Me gusta esta imagen de Pete Hamill. La piel ajada, la mirada cálida, la mandíbula firme. Al New York Times también: es la foto --su autora es Beatrice de Gea-- que eligieron para despedirlo en su portada. Apenas una mención, es cierto. Pero ahí estuvo. La noticia de ese día fue la explosión en Beirut, sino quién sabe si el venerable diario no le hubiese dedicado más espacio en la tapa. 

Hamill se murió a comienzos de mes con 85 años, después de haber vivido una vida muy bien vivida como cronista de las calles de Nueva York. Pero el buen Pete hizo mucho más que eso: cubrió la guerra de Vietnam; fue amigo de Robert Kennedy y estuvo ahí cuando lo asesinaron (y, dicho sea de paso, también supo salir con Jacqueline); hasta se ganó un Grammy por el texto que acompañó la edición original de Blood On The Tracks, uno de los discos más importantes de la carrera de Bob Dylan. Y eso es apenas una muestra de todo lo que llegó a hacer durante una larga vida escribiendo. Para los que quieran saber más, recomiendo un documental de HBO que anda por ahí, Deadline Artists, en el que lo retratan junto a otro portento de la crónica de la época: Jimmy Breslin, el hombre que entrevistó al sepulturero de JFK. 

Hijo de irlandeses laburantes, el niño Pete fue fanático del historietista Milton Canniff y quiso aprender a dibujar tiras diarias. Después se metió en el ejército, y cuando salió se fue un año a estudiar a México, donde terminó preso luego de un incidente que involucró policía, mujeres y alcohol. Al regresar a Nueva York abandonó la universidad e intentó con el diseño gráfico pero se enamoró de las redacciones, algo que cuenta muy bien en unas memorias fascinantes, A Drinking Life, donde repasa todo lo que bebió en su vida, y también las razones para haber dejado de hacerlo. 

Vivió en diversas ciudades de todo el mundo, pero siempre regresaba a Nueva York y apenas unos años atrás, ya en ocaso de su vida, se había instalado en su Brooklyn natal con todos sus libros y su familia, en una casa a unas cuadras de donde había nacido. Hasta se había comprado un lote donde lo deben haber enterrado, cerca de la tumba de un famoso senador que supo ser el jefe de la maquinaria del partido Demócrata en Nueva York durante el siglo XIX, pero que terminó preso por haberle robado a sus contribuyentes. “Si vas a pasar una eternidad junto a alguien”, bromeó Hamill y lo repitieron en todos sus obituarios, “mejor que sea con un truhán que con un santo”. 

Cuando arranqué en este oficio, una de las contraseñas entre los periodistas de rock locales era el nombre del británico Peter Hammill, ex estrella del rock progresivo que anticipó el punk, campeón de las canciones que cortan hasta el hueso, auténticas y confesionales. No deja de ser fascinante de que entre los que se dedicaban al periodismo a secas funcionase como una de sus tantas contraseñas un nombre demasiado parecido, con apenas un par de letras menos aquí y allá, un detalle que tenías que aprender a diferenciar si estabas interesado en cruzar esa frontera. Supongo que a cualquiera de mis colegas le hubiese gustado ser Pete Hamill: defender a los débiles y golpear a los poderosos columna tras columna, vivir una vida de camaradería entre tragos y amigos ganados en las calles y el oficio, viajar por el mundo, publicar libros y novelas, y salir con mujeres famosas. 

Lo que más me apasiona de Hamill, sin embargo, es el mundo que se retrata en una película olvidada sobre el periodismo, The Paper, dirigida por Ron Howard y protagonizada por Michael Keaton, Marisa Tomei, Robert Duvall y Glenn Close, la única en la que --creo-- aparece Hamill haciendo de él mismo, junto con el resto de los grandes cronistas neoyorquinos de la época. La película cuenta la historia de un editor de un periódico popular que apenas si sobrevive financieramente, pero que cuando va a una entrevista de trabajo para un diario más grande --el que lo recibe lleva soberbia y tiradores-- no puede evitar robarle del escritorio el dato para una noticia, arruinando por supuesto esa oportunidad laboral. 

Lo que en ese momento está en juego en la película es la culpabilidad o no de unos jóvenes afroamericanos, acusados por un crimen que pueden no haber cometido. Una noticia en la que resuena el hoy famoso caso de los Cinco del Central Park, retratado en la miniserie Así nos ven. En el documental y en todas las necrológicas de Hamill se mencionan las vitriólicas diatribas que escribió contra Donald Trump cuando --en su momento-- pidió la pena de muerte para esos chicos. 

Sólo el New York Times recuerda que, al comienzo del caso, Hamill escribió una columna llena de empatía hacia ellos, pero considerándolos culpables, dando por válido lo que decía la policía al respecto. Lo que me hace pensar que, pese a haberlo despedido poniendo su foto en la portada, tal vez aún quede algo de ese resquemor tan del siglo pasado entre los periódicos grandes y poderosos y los pequeños pero populares, muy bien retratada en The paper

Hamill, después de todo, nunca escribió en el New York Times. Siempre lo hizo en tabloides --a los que incluso llegó a dirigir-- que le disputaron el trono en la ciudad, dedicándose a escribir desde la calle, respetando esos códigos que no admiten jamás siquiera pensar en permitirse algo parecido a esa soberbia que invita a usar tiradores. Pero orgullosos siempre de ser justo eso que son. Y eso que somos, por supuesto, a pesar de la pandemia, el nuevo siglo y todos los cambios en este oficio.