“Ok, está pasando”: ese fue el mensaje que recibí en el grupo que tenemos con cinco de mis compañerxs de trabajo después de enterarnos que una actividad de capacitación que teníamos programada se suspendería producto de la aparición de los primeros casos de coronavirus en el país. Después de haber empezado aquella semana parando para asistir a la movilización del Paro Internacional Feminista, esperábamos poder reunirnos para seguir con la planificación anual que ya habíamos arrancado en febrero. No pudo ser.

La pandemia llegó para llevarse las pocas certidumbres que teníamos sobre nuestro trabajo. Mirando en perspectiva estos cinco meses, aún me cuesta creer que haya operado en nuestras vidas semejante transformación. A partir del aislamiento social preventivo y obligatorio la mayoría de las personas comenzó a pasar sus días y semanas dentro de casa. “Idealizar la cuarentena es un privilegio de clase”, fue la frase que se viralizó cuando declinaba marzo. Y sí, supongo que para quienes tienen una vivienda digna y un ingreso mayor a la canasta básica el ejercicio de permanecer puertas adentro pudo haber sido interesante. Pero para les miles de trabajadorxs de la salud del país, en especial del sector público, la cosa desde el principio fue bastante diferente.

Mis compañeres y yo no somos ni médicos ni enfermeras; nuestros saberes vienen de la antropología, la sociología, el trabajo social, la psicología -entre otros- que trabajamos en salud. Somos parte de un programa de fortalecimiento del primer nivel de atención que opera en el conurbano bonaerense y depende del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires. En nuestro caso hacemos base en uno de los municipios que componen la Región Sanitaria V; desde el comienzo nuestro espacio privilegiado de trabajo fue al lado de los equipos de salud de los centros de atención primaria (mejor conocidas como “las salitas”) que existen desde hace décadas en cada rincón del AMBA.

Como en otros programas antes que el nuestro (ATAMDOS, Médicos Comunitarios, por citar algunos ejemplos famosos), el sueño que nos ponía en movimiento era que la salud deje de ser pensada como algo que se tiene, y que cuando se pierde se la va a recuperar en el consultorio de un médico (el masculino es intencional). Queríamos que los equipos de salud pudieran pensarse como un actor más del tejido barrial y no como quien mira desde la superioridad de un saber que la mayoría no posee.

Decir eso no niega la historia y el trabajo que nos precede: no es que los centros de salud no fueran parte de los barrios antes de que comenzáramos a trabajar con y en ellos, y menos que menos en el municipio al que fuimos asignadas, cuya tradición en salud comunitaria es reconocida en todo el conurbano. Nosotrxs estábamos ahí justamente porque valoramos eso. Estábamos porque queríamos potenciarlo con cada propuesta, en cada reunión, con cada ronda de mate. Pero como dije en un principio, el coronavirus ya estaba pasando, y no nos imaginábamos aún que tanto nos iba a pasar.

El mirar de frente una pandemia de proporciones históricas con la destrucción del tejido estatal que en poco tiempo produjo el macrismo sobre nuestros hombros se sintió como una asfixia. Sin negar el acompañamiento que tempranamente activaron los Ministerios de Salud de distintas jurisdicciones, el miedo y la desesperación se sintieron desde el principio. No es que no nos creyéramos capaces; el problema es lo ya golpeadas que venían las personas que se atienden prioritariamente en el sistema de salud pública.

A partir del 16 de marzo mi vida giró en torno a aprender a hacer. Tuve que aprender muchas cosas: qué son los coronavirus, qué es una enfermedad zoonótica, por qué hay algunos virus que se contagian por el aire y otros que no, cuál es el equipo de protección personal que debe usar cada trabajador de la salud según su función, el por qué es importante la higiene de manos y la distancia social entre pares, entre otras cosas.

Con mis compañerxs dejamos de compartir el mate, pero empezamos a compartir nociones básicas de epidemiología crítica, en parte gracias a una médica generalista que nos abrió su corazón y su oficina. A medida que los casos fueron en aumento, el municipio nos pidió colaborar con una tarea necesaria para que arranquen a funcionar diferentes circuitos: el rastreo de contactos estrechos de casos confirmados de Covid-19.

Se considera como contacto estrecho a toda aquella persona que se haya mantenido en contacto directo con un caso confirmado durante más de 15 minutos a una distancia de menos de dos metros, durante las 48 horas previas a que ese caso desarrolle sus síntomas o posteriormente a desarrollarlos. También se considera como contacto a toda persona que comparta cocina o baño con un caso confirmado, sobre todo en espacios donde las condiciones habitacionales hacen difícil la separación entre personas -viviendas en barrios populares, instituciones cerradas como geriátricos, pensiones, hogares de niños, niñas y adolescentes, por citar algunos ejemplos-.

Escribo esto “sin repetir y sin soplar”, porque es una definición clave para poder realizar la que se convirtió en mi tarea principal. Como ya ha dicho varias veces Carla Vizzoti, secretaria de Acceso a la Salud de la Nación, en sus conferencias matutinas: por la forma en que circula el virus la única forma eficaz de cortar la cadena de contagio es aislando estricta y preventivamente a quienes puedan haberse contagiado de otras personas.

Rastrear contactos estrechos es una tarea que podría ser más sencilla de lo que es, si no fuese porque, en el AMBA, lo hacemos con una población fuertemente golpeada por el ajuste estructural y la crisis socioeconómica actual. No trabajamos con números sino con personas reales, con cuerpos concretos que tienen historias, padecimientos, y dificultades de todo tipo.

Cuando llamamos a un caso positivo para realizar la entrevista en la que relevaremos sus posibles contactos, nos encontramos con todo tipo de situaciones angustiantes que merecen un abordaje integral que excede a las secretarías y Ministerios de Salud. Cada llamado representa una posible situación de emergencia que requiera la intervención de actores múltiples.

Una vez que termina la entrevista pasamos los datos de las personas reconocidas como contactos estrechos al centro de telemedicina municipal, que se encargará de monitorear su aislamiento durante los días que dure.

Lo que tanto nosotrxs como nuestrxs compañerxs de telemedicina hacemos es un trabajo de cuidados: no sólo escuchamos sino que brindamos información y contención a las personas que están del otro lado del teléfono. Muchas veces nos dicen que es la primera vez que alguien las escucha. Hacer este trabajo de esta manera y no de otra es parte de una mirada sobre la salud que considero, como mínimo, contrahegemónica.

El sistema de salud continúa centrado en lo biomédico, a pesar de los esfuerzos de trabajadorxs de la salud e investigadores por cambiar el foco. Los medios de comunicación hacen carne de esa mirada: llenan horas de aire hablando de médicos, enfermeras y terapias intensivas, pero casi no miran a profesionales no médicos cuyo trabajo es fundamental para el acompañamiento de los casos con síntomas leves.

Ni que hablar de las miles de administrativas y promotoras de salud que ponen la cara y salen a los territorios en los que la principal fuente de contagio está en la propia casa. O de las miles de mujeres al frente de comedores y merenderos, en lucha por ser reconocidas como trabajadoras esenciales a través de un salario, que todos los días cuidan del hambre a las personas a quienes alimentan.

La pandemia evidencia lo que la sociedad experimenta como salud, en una retroalimentación constante con el sistema que parece sólo médico. No está mal que se informe sobre los peligros que representa el virus para las poblaciones en grupos de riesgo; lo frustrante es que la amenaza prime por sobre los discursos del cuidado colectivo.

Por más que sea duro de escuchar, no se pueden revertir los cuatro años de repetición neoliberal del sálvese quien pueda y de la supervivencia del más apto en cinco meses. Nuestrxs interlocutores nos cuentan de las discriminaciones que sufren por tener un diagnóstico de Covid positivo, de los miedos a perder la vivienda por toma o por desalojo de un propietario feroz, o a perder el trabajo porque el patrón no quiere que le cuente a lxs compañerxs de laburo que contrajo el virus.

Entre los mensajes que se dan desde diferentes sectores con respecto a la convivencia con el virus, es importante reflexionar sobre cómo se informan las implicancias vitales que tiene contraer Covid-19, más allá de la gravedad de los síntomas. Ser catalogado como “caso leve” no salva de los días de aislamiento propio y de quienes nos rodean, de no poder salir a trabajar o ir a buscar la vianda al comedor. Ni que hablar si el aislamiento hay que realizarlo junto a un violento. Las vidas precarizadas por la pobreza estructural, la crisis económica y las violencias de todo tipo sufren la enfermedad sin importar que la misma sea transitada como un resfriado, porque los movimientos que implican en la cotidianeidad son mucho más importantes.

Para que el aislamiento sea posible tiene que haber muchos circuitos funcionando simultáneamente, desde quien acerca el bolsón de mercadería al domicilio de quien no tiene ingresos hasta quien maneja la camioneta que traslada al centro de aislamiento a quien no puede aislarse en su hogar producto del hacinamiento.

Mis compañerxs y yo somos parte de ese circuito mayor, ya sea a través de los llamados que hacemos o participando de vez en cuando en los operativos DETECTAR que se realizan en el municipio con apoyo provincial y nacional. En estos meses nuestra tarea se fue complejizando, bailando al ritmo de la curva de casos que continúa subiendo. A través del diálogo con otras partes del sistema y de la autocapacitación constante intentamos que nuestro trabajo sea el nexo entre las personas y su derecho a la salud integral. Partimos de la base de que el/la/le otrx es un sujeto cuya dignidad debe ser respetada, aún cuando no pueda (o incluso no quiera) cumplir con las indicaciones que es nuestra obligación dar. Contraer un virus antes desconocido, muy contagioso, no puede poner a las personas en la posición de objetos del sistema de salud. Como afirman las compañeras de la Fundación Soberanía Sanitaria -cuyo libro Salud Feminista (Tinta Limón) es de lectura casi imprescindible en estos tiempos-, la salud pública debería ser una herramienta que garantice derechos y justicia social.

Por más que no se enuncie como tal, en nuestro hacer nos esforzamos por tener una mirada feminista sobre la salud: una que reconozca la complejidad de los seres que viven la pandemia en carne propia. Que sepa de la importancia de las tareas de cuidado que realizan las mujeres en sus hogares, que no haga oídos sordos a las denuncias de expulsión del sistema que se realizan desde el colectivo LGTTBIQ+ y las personas migrantes, que se adelante a la esperable falta de controles médicos de varones adultos a la hora de considerar el agravamiento de los síntomas que provoca el virus, que conozca las consecuencias que tiene el déficit habitacional sobre las posibilidades de evitar contagios en familias que no son tipo.

Sabemos que falta mucho y que esta mirada no es compartida por todo el sistema; por más que muchos días terminemos agotadxs y casi sin esperanza, al día siguiente ponemos manos a la obra y seguimos sosteniendo. Habrá un después de la pandemia y quizás las semillas que plantamos ahora dentro de un tiempo puedan florecer.