norteamericana no se hizo esperar, pero vino con un fracaso rotundo. Su primer intento de poner un satélite en órbita, el Vanguard TV-3, tuvo lugar el 6 de diciembre de 1957. Pero no logró siquiera elevarse mucho del suelo. Al incidente se lo conoce hoy como el “Kaputnik”. El éxito tardó en llegar y recién se dio el 31 de enero de 1958, cuando el Explorer 1 se posó en el espacio. Era un poco tarde: para entonces, los soviéticos ya habían puesto un animal en órbita (la famosa perra Laika) a bordo del Sputnik II, el 3 de noviembre de 1957.

La pregunta que se hacían todos por entonces era: ¿quién fue el genio que diseñó el Sputnik? La respuesta recién salió a la luz el 14 de enero de 1966: Serguei Pavlovich Korolev, un ingeniero ucraniano cuya identidad se reveló cuando murió a causa de un cáncer de intestino. Había pasado años en un campo de trabajos forzados en Siberia gracias a Stalin. Pero su voluntad pudo más. Se cuenta que el Comité del Nobel estaba interesado en darle el premio a Korolev y le solicitó a Kruschev que revelara su nombre. Sin embargo, el secretario general del Partido Comunista contestó que quien merecía el premio era todo el pueblo soviético. Y Korolev se quedó con las manos vacías.

Como todo el mundo sabe, la carrera espacial finalmente la ganó Estados Unidos (aunque el primer ser humano en tocar el espacio se llamó Yuri Gagarin). El Sputnik logró lo que ningún norteamericano había logrado: diplomáticamente realineó a Estados Unidos con Gran Bretaña, apresuró la creación de la agencia ARPA, donde nació Internet, y provocó la reorganización de los programas espaciales dispersos en departamentos militares hasta que se fundieron en la NASA (una organización civil) que, discurso de Kennedy en 1961 mediante, puso a Neil Armstrong en la Luna.

Muchos dudan de que tal hazaña se hubiera logrado sin aquella bola de metal. Quizás hoy no tendríamos sondas Voyager, robots en Marte, naves invadiendo cada rincón del sistema solar. Puede que en la Luna flameen (sin viento) las estrellas y las barras rojas y blancas de la bandera norteamericana. Pero el espacio irremediablemente será siempre rojo.

*Esta nota fue publicada originalmente en Página/12 del 3 de octubre de 2007 , a los 50 años del lanzamiento del Sputnik.