La situación en este país se hace más grave y más siniestra –por los usos políticos de los efectos del virus--, y el descontrol asoma por la posición bolsonarista que, incluso frente al abismo al que llevó a Brasil el desquiciado, prende. Eso habilita algunas preguntas. ¿Cómo ha sido contada esta pandemia? ¿Cómo nos sigue siendo relatada? ¿Qué duda cabe de que los fenómenos sociales que se elaboran como respuesta a esta catástrofe tiene directa relación con aquello a lo que cada sector cree que le contesta?

Vi un video que deben haber visto muchos: muchos corredores trotando a paso lento frente al Hospital Zubizarreta, donde estaban estacionadas las ambulancias de las que bajaban camillas con personas con mascarillas puestas. Si correr está permitido y si tanta gente está segura de que las posibilidades de contagio disminuyen al aire libre, bueno, que corran. Pero, ¿por qué pasar haciéndolo frente a la puerta de un hospital en el que otra gente, creyera lo que creyera, ha caído gravemente frente al virus devaluado por la ultraderecha?

¿Qué desconexión hay ahí? ¿Qué lazo es el que se ha roto para que lo que se reivindica como un acto libre, correr, se lleve a cabo en la vereda de enfrente a quienes han perdido su derecho a la salud y quizá pierdan la libertad de estar vivos? ¿Qué expresa esa carencia de la mínima delicadeza, que era desviarse una cuadra? ¿Qué exhibía esa escena que en su capa más exterior provocaba repulsión?

Los de las camillas no eran robots. Eran personas. Los casi 5000 argentinos que han muerto no eran diferentes a nadie. No eran K. Eran hombres y mujeres y no todos eran viejos, que ahora parece que es una etapa de la vida que la ultraderecha pretende expropiarnos. Han muerto muchos miembros del personal sanitario. En todo el país. Médicos y médicas. Enfermeros y enfermeras. Camilleros, personal de limpieza. ¿Conocen la historia de alguno? ¿Han llorado al leer los testimonios de sus familiares, que no pudieron despedirlos? ¿Han escuchado cómo tiembla la voz que los recuerda, cuando recuerda que han muerto solos? ¿Cuánto se ha reflexionado sobre la muerte en soledad? ¿Qué sabemos de esos duelos? ¿Sabemos cómo son sus entierros? ¿Cómo deciden las familias quién va? ¿Y a los que les avisan que ya los han enterrado? ¿Cómo quedan?

¿Cómo quedan esos seres queridos a los que nadie les informa cuándo, cómo y dónde yace ese padre o hermano o abuelo al que tampoco acompañaron cuando la ambulancia se los llevó de sus casas? Lo escuché esta semana, en una voz española: “Quedamos… como si hubiera desaparecido de pronto, como si la tierra se lo hubiese tragado”.

Hay una película de 50 minutos, realizada por la televisión española, que se llama No te dije adiós, y es un homenaje a las más de 27.000 víctimas de la pandemia. Es dura, es difícil llegar hasta el final. Los separadores son figuras de personas caminando por la calle que de pronto se vacían y quedan solo sus siluetas. Como si hubiesen desaparecido. No es fácil ni es entretenido escuchar esas voces, ver esas fotos. Son puro desgarro, puro dolor. Nuestras sociedades no están preparadas para eso. Somos seres angustiados y neuróticos que hemos sido adiestrados por la cultura de masas para inclinarnos siempre hacia lo ligero, lo líquido, lo fantasioso. Y es entendible que uno llegue a la hora de irse a la cama con ganas de distraerse. Pero es que esto no se trata de una serie de Netflix que uno elige o no elige. Esto es la realidad.

Y esto duele, esto cuesta, esto nos ha puesto frente a una disyuntiva, que es si nos asomamos al dolor o lo evadimos. Cada uno sabrá cómo se lleva con el dolor, pero no hay nadie que tenga seguro contra el dolor. Y si ama, menos que menos. El límite de dolor que se escucha en ese homenaje a las víctimas españolas quizá obligue a parar por la mitad. Pero hay una dimensión ética mínima, que es responder a la realidad, y no a los espejismos, que obliga a participar de ese homenaje, como muchos participaron esta semana en la despedida a una neonatóloga del hospital Rivadavia, Laura Stanga, o del del Jefe de Enfermería del Hospital Evita, de Lanús, Sergio Rey, o los que lloraron a Martín Arjona, enfermero del Hospital Posadas.

Nos ha faltado ese relato de la realidad. Vemos todos los días contagiados saludables que a las dos semanas vuelven a escena y relatan sus jaquecas o su falta de gusto. Eso es todo. A los miles que han muerto y a las decenas de miles que los lloran les debemos saber esas historias. Nos lo debemos a nosotros mismos. Duele, pero nos ha tocado algo que duele, y no podemos ser tan pendejos como para no a acompañar en su sentimiento a tantos compatriotas.

Eso es un pueblo. Un colectivo inmenso que conserva, más allá de variadísimas diferencias, el respeto por la pérdida del otro. Por el dolor ajeno. En todas las culturas, en todos los tiempos, los muertos y su destino y tratamiento han representado la concepción de la vida. Los ritos funerarios cuentan más que lo que se supone que les interesa a los arqueólogos o los antropólogos. También lo que cuentan les interesa a los sociólogos. Cada pueblo, desde el principio de la historia, elaboró su estrategia frente al dolor y la pérdida. La nuestra, la sociedad del capitalismo extraviado, es indiferente nada menos que a la muerte, porque es la vida lo que le es indiferente.

 

Hay historias que deben ser relatadas y deben ser leídas no para entretenerse. Tanto en la génesis de ese relato como en su visión o lectura, hay un deber. Lo que vemos hoy es gente que no quiere ser alcanzada por ese tipo de miedo ni rozada por ese tipo de dolor. Este sistema generador de odio y de crueldad se sanitiza con indiferencia. No hemos sido capaces de ser quienes generaran el corpus del dolor de esta epóca, indudable, tan hondo que casi nos cuesta hablar de eso. Enfrente tenemos gente que dice que es todo mentira. Las voces que deberían confrontarlos con la verdad no son las nuestras. Son la memoria de los que se murieron, y las de los familiares dolientes a los que nadie les presta atención.