Desde siempre estuve condenado a hacer mandados. No recuerdo cuál fue el primer recado que cumplí, el hábito produce amnesia. Acaso por aprender a extraer lo bueno de lo malo, me enamoré de la calle y de su gente. Durante el cumplimiento de crudas penitencias, aquellos servicios fueron mi salvoconducto, me tomaba todo el tiempo posible para estar en libertad, el apodo de "tortuga" estaba ampliamente justificado.
Mi fama de mandadero me trajo clientes fijos sin buscarlos. Zulema, directora de escuela, jubilada, me pagaba con chocolates Bonafide por cada boleta de PRODE que le jugaba. Doña Enia, almacenera de la esquina, me llamaba de apuro, sus pálpitos coincidían siempre con el cierre del sorteo de la nacional nocturna. Pero había un mandado que lo hacía montado a pelo de mi corazón, un encargue que esperaba con ansias, una orden ante la que no podía disimular mi alegría: ir a comprar el simple de moda a Melodías, adquirir un círculo de vinilo que giraba a treinta y tres revoluciones por minuto contra las noventa pulsaciones que experimentaba mi cuerpo agitándose sin frenos frente a los ojos de Haydeé.
Si bien la belleza de la vendedora me resultaba tan perfecta como inalcanzable, no había nada más cercano, íntimo y genuino que lo que me hacía sentir su sola presencia. Un arsenal de excusas servía para quedarme en el local el mayor tiempo posible. Pedía escuchar el disco completo de ambos lados para asegurarme que no estuviera rallado, cuando en realidad sólo esperaba endulzarme con su tonada entrerriana pisando las voces de Sandro, Roberto Carlos o Leonardo Favio.
La lluvia no impidió, aquella tarde, que acudiera en busca de una grabación de un tal Modugno. Un sonido de sirena de bomberos atrajo la atención de la empleada, se dejó llevar por la historia de amor, emocionándose hasta las lágrimas. Al entregarme el producto, me tomó la mano y me dijo, "gracias, tesoro, me encantó... La distancia es como el viento, apaga el fuego pequeño, pero enciende aquellos grandes, una gran verdad, la culpa es de la lontananza, diría mi abuelo".
El sólo hecho de poder conocer una parte ínfima pero no falsa de su pasado, hizo sentirme cerca de ella por un instante, sobre un tapial de calle Cafferata, entre aceros dormidos y vagones herrumbrados, bailé bajo una lluvia torrencial, con la misma felicidad que los pájaros ostentan en los amaneceres. No recuerdo al primer asado al que concurrí, el hábito produce amnesia. Concurro, todavía, a las comilonas en el quincho del Gordo obedeciendo más a la rutina que al deseo. Todo cambió, menos el gusto de la carne. El dueño de casa, de tanto girar hacia la derecha, perdió de vista la salida de su laberinto espejado en odios. Los comensales son otros, más que amigos son contactos, hombres de negocios enamorados perdidamente del dinero, con una contradicción, exhiben mujeres como objetos, en los que gastan fortunas a cambio de nada, tal vez sea como jugar al ajedrez con fichas de arena en dónde pueden canjear antiguos rencores por sordos gemidos. Muchas veces pensé en dejar de asistir, pero, ¿quién le haría los mandados mejor que yo? ¿Quién les conseguiría achuras buenas y baratas, vino a precio de mayorista, rúcula de quinta y pan casero elaborado en horno de barro?
Además dejaría de verme con el Uruguayo, con quien me une una amistad forjada entre escombros de un muro caído y la mentira del fin de la historia. En aquel momento la figura de Washington Figueroa parecía escapada de la tapa del disco del Festival de Woodstock, en la actualidad mixtura un aire de comisario de pueblo y chofer del expreso Andino, pero supo conservar, inalterables, la guitarra y su sensibilidad. En ocasiones, mientras calienta su garganta para interpretar a Larralde o a su paisano Pepe Guerra, suele guiñarme un ojo antes de improvisar coplas en medio de un bordoneo. " No envidio al exitoso/ que tiene la vaca atada/ que divulga por el mundo/ que nunca le faltó nada/ desconfío de la nube/ que oscurece su mirada/ ella dice que en su ducha/ llueve agua dulce y salada."
Cada uno de los asistentes domina distintos temas, en mi caso tengo reservado el campo del romanticismo inútil y el delirio cómico. En la última reunión un abogado exitoso chuceó al anfitrión, amante del cine sobre todas las cosas, aunque frío para las comedias musicales, preguntando al boleo quién recordaba la escena anterior al baile emblemático de la película Bailando bajo la lluvia. Recuerdo bien ese film, pero no quise contestar porque sabía a quién estaba desafiando en realidad. Tal vez recuerdo aquel instante de la obra porque sentí la misma sensación enmascarada. ¿Por qué será que existen recuerdos a flor de piel, aparentemente intrascendentes, mientras que a otros amores consumados uno debe esforzarse para rescatarlos del olvido? ¿Cuántos subsuelos tendrá la memoria? ¿Existirá la distancia entre los sentimientos? En estos tiempos donde todo es descartable e instantáneo, habrá lugar para la alegría del alma en tiempo de espera, ¿ilusionada con un amor verdadero?
Me descolgaron de mis pensamientos los gritos del desafiante, " bueno, si nadie la sabe, entonces...". Contesté tranquilo, como quien se guardó el ancho de espada como última carta, "Kathy lo despide en la puerta del edificio a Don Lockwood, no lo invita a subir, le habla sobre el clima lluvioso de California, lo saluda con un beso y le entrega un disco de Doménico Modugno que el ídolo del cine mudo le había solicitado, el bailarín despide al taxista y expresa su felicidad danzando bajo la lluvia, Gene Kelly guarda bajo su piloto el simple” la lontananza".
El gordo rompió el silencio desquitándose conmigo la bronca de la apuesta perdida: -¿Para qué le preguntan al Flaco?, todos sabemos que es un delirante, además tiene menos películas vistas que un ciego.