Dicen que no hay que mirar, pero esta vez es demasiado importante para no hacerlo. El líquido que baja lentamente por la jeringa, recorre la aguja y entra por la parte superior de mi brazo izquierdo es la primera de las dos dosis que componen la prueba de la vacuna contra el virus SARS-CoV-2 que el laboratorio estadounidense Pfizer y su par alemán BioNTech, en conjunto con la Fundación Infant, llevan adelante desde este lunes en el Hospital Militar de la Ciudad de Buenos Aires, como parte de la tercera y última fase (la evaluación de la seguridad y eficacia en un amplio número de personas) rumbo a la producción a gran escala. La inyección es el momento culminante de la primera de las seis visitas al edificio de Las Cañitas que durante los próximos dos años realizarán 4.500 voluntarios y voluntarias reclutados de entre 25 mil postulantes. Incluso la mitad que reciba una solución fisiológica como placebo será marcada muy de cerca por un grupo multidisciplinario de médicos, una aplicación y controles clínicos periódicos, todo con el objetivo de validar si, finalmente, el mundo le tuerce el brazo a la peor pandemia en un siglo.

Unos 80 voluntarios diarios --principalmente personal de salud y fuerzas de seguridad, pero también personas con otros oficios o patologías previas-- fueron la primera semana, con turnos desde las 8 hasta las 15.30, y pronto la cifra aumentará a 300. El mío fue el viernes a las 14, pero el proceso comenzó a fines de julio, cuando completé el formulario web de la convocatoria. Una semana más tarde me llamaron para confirmarme que había sido elegido, contarme la dinámica de la prueba y evacuar mis dudas iniciales. Del otro lado hablaba quien desde entonces es mi nexo con la organización, una joven estudiante de Medicina --prefiere no dar su nombre-- que por la pandemia no pudo rendir los últimos finales de la carrera. Pero no se queja: le gusta participar de algo grande, dice. Su misión es asesorar a 40 voluntarios con un par de llamadas para ver si hay nuevas preguntas y siguen seguros de hacerlo (hay “suplentes” listos para acudir ante una baja). A casi todo su grupo le tocó ir los primeros días, y hasta el jueves ninguno había tenido problemas. Se la escuchaba contenta. Y también, como quienes la llaman, un poco nerviosa.

La primera visita no requiere preparativo físico previo alguno, ni ayuno ni dieta especial. Sí tiempo: son unas cuatro horas, más el viaje de ida y vuelta. Cincuenta minutos antes del turno pasa por mi casa un auto contratado por los organizadores que ingresa al predio por la calle 11 de Septiembre de 1888, detrás de la famosa fachada de la Avenida Luis María Campos. Allí un militar chequea mi nombre en la lista de convocados. Cincuenta metros más adelante espera un segundo control donde me entregan una bolsa con un termómetro digital, un dispositivo de medición, alcohol en gel, un barbijo y una carpeta con dos copias de un documento que deberé firmar más adelante. Todas las instancias del estudio se realizan en el edificio Pace, el mismo donde, a fines de los ’70, operó el Centro Único Coordinador de Ablación e Implante (CUCAI), que años después --y en otra sede-- adoptaría el nombre de INCUCAI.

Una vez adentro, en las ventanillas de atención al público de planta baja completo el registro y me cuelgo del cuello una tarjeta de plástico que tiene un número (el 64), el consultorio asignado (el 2) y siete cuadritos con iniciales sobre las que pegarán un sticker a medida que vaya completando cada etapa. Está prohibido sacar fotos y filmar. Quince minutos más tarde de la hora pautada, junto a diez voluntarios subo hasta el primer piso para hablar a solas con un médico. El del consultorio 2 es un tucumano radicado hace una década en Buenos Aires que se sumó al proyecto porque le pareció interesante. Recién unos días más tarde tomó conciencia de la dimensión de su nuevo trabajo. El médico analiza mi historia clínica para ver si cumplo con las condiciones físicas necesarias, y luego leemos el consentimiento para participar del estudio, aquel documento que me entregaron al principio. Son treinta páginas con información sobre, entre otras, el contexto sanitario, el destino de mis datos y cómo proceder durante los hasta 26 meses que demandarán los controles, siempre y cuando continúe hasta el final (el voluntario tiene la potestad de abandonar cuando quiera).

La primera pregunta cae de maduro: ¿Acaso me van a inyectar el temible SARS-CoV-2? No. De todas las técnicas para hacer una vacuna, la de Pfizer y Biontech usa una llamada ARN Viral, que consiste en utilizar una parte del código genético del virus para lograr que el ADN genere una proteína que opera como anticuerpo. Por eso en ningún momento la prueba requiere aislamiento, así como tampoco salir a abrazar afiebrados o lamer picaportes para ver si funciona: es simplemente poner el brazo, hacer vida “normal”, notificar cualquier síntoma y, lo más importante, continuar respetando a rajatabla todas las normas sanitarias. “La idea es que estés tranquilo”, me había dicho el médico apenas entré. Durante la charla le hice unas diez preguntas. Contestó las diez sin dudar: frente a los miedos e inquietudes ante una experiencia de este tipo, es tranquilizador que tenga respuesta para todo.

Subo con los primeros stickers hasta el quinto piso. Sobre el lado derecho, donde habitualmente funciona el área de Dermatología, me hacen un hisopado cuyo resultado, por norma procedimental, nunca conoceré. El talento de la enfermera, que manipula el hisopo con una suavidad y precisión magistrales, hace que sienta solo un cosquilleo molesto, nunca dolor. En el ala izquierda está armado el laboratorio. Esas dos aulas en las que retumban los sonidos de las clases de medicina, ahora albergan una decena de boxes separados entre sí por un biombo de madera, en los que cada voluntario completa el proceso. El mío es, otra vez, el 2. Allí me extraen sangre y luego, finalmente, aparece en escena la gran estrella. Hasta dentro de dos años no sabré si era la vacuna propiamente dicha o la solución fisiológica, pero no deja de resultarme paradójico que un pinchazo que puede contribuir a algo tan importante sea imperceptible.

Me piden que por seguridad me quede media hora más en mi box. En ese tiempo me preguntan varias veces cómo me siento, si estoy mareado o con el brazo dormido, y viene una chica con un aparato a través del cual deberé completar un formulario diario durante la primera semana y otro cada siete días por dos años. Treinta minutos después, luego de constatar que estoy bien, me dejan ir. Volviendo en el auto me llama mi contacto con los organizadores para preguntarme cómo me había ido y avisarme que en los próximos días vamos a coordinar un segundo turno para dentro de tres semanas. Corto y veo por la ventana las calles con hombres y mujeres de todas las edades vistiendo esos malditos tapabocas que convirtieron la sonrisa en un placer reservado para la intimidad. Ojalá salga todo bien. A cruzar los dedos.