Como sucedió con la adaptación al cine que hizo James Whale de la novela Frankenstein, lo que hizo Jean Cocteau con La Bella y la Bestia (1946) marcaría el imaginario visual y sensual de ese relato en las sucesivas versiones. Y una de las marcas que también impuso Cocteau a ese cuento de hadas romántico fue su impronta queer, que venía desarrollando en su obra poética, literaria, teatral y visual, desde principios del siglo XX, pero que tras la Segunda Guerra se haría aún más explícita. Si en La sangre de un poeta (1930), su ópera prima, Cocteau desencadenó un surrealismo queer, con dosis de anarquismo onírico y deseo polimorfo, yendo del chongo en cuero a la hermafrodita, pasando por el transformismo, en La Bella y la Bestia parece abrir el mismo candado del súper-yo para liberar un sueño más infantil, más de cuento para ir a la cama y tener pesadillas eróticas con los instintos más viscerales. De hecho, la película de Cocteau es una de las más logradas expresiones en cine de l’amour fou, postulado radicalmente surrealista del romance demencial con lo prohibido, extraño, insólito: King Kong ya había sido una película celebrada por la troupe surrealista. A esta historia de amor, basada en la versión más célebre y abreviada de La Bella y la Bestia, la que hizo de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, Cocteau logra crear un juego queer que, si bien pareciera solapado, es explícito: empezando por los vestidos extravagantes de la Bestia, con más joyas y brillo que los de Bella, interpretado por Jean Marais, galán y amante de Cocteau, que sale con el torso desnudo gratuitamente, y hace un triple papel: de aldeano viril, de Bestia glam y de príncipe afeminado. El alto voltaje de erotismo fou llega a su esplendor en la escena donde Bestia satisface su sed bebiendo agua directamente de las manos de Bella; escena que aún tiene una dimensión sensual, enfatizada por los primeros planos, que está más cerca del porno que de la fábula infantil. Un espejo que transforma hombres en mujeres y viceversa, cuerpos humeantes, una mujer que viaja literalmente de una cama a otra, brazos que brotan de las paredes, estatuas semidesnudas, espacios de ardiente oscuridad, mucha gasa al viento y vestuario teatral y operístico hasta el fetichismo completan una fábula queer que expresa la imposibilidad de contener los deseos más profundos, humanos, animales y/o poéticos. “Yo soy el monstruo”, le dice Bella a Bestia en el bosque del guión de Cocteau, y el juego de intercambio de identidades tiene tanta magia orgiástica como el de Shakespeare en Sueño de una noche de verano. La película de Cocteau, éxito popular a pesar de todo su volumen marica, dejó una marca plural que precipitó su impronta de onirismo perverso a toda versión posterior de La Bella y la Bestia. Por ejemplo, la versión hardcore y maldita de Walerian Borowczyk de La Bestia, filmada en el auge del porno chic de inicios de los 70, escandalosa por su grado de animalidad, que incluía una bestia que hace cunilingüis y chorrea guasca a lo pavote, entrega su mejor escena en una masturbación femenina con una rosa roja, flor clave del relato de La Bella y la Bestia, con los pétalos entrando y saliendo de la vulva, en un primer plano orgásmico tan primaveral como menstrual.

Glam Disney

Parece que Walt Disney estuvo años tratando de hacer una adaptación animada de La Bella y la Bestia, pero nunca encontró la vuelta y el proyecto quedó congelado. Es posible que al señor Disney, que gustaba de fábulas tenebrosas con monstruosas personificaciones, no se le ocurrió la forma de salir del cóctel de erotismo salvaje que había inoculado Cocteau al relato. Así que recién medio siglo después, los estudios Disney crearon una versión que, de todas maneras, saqueaba el reservorio de muchas de las ideas que había en Cocteau, aunque no se acredite nada: comenzando con los objetos que toman vida (como los candelabros), que no son parte del cuento, y el espejo que produce visiones, un elemento recurrente en la obra del poeta francés, no solo presente en su película de 1946, que Disney también había usado con otra princesa, La bella durmiente, en 1959. Estos elementos, que Cocteau tomaba del surrealismo, eran atractivos para Walt Disney, que había intentado una colaboración con Dalí al mismo tiempo que se filmaba La Bella y la Bestia, que también había quedado inconclusa. Lo cierto es que la adaptación de 1991 de Disney sacó la sensualidad explícita original para crear uno de los últimos clásicos animados, conservando el espíritu más encantador, incluso en su candidez y su maniqueísmo, de la época de oro del estudio de animación. Lo más queer que podía tener es haberla convertido en un musical, algo que también estaba en germen en la dimensión operística de Cocteau, con algunas canciones con alto nivel de camp, en medio de un castillo hechizado y fastuoso. Pero Disney este año, un cuarto de siglo después, hizo que ese musical salga del clóset animado, vuelva incluso a sus raíces, encarando con espíritu queer una remake con actrices, actores y criaturas digitales. Lo de salir del clóset fue literal, porque llamaron a Bill Condon para dirigirla, un cineasta que siempre fue visible como gay y que había echado raíces principalmente en el género de terror en los 90, pero que en los últimos años, gracias a su guión para Chicago (2002) y la dirección de Dreamgirls (2006), la había pegado con el musical en pantalla grande. En el medio hizo dos de las películas más queer de las últimas décadas dentro del cine mainstream: Dioses y monstruos (1998), sobre el director gay James Whale y su historia de amor frankensteniana con un jardinero; y Kinsey (2002), sobre el sexólogo homónimo que puso en crisis la heterosexualidad y la idea de pareja como base de la familia. La Bella y la Bestia era una oportunidad perfecta para que Condon mezcle el terror y el musical, sus géneros donde se mueve con sensualidad queer. Y no defraudó: desde el primer plano de la película, con un pincel poniendo carmín en labios del príncipe, la película está coloreada de mariconería, algo que hace volver al impulso de Cocteau. Pero lo más explícito de esta nueva versión es haber hecho el primer retrato carnal abiertamente queer en una película Disney. El personaje de LeFou de la versión animada, que era el secuaz del galán malvado Gastón, acá sale del clóset en carne viva: interpretado por Josh Gad, ahora LeFou, que se puede traducir como “La Loca”, es afeminado, usa un moño color rosa y se fascina con la virilidad de su “amigo” Gastón. Además canta insinuando su orientación sexual y culmina, en medio del clímax musical, bailando con un hombre. Si eso fuese poco, LeFou es gordo. El primer personaje fuera del clóset de Disney es un gordo puto, que además se escapa del rol servil, de ayudante, al que están condenados muchos personajes gays, porque aunque no es protagonista, interpreta una canción y tiene su lugar destacado en el relato. El gran Condon cargó las tintas para que Disney dibuje la bestia queer de pop global. Y por eso ya tuvo efectos mundiales adversos: el ministro de Cultura en Rusia quiso prohibir La Bella y la Bestia y, aunque no pudo, logró estrenarla prohibida para 16 años; y en Malasia se postergó el estreno por tiempo ilimitado. Pero no todo pasa al otro lado del mundo: el dueño de un cine de Alabama, en EE.UU., se negó, invocando la Biblia, a proyectar la película por su contenido “homosexual”. No sabemos si ese contenido, además del personaje de LeFou, incluye la presencia de Sir Ian McKellen, que también puso la voz en la versión de 1991 y ahora está de cuerpo presente. O tal vez, lo que moleste a alguien de Alabama es la celebración de formas diversas del amor, incluida la interracial, que en la película se vive con mucha felicidad. Lo cierto es que si los próximos proyectos de Disney siguen calentando tanto la pantalla, van a terminar descongelando al viejo Walt y se va a pudrir todo.