Morirán los que tengan que morir, sentencia el César romano desde su asiento reclinable, rodeado de lujos, allegados y guardias. Piensa en los negocios y degusta aceitunas. Mira displicente a los naumachiarii, los condenados a muerte utilizados como combatientes en batallas navales, organizadas para el placer de los poderosos que -ayer como hoy- no se inmutan o disfrutan con la muerte ajena. El reverendo insensible ni repara en quienes se despiden: ¡Ave Caesar! ¡Quienes van a morir te saludan!

Alguien podría haber inventado una fábula así y no habría representado plenamente la condición moral de quienes niegan genocidios y pandemias, ni la de quienes desmienten la realidad. “¡El virus no existe!”, “¡coronavirus no te tenemos miedo!”, “¡en Europa y en San Martín de los Andes no hay cuarentena!”, gritan en Torino Chapelco. Y desde la grandiosidad de un paisaje exuberante y magnífico unen sus voces aguardentosas a los que llenan bares en los barrios porteños, mientras a pocas cuadras el personal médico no da abasto, enferma y muere.

Existe una reacción de la derecha como hacía mucho que no se veía. Está llevando adelante acciones de estudiantina criminal inédita. ¡Ahora militan! Hace solo cuatro años hacer militancia era grasa. Actualmente la grasa militante de derecha “tomó las calles”. La transgresión en pandemia la compraron los irresponsables: desde elegantes señoras tirando huevos a un móvil periodístico hasta mediáticos despotricando contra las medidas sanitarias, pasando por legisladores pergeñando cual teenager avivadas virtuales en pleno congreso nacional. La derecha ahora “tiene onda”. Además, es anticiencia y alimenta un nuevo oscurantismo: terraplanistas, anti-aislamiento, negadores del cambio climático, extremistas religiosos, sectarios, quemadores de barbijos, desmentidores.

La negación “protege” de lo intolerable y anula la percepción de la realidad. Convence de que no existe una catástrofe. La desmentida, en cambio, no anula la percepción del mundo exterior, la rechaza. (Es así, ¡pero no lo puedo soportar!). Se construye un “refugio” para la ansiedad que se convierte en odio incluso al personal de la salud, al que deberá acudir cuando el covid le triture los pulmones.

Desmentir es un mecanismo de defensa ante la ansiedad. Quien desmiente no rechaza la percepción, rechaza enérgicamente sus consecuencias. Llevada a un nivel hiperbólico es la actitud de Bolsonaro. Percibe la realidad, sufrió en carne propia al virus, pero continúa negando su existencia y boicotea las medidas sanitarias. Estas disposiciones individuales encuentran almas gemelas en el delirio y salen a infectarse manifestando en contra de la infección. La desmentida debilita a quien desmiente, pero fortalece su ego.

“Falsa epidemia”, “plandemia”, “abuso del poder” son proclamas que resuenan también en Francia, en EE.UU y, entre otros países, en Alemania, donde las autoridades manifiestan que si alguien no está de acuerdo con las restricciones por la pandemia puede expresarlo pacíficamente, pero resulta incomprensible que ataquen la democracia misma. Se estima que los anti-todo germanos fueron cuarenta mil, en un país que registra mil quinientos nuevos casos diarios y ronda las diez mil muertes. ¿Qué es lo que se niegan a ver? ¿Qué realidad desmienten? A estas tribus pertenecen también los medios dominantes. Se quejan de las restricciones sanitarias y cuando se abre la economía y sucede lo esperable, reclaman al gobierno central por las muertes.

Otra fuerte característica de estos discursos es la militancia antigénero. En las manifestaciones anticuarentena denominan al aborto legal “eutanasia de género”. Empuñan carteles exaltando la dominación violenta contra la mujer. Los antiderechos militan por la vida de un embrión potencial mientras propician contagios de personas reales. En la ciudad de Buenos Aires se siguen habilitando juntadas envalentonadas con un extraño concepto de libertad: sentarse a la intemperie, con temperaturas invernales, beber en vaso de cartón y si dan ganas de ir al baño, pensarlo bien (hasta el negacionista teme). Contagian y se contagian con vajilla kitsch, miran desafiantes y subliman como un mérito el “no me importa nada”.

El ser humano no es solamente el ser por el cual se develan negatividades en el mundo; es también aquel que puede tomar actitudes negativas respecto de sí, dice Jean Paul Sartre. Una actitud determinada que, a la vez, sea esencial a la realidad humana y tal que, en lugar de dirigir su negación hacia afuera, la vuelva hacia sí misma. Esta actitud es la mala fe, una forma de mentir mintiéndose. Se trata de enmascarar una verdad desagradable o de presentar como verdad un error agradable. La mala fe tiene, en apariencia, la estructura de la mentira. Sólo que -y esto lo cambia todo- en la mala fe la misma persona se enmascara la verdad.

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A mí no me va a pasar, es una negación menos virulenta que la de los anticuarentena, pero tan peligrosa como inconsciente. Desde que los pulmones pulverizados se cuentan por millares y las muertes solitarias suplicando oxígeno pasaron a ser estadística, se minimiza la calamidad. En Eichmann en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal, Hanna Arendt analiza cómo se trivializa el mal cuando se reitera. Medita asimismo sobre la diferencia entre no pensar y estupidez. La ausencia de pensamiento se encuentra también en personas inteligentes. Frecuentemente la maldad misma es causada por no ejercer la reflexión. Y en un escrito posterior dice Arendt que Eichmann no pensaba, negaba y actuaba. Una de las lecciones que dejó el juicio de Jerusalén -y que actualmente está dejando la relajación de los cuidados- es que el divorcio de la realidad y la ausencia de pensamiento pueden causar mucho daño. Eichmann y los desmentidores carecen de reflexión crítica. Desdeñan el peligro y -a la vez- predisponen contra las autoridades nacionales. Caen en contradicciones irresolubles: “Las estadísticas porteñas son alentadoras, la curva sigue el efecto dromedario”, “Argentina ocupa el número diez de infectados mundiales”. Fake news. Ratifican los sistemas de negación y colaboran al contagio. Indiferentes a las vidas ajenas, confunden con noticias falsas y se preocupan por el mercado, a la manera del César reclinado de la fábula, que saborea satinadas aceitunas verde oliva, mientras escucha desganado el saludo de los naumachiarii.