El 17 de agosto asistiremos, como en otras fechas, a la repetición mediática de una protesta que no por pequeña se debe desconocer. Es una protesta bizarra por momentos y furiosa por otros. Minoritaria, sin embargo condiciona la escena. Del otro lado, millones que no se saben hacer oir en el contexto de aislamiento. Que no queremos romper la escena de los cuidados, ni siquiera para manifestarnos a favor de la centralidad de los cuidados, ni encontramos el modo de marcar esa voluntad colectiva, porque sonidos y caravanas, ruidos y banderas, parecen impregnados de esas otras resonancias. Lo diría rápido: quienes votamos a este gobierno y creemos que está haciendo bien las cosas -en líneas generales, porque en algunos puntos disentimos y esperamos otras acciones- no tenemos cómo hacerlo saber al resto de la población. Por eso no son buenas las metáforas de desobediencia ni de encierro movilizado, porque efectivamente no estamos ni movilizándonos ni desobedeciendo: estamos ofertando un consenso pasivo que se vuelve tal por la necesidad de asumir la no expansión de la pandemia. O asumiendo un tipo de accionar -como ocurre con todxs lxs militantes de organizaciones sociales comunitarias, multitud de trabajadorxs esenciales y cuadros estatales- destinado a sostener las urgencias alimentarias y sanitarias más dramáticas.

¿No nos vemos, acaso, arrojadxs a pensar la comida y los cuidados antes que cualquier otra cosa? ¿No son las ollas y los testeos y la atención sanitaria lo fundamental para transitar este momento? Cuando el gobernador de la provincia de Buenos Aires se enoja contra la angustia de los pudientes -angustia, dice, de no poder jugar al golf- y menciona, con un subrayado memorable, la angustia de lxs trabajadorxs que están en la primera línea de la atención sanitaria, arriesgando vida y salud, cambiándose de ropas decenas de veces al día, sometidos a la mayor de las tensiones, cuando hace eso rompe las presunciones conciliadoras para reponer un antagonismo fundamental. Y necesario.

Hoy centenares de miles de personas están poniendo sus vidas a disposición del cuidado de la vida de otres. Gran parte de las energías y esfuerzos de los movimientos populares están en ese arrojo al cuidado y a la atención de la emergencia. Por eso, suenan tan destempladas las movilizaciones de quienes piensan que la covid es una farsa o que “cuidarse es peronista”, como decía un cartel en alguno de los paseos por el Obelisco. La frase es intensa y no deja de ser un poco cierta -si aceptamos su ampliación-, porque hoy cuidarse es pensar en que no somos átomos sueltitos, individuos separados, sino parte de un entramado social y que es necesario desplegar una serie de políticas públicas para quienes están en condiciones de mayor vulnerabilidad.

Si nuestros mayores esfuerzos están destinados a la defensa de la vida, no habría que abandonar el horizonte en el que cobran sentido: la de la pelea por una vida digna de ser vivida, para todxs. Y esa cuestión implica un antagonismo más profundo, porque para que exista esa vida digna para todxs el modo en que se produce y se distribuyen riquezas debe transformarse. Sin revisión de la desigualdad social y de las jerarquías de género, raza y clase, no hay vida digna para todxs. Es claro que quienes son privilegiados de un orden desigual no estarían de acuerdo en esa transformación, como vemos cotidianamente en las reacciones frente a cada pelea feminista, o en cada reivindicación sindical, o en el embate contra políticas de gobierno como el intento de nacionalización de Vicentín o la reforma judicial. Suena a verdad de perogrullo pero muchas veces se olvida tras lo que se imagina una grieta solo discursiva o partidaria o en el costado casi farsesco de la movilización anticuarentena.

Cuando esos sectores se movilizan están preparando una salida política, están peleando el día después de la pandemia y se esfuerzan en derruir los consensos existentes. Nosotrxs, desveladxs en los cuidados, ¿cómo estámos preparando ese día después? ¿No requiere, esa preparación, la intervención en ciertas confrontaciones del presente y la certeza de que los antagonismos, aunque no los elijamos, existen? Y si existen, ¿basta sostener con estoica paciencia nuestro silencio o sonreir socarronamente ante las creencias inusitadas de algunxs movilizadxs? El día después es hoy, porque hoy tenemos que discutir la violencia institucional y la lógica de la propiedad que sustenta la quema de humedales, al mismo tiempo que sostenemos la evidente expansión de políticas públicas y los esfuerzos para evitar la crisis sanitaria. Qué es mucho, claro. Pero que sea nuestro modo de festejar el 17 de agosto, de conmemorar un esfuerzo inusitado de dar la batalla contra el poder colonial.