El mago de la ciencia ficción tenía 11 años cuando eligió por primera vez una carrera: sería mago y recorrería el mundo con sus hechizos. Un año después le regalaron una máquina de escribir para navidad. Y decidió hacerse escritor. Entre la decisión y la realidad, hubo ocho años de escuela y colegio, y de vender periódicos en una esquina de Los Angeles. La primera vez que le aceptaron un cuento a Ray Bradbury, en la revista Script, tenía 20 años. El gran hechicero del siglo XX, prolífico en sortilegios narrativos, el autor de más de 30 libros entre los que destacan Crónicas marcianas y la novela Fahrenheit 451, cumple 100 años. Su convicción literaria interpela a lectoras y lectores del mundo: “Llénate los ojos de asombro, vive como si te fueras a morir en diez segundos. Ve el mundo. Es más fantástico que cualquier sueño que alguien pueda fabricar”.

El niño pobre de Illinois

Amamos a Ray o a Bradbury -el afecto con que nos referimos a los escritores admirados es algo muy íntimo- por su imaginación exuberante y la poesía que destila su prosa. También lo amamos porque, aunque a veces cueste asumirlo, somos románticos incurables: nos gustan las historias en las que los libros pueden cambiar vidas y destinos. El niño pobre de Illinois, nacido como Ray Douglas Bradbury en Waukegan, el 22 de agosto de 1920, se hizo lector y escritor gracias a las bibliotecas públicas. “Yo no estudié en la universidad porque era muy cara, toda mi formación la conseguí en las bibliotecas públicas (…) Amo las bibliotecas, si tocas una, me tocas a mí." 

El joven Ray, que tenía poco dinero y estaba recién casado, encontró una solución a su precariedad económica. En un sótano de la Universidad de California había unas máquinas de escribir a las que tenía que ponerle 10 centavos de dólar cada media hora. En nueve días gastó nueve dólares; con eso escribió la primera versión de Fahrenheit 451, su novela preferida (en su lápida dice “autor de Fahrenheit 451"), una de las más prestadas de la historia de la Biblioteca Pública de Nueva York y un éxito cinematográfico de la mano del director François Truffaut: “Bah, demasiado intelectual”, opinó Bradbury de la película.

En la reedición de Fahrenheit 451, traducida por Marcial Souto con ilustraciones de Ralph Steadman, publicada por Libros del Zorro Rojo, hay una introducción escrita por Bradbury, fechada el 5 de marzo de 2004: “Cada vez que doy una conferencia digo que el principal problema de nuestra civilización no es la guerra contra el terrorismo o el desempleo. Es enseñar a leer y a escribir”. 

La duda crece en Guy Montag, el bombero que al principio de la novela quema libros y las casas donde se encontraban ilegalmente guardados. “Quizá los libros empiecen a sacarnos de la cueva –le dice a su mujer-. ¡Podrían impedir que cometamos los mismos errores demenciales!." Montag descubre que no puede seguir con su trabajo después de quemar a una anciana que se negaba a abandonar sus libros. Y recurre al profesor Faber, que le dice algo que calza como guante a la vigencia de Bradbury: “Los buenos escritores tocan con frecuencia la vida. Los mediocres la rozan apenas con la mano”. Y tocó la vida, con variaciones y altibajos, en El hombre ilustrado, El vino del estío, La feria de las tinieblas, El árbol de las brujas, Las doradas manzanas del sol y Zen en el arte de escribir, por mencionar apenas un puñado de títulos.

A diferencia de otros escritores cuya obra pareciera sucumbir a una suerte de obsolescencia programada, Bradbury llega en buena forma a su centenario, ocho años después de su muerte, el 5 de junio de 2012, a los 91 años. Su permanencia probablemente se deba a varias razones, tal vez la más significativa sea que la potencia narrativa de su obra no radica en el andamiaje tecnológico sino en el acento puesto en lo humano. El director de cine José Luis Garci lo definió como “un humanista del futuro”. 

Las Crónicas marcianas llegaron a la Argentina en 1955, cinco años después de su publicación en Estados Unidos, editadas en Minotauro por Francisco “Paco” Porrúa, quien no solo tradujo el libro bajo el seudónimo de Francisco Abelenda, sino que encontró al mejor prologuista de estas tierras: Jorge Luis Borges. “Su tema es la conquista y colonización del planeta. Esta ardua empresa de los hombres futuros parece destinada a la época, pero Ray Bradbury ha preferido (sin proponérselo, tal vez, y por secreta inspiración de su genio) un tono elegíaco. Los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, plantea Borges, que no vacila a la hora de dar su bendición; sabe que esos relatos perdurarán.

“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima? Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión de Marte (…) En este libro de apariencia fantasmagórica, Bradbury ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad, como los puso Sinclair Lewis en Main Street”, pondera Borges en el prólogo.

El humanista conservador

El amor a un escritor tropieza, muchas veces, con una piedra en el zapato de las conciencias lectoras: el ruido o malestar que generan las opciones políticas. Bradbury, “el humanista del futuro”, era un conservador que aceptó en 2004 recibir la Medalla Nacional de las Artes en manos del entonces presidente George Bush. Su cercanía y afinidad con los republicanos nunca opacó sus mejores páginas. 

“Tuve un almuerzo con Gorbachov en Washington en 1992 y le pregunté: ‘¿qué piensa usted de Ronald Reagan?’. Y Gorbachov me dijo: ‘su presidente más grande’. Le pregunté por qué decía eso y me contestó: ‘Mire, Kennedy nunca lo dijo, Nixon tampoco; Reagan, sí: ‘¡Tiren abajo el Muro!’. Reagan les dio libertad a todos los países europeos, por eso fue el mejor’. Eso me dijo Gorbachov, y creo lo mismo: Reagan fue fantástico”, confesó Bradbury. 

El gran hechicero de la literatura del siglo XX despotricó contra las nuevas tecnologías. Cuando lo llamaron desde Yahoo para ofrecerle poner sus novelas en Internet los mandó al infierno. “Que quemen la red en lugar de quemar libros”, sentenció. “Los libros sólo tienen dos olores: el olor a nuevo, que es bueno, y el olor a libro usado, que es todavía mejor”, proclamaba en la piel del romántico criado a la antigua usanza. Peor se ponía si alguien sugería que las bibliotecas donde él se formó están en vías de extinción. “No creo que las bibliotecas estén obsoletas y no permitiré que acaben con ellas, así me tenga que poner en medio para evitarlo."

Borracho de escritura

Pedirles a los escritores que opinen de (casi) todo, que devengan “todólogos”, es una exigencia con resultados erráticos. Mejor leerlos o escucharlos hablar sobre las aguas donde nadan más cómodos. Hay mucho material para explorar en los ensayos que integran Zen en el arte de escribir. “¿Y qué se aprende escribiendo?, preguntarán ustedes. Primero y principal, uno recuerda que está vivo y que eso es un privilegio, no un derecho. Una vez que nos han dado la vida, tenemos que ganárnosla. La vida nos favorece animándonos y pide recompensas. Así que si el arte no nos salva, como desearíamos, de las guerras, las privaciones, la envidia, la codicia, la vejez ni la muerte, puede en cambio revitalizarnos en medio de todo”, enumera Bradbury en uno de los textos. 

“Segundo, escribir es una forma de supervivencia. Cualquier arte, cualquier trabajo bien hecho lo es, por supuesto. No escribir, para muchos de nosotros, es morir. Debemos alzar las armas cada día, sin excepción, sabiendo quizá que la batalla no se puede ganar del todo, y que debemos librar aunque más no sea un flojo combate. Al final de cada jornada el menor esfuerzo significa una especie de victoria. Acuérdense del pianista que dijo que si no practicaba un día, lo advertiría él; si no practicaba durante dos, lo advertirían los críticos, y que al cabo de tres días se percataría la audiencia. Hay de esto una variante válida para los escritores (…) Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya."

Desde Barcelona, Marcial Souto, escritor y traductor de Bradbury y de J. G. Ballard, pondera la enorme fuerza y autenticidad de alguien que escribía de manera muy visceral. “Bradbury fue un gran cuentista, un autor de cosas breves, intensas y rápidas. Se levantaba, pisaba una bomba y se pasaba el resto del día juntando los pedacitos. Casi todo lo que escribió lo hizo minutos después de levantarse; se despertaba con algo que él llamaba ‘el teatro del alba’ en la cabeza, como restos de un sueño, iba a la máquina y se ponía a teclear lo que había oído en el sueño”, recuerda Souto a Página/12

“Hay un cuento famoso, ‘La pradera’, de El hombre ilustrado, de unos chicos que tienen un cuarto de juego con cuatro paredes que son pantallas de televisión, lo que aparece en Fahrenheit, y de algún modo interactúan con esas pantallas y crean, según su estado de ánimo, situaciones verdaderas, una suerte de pradera africana con leones. En un momento esos chicos invitan a los padres a entrar y hacen lo que desean algunos chicos: deshacerse de los padres con los leones”, subraya el escritor y traductor que leyó Crónicas marcianas a los 16 años, cuando vivía en Montevideo.

Bradbury escribía con emoción. Recomendaba siempre correr hasta el borde del acantilado, saltar y mientras uno caía inventarse unas alas, es decir tirarse sin red”, explica Souto. “Una vez me contó que tenía una suerte de fichero con 400 ó 500 cuentos en diversos estados de todas las épocas de su vida. Trabajaba en un cuento hasta que empezaba a cansarse o aburrirse un poco y cuando se daba cuenta de que no estaba muy entusiasmado lo dejaba. Y ponía la fecha en la que había escrito la última línea. Después volvía a hojear los cuentos y de repente le parecía uno interesante y añadía una o dos páginas, si se entusiasmaba con el texto. Decía que todo lo que él había escrito tenía una especie de uniforme entusiasmo. Su obra sigue tan viva porque nos trasmite entusiasmo y movimiento. No es algo fabricado; es algo sentido. Está vivo porque es un chico muy entusiasta; por eso sus mejores textos son los que tienen que ver con la infancia."

Souto (La Coruña, España, 1947) advierte que el éxito de Bradbury en la Argentina se debe “a las magníficas traducciones de Paco Porrúa. Una beca para perfeccionar su inglés le permitió viajar a Estados Unidos en 1968, cuando tenía 21 años. Souto aprovechó la estadía para visitar una convención mundial de ciencia ficción, donde se cruzó con varios autores y personajes como Forrest Ackerman, que tenía un museo dedicado a la ciencia ficción y fantasía. En la casa de Ackerman conoció a Bradbury. Souto, que tradujo diez libros de Bradbury, tuvo un papel destacado en la visita del escritor estadounidense a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en 1997

“Me dijo que fue la mejor experiencia que había tenido en su vida como escritor por cómo lo trató la gente y el interés verdadero que había”, recuerda Souto. Bradbury firmó tantos libros que terminó con un dolor molesto en la muñeca, tuvo que ser escoltado por la policía para que pudiera salir del predio y recibió tantos regalos que regresó al hotel con tres bolsas, una botella de vino en una mano y la corbata en la otra. “Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas”, se lee en Zen en el arte de escribir.

 

No pudo viajar a Marte como deseaba. “Ya les dije a las personas responsables de los viajes espaciales que cuando muera, vayan y pongan mis cenizas en una lata de sopa Campbell’s y las lleven a Marte para enterrarlas en un lugar llamado Abismo Bradbury. Ya no podré ser la primera persona viva en llegar a Marte, pero al menos quiero ser el primer muerto en llegar tan lejos."