Desde París

Viajar por Europa es un laberinto cuyo trazado se renueva cada semana. Nadie sabe con certeza qué fronteras están abiertas y cuáles cerradas. Las buenas intenciones y la unidad de acción se enfriaron en el cajón de los recuerdos. Como ocurrió durante los peores momentos de la pandemia (de marzo a mayo), la Unión Europea vuelve a ser una caja de resonancia cacofónica. Cada Estado va por su camino contradiciendo incluso las recomendaciones del Centro Europeo de prevención y control de las enfermedades (ECDC). Este organismo etiqueta como rojas las zonas donde el total de infecciones es superior a 150 por cada 100.000 habitantes en un lapso de 14 días. En junio, la UE ratificó su política de cara a la apertura de las fronteras y con ello garantió la libre circulación en todo su territorio. En septiembre, aquella rectificación es un enredo. Los Estados miembros fijan a su antojo el acceso a sus territorios sin siquiera prevenir a sus vecinos. 

El pánico ante la posibilidad de una segunda ola de covid-19 enturbió las políticas sanitarias y las medidas favorables a la circulación que las acompañan. Desplazarse dentro de la unión es un juego de adivinanzas. Ni con un mapa de las zonas, ni con los datos actualizados por las cancillerías se tiene garantizada la entrada a ciertos países: distintos países, entre ellos Francia, no restringen el acceso a los viajeros oriundos de otras naciones de la Unión. En cambio, Dinamarca les cierra la entrada a los viajeros franceses, Hungría tiene cerradas sus fronteras mientras que Alemania, República Checa, Eslovaquia, Italia, Rumania, Países Bajos, Grecia o Chipre aplican limitaciones que cambian según los días, los países de proveniencia o el lugar desde la cual se viajó. Bruselas y Berlín desaconsejan a sus ciudadanos viajar a Paris y sus suburbios y tampoco aceptan con plenitud el ingreso de personas que salieron desde esos puntos. En las grandes ciudades de España, Italia o Francia el tapabocas es obligatorio en el exterior y en el interior, pero no así en Austria o los Países Bajos. En cuanto a Bélgica, únicamente en Bruselas la máscara es imperativa, no en el resto del país. Irlanda obliga a un aislamiento de 15 días a los extranjeros comunitarios, incluso en caso de test negativo. En Grecia, los testeos son aleatorios al llegar al país y si son positivos hay que cumplir una cuarentena en un hotel. En Alemania, los 14 días de aislamiento han bajado ahora a 5.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, reconoció que “hoy es arduo saber dónde y cómo viajar”. La responsable propuso “un código de colores armonizado verde-naranja-rojo”. Sin embargo, el código colorímetro es una metáfora. Algunos países señalaban a sus vecinos como “zona verde”, pero otros consideraban a esos mismos países “zonas rojas”. Bélgica, el país emblema donde se encuentra la capital de la Unión Europea, dio las primeras notas del concierto disonante cuando empezó a cerrar sus accesos sin advertir a sus socios. Por ejemplo, los franceses no pueden ingresar libremente a Bélgica, pero si los belgas a Francia. Viajar por la Unión es andar con un mapa del tesoro cuya localización permuta cada día. La Comisión Europea propone que los Estados miembros le comuniquen todos los jueves las restricciones en curso o las que se prevén. Sin embargo, el ritmo de la expansión del coronavirus es tan cambiante como alucinante y ello convierte la previsión en un número de lotería.

En Francia, el porcentaje de incidencia del virus superó el umbral de alerta en 19 departamentos y la tasa de positivos llegó el fin de semana a 4,9% de las personas que pasaron un test. La agencia Sanitaria de salud Pública de Francia (SPF) juzgó que la dinámica de transmisión del virus era “preocupante”. En el canal LCI, el epidemiólogo Arnaud Fontanet adelantó que “si se continúa a este ritmo en diciembre llegaremos a una situación crítica en varias regiones de Francia”. En este contexto, la coordinación resulta ilusoria. Lejos ha quedado el mes de julio (cumbre entre el 17 y el 21) cuando la Unión Europea adoptó en conjunto un mega plan de reactivación por un monto 750 mil millones de euros y, encima, atravesó la línea roja y aceptó la mutualización de la deuda. No han transcurrido ni siquiera dos meses y el coronavirus vuelve ya a hacer tambalear el edificio de la coordinación. Los comités científicos aplican sus propios criterios sin tomar en cuenta las sugerencias del Centro Europeo de prevención y control de las enfermedades. La primera epidemia sembró otra en el corazón del poder político: el pánico. El terror a que haya un nuevo colapso llega ahora a tales proporciones que el “sálvese quien pueda” regresa como método de gestión de las poblaciones.

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