La figura del sociólogo Émile Durkheim siempre se ha colocado como un nombre que invoca lo mejor del desarrollo científico en una disciplina que siempre se ha prestado a las más diversas interpretaciones. Cosa que, en líneas generales, parecería ir contra el espíritu mismo de lo científico: el dato, como sinónimo del hecho, siempre se enfrentó a la interpretación. Visto desde el día de hoy, incluso, parecería sintetizar un momento ya lejano en el tiempo de lo que significa hacer sociología, más en nuestros ambientes, donde la oposición “cuanti” y “cuali” marcan dos líneas enfrentadas. O se está cerca de las variables demográficas y la matematización del saber, o se está cerca del ensayo, la filosofía y hasta la literatura. Sin embargo, a más de cien años de su fallecimiento, volver a Durkheim no es sólo un intento por reconstruir la época en donde pensó y los conflictos que atrevesó, sino también revisar su legado en lo que se refiere a la construcción de una disciplina y a un camino abierto para el pensamiento científico. Al menos, así se deja ver en las cuantiosas páginas de la biografía que le dedicó el también sociólogo canadiense Marcel Fournier, recientemente editada por FCE, y que insisten en las opciones metodológicas y vitales de alguien cuya biografía resulta la presentación de un espíritu racional envuelto en las sinrazones de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

Nacido el 15 de abril de 1858 en Épinal, capital de los Vosgos, Francia, Émile David Durckheim (el segundo, su nombre religioso) es el último de cinco hijos de la pareja conformada por el rabino Moïse y Mélanie. Moïse representa al judío de fuerte raigambre en el mundo cultural germano que incluso habla francés “con acento”, pero que tiene algunas intenciones de renovar la práctica de la tradición y adaptarse a ideales más republicanos. El conflicto entre tradición y modernidad atraviesa toda la época para la cultura judía francesa, hasta el punto de que Moïse sabe interactuar con los espacios más conservadores y también con las figuras políticas del momento. Los “Durckheim” pasan a ser “Durkheim” y a cambiar la pronunciación de su apellido por una más francesa en un tiempo en donde las relaciones entre la incipiente Alemania y Francia comienzan a tensarse para luego terminar en la Guerra franco-prusiana (1870-1871).

Émile Durkheim tiene una carrera notable como estudiante. Aplicado a una disciplina estricta, apuesta, siempre que puede, por la exposición de argumentos claros frente a la “moda” de entregarse a giros retóricos que resulten interesantes para la audiencia, pero en sí poco susceptibles a un análisis riguroso. En 1879, logra ingresar a la École Normale Supérieure luego de dos fracasos, y tiene como compañeros a otras figuras claves del porvenir, como el futuro intelectual socialista Jean Jaurès y el filósofo del intuicionismo Henri Bergson. Ya como profesor, Durkheim se toma una licencia en el período 1885-1886 de su labor docente para viajar como becado a Alemania. En algún punto, considera que los vicios “literarios y retóricos” del mundo académico francés son reemplazados por la seriedad metodológica y el nuevo campo de investigaciones abiertos en el ámbito alemán. Lee allí la obra del padre de la psicología experimental, Wilhem Wundt (1832-1920), de Karl Marx (por influencia de un amigo) y de economistas como Adolph Wagner o Gustav von Schmoller, lo cual lo lleva a pensar la posibilidad de una lectura de la economía por fuera de las bases naturales del liberalismo y más apoyada en cuestiones morales e históricamente contingentes.

Durkheim parece concentrar todas estas influencias en la transformación de la sociología de una especie de apuesta teórica (arriesgada, individual y hasta caprichosa) de Auguste Comte en un tipo de saber preciso, colectivo y con su propio método. El problema del vínculo del sujeto con la comunidad, y la reflexión en torno a la influencia de lo grupal en la formación de un carácter individual, resultan claves de este pensamiento. Se suma a eso la progresiva desmitificación de las instancias consideradas “naturales” de la vida en conjunto: trabajos como El suicidio (1897) o Las formas elementales de la vida religiosa (1912) buscan demostrar que, por un lado, la decisión trágica y fatal de un individuo responde a factores estrictamente sociales que pueden ser medidos, sacándole el costado “romántico” al hecho. Y, en el segundo, apuesta por entender a la religión no como la manifestación de una verdad ultraterrena, metafísica, sino como un modo de vida colectiva que dispone reglas de formación moral importantísimas para entender por qué actuamos de la manera que actuamos. Si bien sus textos siguen teniendo cierta impronta evolucionista propia de la segunda mitad del siglo XIX, por la influencia de Darwin pero, más aún, de Herbert Spencer, Durkheim todo el tiempo trata de despegarse de esos acercamientos para promover la idea de que, no importa el pueblo considerado ni el momento histórico, siempre prima en todo momento un comportamiento racional del hombre susceptible de ser analizado racionalmente. Por eso, su tesis doctoral, La división del trabajo social (1893) y, sobre todo, Las reglas del método sociológico (1895) son las grandes muestras de este esfuerzo por afilar la herramienta de trabajo para poder avanzar sobre hechos sociales que resultan, muchas veces, confundidos con la casualidad o hasta el milagro.

Durkheim es la síntesis de una Europa que termina con el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Intelectual refinado, prudente, de una vida que se confunde con la de las instituciones en las que trabajó (incluyendo la Sorbona), también tuvo manifestaciones públicas que marcaron esa época, como su posición favorable a la perspectiva de Zolá en torno al Caso Dreyfus o su reacción en contra de la irracionalidad que la Gran Guerra había despertado. De ese evento no saldrá ileso: pierde a varios colaboradores de la publicación central en su carrera, la revista L’Année Sociologique (que fundó en 1898), y, aún más gravemente, a su hijo, André Durkheim, en el frente de batalla búlgaro, el 17 de diciembre de 1915. Esa muerte lo sume en una tristeza profunda de la cual no podrá salir, y que muchos consideran la causa de su fallecimiento, el 15 de noviembre de 1917. 

La biografía de Marcel Fournier, de un tono definitivo y fruto de un enorme esfuerzo de investigación que honra a su biografiado, es mirar desde el prisma de un modelo de científico a los sucesos históricos más relevantes del mundo occidental y su profunda carga de barbarie. La apuesta objetiva de Durkheim no es un intento de negar esos hechos, sino un esfuerzo voluntario por tratar de pensarlos medularmente para poder, de allí, extraer las conclusiones que orienten la búsqueda de un mundo mejor. Si bien su posición se acerca, por momentos, a cierto conservadurismo fundamentado en lo científico, también, como toda actividad racional guiada con honestidad, descubre modos de poder discutir, incluso en el presente, las posiciones extremas que vuelven a apoyarse en la falta de información certera o en las hipótesis mágicas o naturalistas. ¿Qué tiene de nuevo Durkheim para volver hablar sobre él? De nuevo, nada. Sigue teniendo, sí, su enfoque y su crítica, una vigencia que no debería sorprendernos.