Desde Londres

El comienzo de las clases es un pilar del retorno a la nueva normalidad que busca el gobierno de Boris Johnson en medio de la pandemia. El día D de las escuelas es el martes 1 de septiembre. En un intento de reasegurar a educadores y padres luego de un mes caótico en el manejo de la educación, el primer ministro destacó la importancia del regreso a las aulas más allá del coronavirus. “Las oportunidades de una generación están en juego. Sería enormemente perjudicial para el desarrollo de los estudiantes y su salud no concurrir a la escuela. El riesgo de infección es mínimo”, aseguró el primer ministro.

Nadie está del todo convencido de este mensaje que Boris Johnson viene machacando desde que el fin de semana volvió de vacaciones. Una mayoría de los padres acepta con resignación, hastío y miedo la decisión oficial, pero hay una intensa minoría que se resiste a hacerlo. Entre los educadores se critica – una vez más – la improvisación del gobierno.

El Sindicato que representa a maestros y profesores, la National Education Union, acusó al gobierno de “absoluta negligencia” por no tener un “plan B” en caso de que haya un rebrote. “Las escuelas necesitan saber qué acción tomar en caso de que ocurra un rebrote del virus en escuelas individuales o de modo más generalizado a nivel nacional, regional o local. Nadie lo sabe”, señaló el secretario general Kevin Courtney.

El gobierno minimiza este riesgo con datos de la Oficina Nacional de Estadísticas (ONS). Según la ONS de más de un millón de niños que asistieron al pre-escolar y la escuela primaria en junio, solo 70 chicos y 128 educadores contrajeron la covid-19. Chris Whitty, máximo asesor en temas médicos del gobierno, aseguró que los niños serían mucho más afectados si no vuelven a la escuela que si se contagian el coronavirus.

El gobierno ha publicado una imbricada guía para minimizar el riesgo de contagio en las escuelas. Entre las medidas se encuentran una mayor higiene obligatoria, la distancia social y la creación de grupos más pequeños (“bubbles”: burbujas) para “reducir el contacto entre los chicos y el personal”. La idea es que con las “bubbles” se limitará el contacto directo entre chicos de primaria. “El énfasis con los secundarios será la distancia”, dice la guía.

¿Deberán usar barbijo los estudiantes secundarios? Johnson se manifestó el lunes en contra, pero añadió que estudiaría “la evidencia científica”. El martes por la tarde “The Guardian” publicó que, más allá de lo que opinara el primer ministro, los directores de cientos de escuelas inglesas, con el apoyo de sindicatos y el laborismo, estaban decididos a incentivar el uso de barbijos. Por la noche y ante la inminente rebelión, el primer ministro dejó de lado su rechazo al uso de los barbijos en la secundaria. En Escocia, que empezó las clases hace dos semanas, es obligatorio.

¿Quién pone la nota en las escuelas?

El caos educativo del gobierno de Johnson va más allá del ámbito estrictamente sanitario. En agosto se conocen dos resultados clave de los exámenes de escuela secundaria del sistema inglés: los GCSE y los “A levels”. Las notas son determinantes en la especialización científica, humanística o técnica que pueden elegir los estudiantes (GCSE) o en la Universidad a la que podrán aspirar (A Levels). No es un tema menor de cara al futuro. La mitad del parlamento fue a Oxford o Cambridge (los famosos “Oxbridge”): las universidades de más prestigio son un pasaporte laboral.

El coronavirus dejó en el aire este sistema porque por la pandemia se suspendieron las pruebas de mayo. ¿Cómo hacer para recuperar la “normalidad educativa” sin las notas del GCSE y los A Levels que determinan la progresión educativa? El gobierno ideó un algoritmo.

En teoría el algoritmo era una fórmula neutra que daría los resultados esperables para cientos de miles de estudiantes. En la práctica resultó un desastre. La fórmula (Pkj = (1-rj)Ckj + rj(Ckj + qkj - pkj) terminó con un 40% sacando peores notas que las anticipadas por sus profesores y con cantidad de resultados francamente esotéricos. Lejos de la neutralidad, el algoritmo resultó clasista. Los estudiantes de sectores más pobres recibieron peores notas que los de escuelas privadas.

En medio de la tormenta el ministro de educación, Gavin Williamson, defendió enfáticamente el algoritmo. Las protestas de estudiantes, las quejas de los padres y la presión sobre los diputados, cambiaron rápidamente las cosas. Unas 48 horas más tarde el mismo Williamson admitió que la fórmula no había funcionado y que el gobierno cambiaría el modo de evaluación.

El costo político

Es imposible que en medio de este maremoto político el gobierno transmita confianza en su política educativa y su decisión de recomenzar las clases el próximo martes. Habrá que ver el resultado de la reapertura: un rebrote tendría un costo no solo sanitario sino político. Eso sí, conviene hacer una aclaración. A pesar de estos desastrosos 10 meses de gobierno, los conservadores mantienen una ventaja de dos puntos sobre los laboristas en las encuestas.

Es cierto que esta ventaja era abismal en marzo y que hoy Boris Johnson es menos popular que el nuevo líder laborista Keir Starmer, pero los británicos parecen instintivamente confiar más en su partido. La historia reciente parece confirmarlo. En los 13 años de gobierno laborista con Tony Blair y Gordon Brown (1977-2010), el partido pagó con una pérdida constante de votos cada uno de sus errores (entre otros la guerra de Irak). En los 10 años que gobiernan los conservadores, ganaron tres elecciones con un drástico programa de austeridad, caída de los niveles de vida y Brexit.

          No solo eso. En dos de las tres, aumentaron su caudal electoral hasta conseguir cómodas mayorías parlamentarias. Solo la reina del anti-carisma, Theresa May, perdió votos y escaños en 2017 a manos de los laboristas. Entre amplios sectores de la población esta posición “default” conservadora, le está sacando las papas del fuego al gobierno de Johnson.