Le mando unos escritos a la editora y me pide, si es posible, que tenga alguna foto para acompañar. No le respondo inmediatamente porque hace tiempo que vengo pensando en este asunto, pero no sé exactamente cómo resolverlo. El problema radica en que para ilustrar las crónicas que publico en mis redes sociales, también utilizo fotografías. Llego a casa, abro el cajón del escritorio y comienzo a contar: treinta fotos para cuarenta años de vida.

Pienso en mi ex y en que desde que la conocí le pedía fotos de la infancia o de primer grado. Ella constantemente evadía el tema como molesta. De tanto insistirle, una tarde, me paró en seco y me dijo algo que no se me había ocurrido hasta ese momento:

—Salo, para que haya fotos tiene que haber una cámara y en mi casa nunca hubo una. Los pobres no tenemos fotografías.

Fotografiar es conferir importancia, escribió Susan Sontang en su libro sobre la fotografía. Estuve en la India, me lavé la cara en el Ganges y me salió un sarpullido, pasé por la puerta de la casa del Dalai Lama, hice montañismo en el Himalaya, recorrí en tren desde Nueva Dehli hasta el Tibet, ¿o lo soñé?

No hay registro de todo eso, tampoco de las personas con las que lo compartí, pero lo que verdaderamente me asombró fue no encontrar fotos con mis parejas.

¿Quiénes eran, por qué me amaron? ¿Tomamos chocolatada con churros en el borde de un arroyo en Villa Ventana, conocí Crespo, subí el cerro del amor, tomé helado una tarde de diez grados bajo cero en Malmo? Y lo de Copenhague, ¿lo vi en una película? Aquella noche después de escuchar Góspel en el teatro municipal, salimos a la blancura, armé una pequeña bola de nieve que arrojé a unos niños suecos de no más de siete u ocho años y así comenzó un intercambio en el que participamos todes. ¿Qué va a pasar cuando la memoria comience a fallarme? ¿Qué pudo haberme sucedido entre los doce y los treinta y ocho años para que yo misma no quisiera registrar diferentes experiencias, pudiendo hacerlo.

Ser gorda. Tener una corporalidad que se sale de los parámetros de normalidad socialmente impuestos. Vengo escondiéndome desde que la sociedad me dejó bien en claro que no me iba a permitir llevar una vida como la de las delgadas. Volviéndome una cabeza sin cuerpo, corriéndome, tapándome detrás de los otros. El sistema ha logrado uno de sus objetivos: Borrarme. Peor aún, yo misma materialicé ese borramiento o intenté hacerlo. Después, en algún conversatorio gordo, hablaré acerca de la invisibilización, de no estar representades, de no ver gordes en la televisión, en el cine, ni en ningún lado. La teoría siempre es más fácil que la práctica.

Finalmente, si tengo que sacarme una foto y no queda otra, lo primero en lo que pienso y que muchas veces he dicho en forma de chiste cuando nos fotografiaban con mis compañeres de activismo: No me saques gorda. Que sería lo mismo que decir: no me saques. No me gusta fotografiarme porque no me gusta verme y entonces pregunto: ¿Por qué una persona no querría verse?

No puedo sacarme todas las fotos que evité, de las que me corrí, las que me puse atrás y las que me perdí por darle lugar a lo que el sistema, la industria de la dieta, la moda y la cosmética necesitan que yo piense para que ellos sigan ganando dinero: que soy fea (gorda) y que tengo que comprar todo lo necesario para volverme linda (Flaca). Un camino que conocí y que es un callejón sin salida.

Le escribo a la editora explicándole que lo de la foto no va a ser posible y me quedo pensativa porque ella ya me había ofrecido que un fotógrafo profesional me saque la foto y me negué. No quise. Después me ofreció que le mande una de las mías y le estaba respondiendo negativamente a esa otra posibilidad. -Va a pensar que me hago la difícil, se me ocurrió. Entonces, seleccioné entre las treinta fotos una con poco ángulo y con los colores desgastados, pero que daba cuenta de mis buenas intenciones y se la mandé adjunta al mail con la frase que me decía mi papá cuando de chica me sorprendía con su cámara: No te acomodes las medias que es foto carnet.