¡Números, números, números! Si Hamlet, ante la pregunta de Polonio acerca de qué estaba leyendo dio como respuesta ¡Words, words, words!, el mundo entero en este momento lo que lee son números, estadísticas de infectados, muertos, recuperados de covid-19. Pero el reciente comunicado de la Sociedad Argentina de médicos intensivistas quebró toda cuenta. En una sociedad dominada por los números, el cálculo, el orden, preocupada por el incremento de la producción y el consumo, por el número de empresas en crisis o que van a cerrar... ese comunicado puso sobre el tapete a la subjetividad. La subjetividad no se mide en números: lisa y llanamente, no se mide. Hablaron de colapso, de que no dan más, que su cansancio puede derivar en un aumento de la mortalidad de los contagiados... porque ya no pueden. Sin embargo, no fue suficiente para que algún botón rojo se apretara: se abrieron bares y restaurantes y este fin de semana pasado la ciudad era una fiesta. Una fiesta maníaca. Sostenida en una forclusión colectiva de la percepción de la realidad y, en el "mejor" de los casos, en su renegación.

¿Por qué tantos sujetos desafían lo que es evidente, que hay un virus que los puede matar? ¿Que si no los mata/enferma a ellos puede hacerlo con sus parejas, padres, tíos, abuelos, etc.? ¿Que algunas simples medidas pueden evitarlo? Nos indigna su actitud, quemar barbijos, amontonarse en bares, juntarse sin la distancia necesaria y sin protección, burlarse de las medidas que los médicos se han cansado de indicar, etc. No hay una respuesta única, por supuesto. Mal haríamos los psicoanalistas en reducir la explicación al discurso psicoanalítico. Ninguna disciplina --no solo el psicoanálisis: la sociología, la economía, la antropología, etc.-- tiene la respuesta final a la pregunta del por qué estas actitudes... la misma se encuentra "entre" ellas. Lo cual no nos evita de tener que enunciar aquello que desde la psique humana está presente y empuja a actos como los señalados. Por lo menos, colabora.

Pronunciamos enunciados éticos: solidaridad, cuidado del otro, responsabilidad... mientras sabemos que para que estos hallen lugar en el psiquismo deben contraponerse a la asociabilidad que está presente en su núcleo, reforzada por una sociedad como la previa a la pandemia que afectó seriamente los lazos sociales. Si estos enunciados éticos no son algo que pueda programarse, hay otros factores que debiéramos tener en cuenta para no caer en discursos culpabilizadores que no hacen más que abrir camino a las peores tendencias psíquicas. Culpabilizar a un sujeto de algo de lo cual nunca se sentirá culpable sino más bien víctima no hace más que ahondar la distancia con éste y la imposibilidad de llegar a un pacto que tenga sentido.

Por empezar, lo que vemos en estos días en nuestro país es algo que ha ocurrido y ocurre en el mundo entero. No somos originales. En todos lados hay movimientos contra el confinamiento y también personas que, sin estar en contra del mismo, no aguantan más el aislamiento, la falta de contacto con el otro, la imposibilidad de sociabilizar, del encuentro con los cuerpos, las miradas, los rostros. Entiéndase: esto no los disculpa, pero abre la posibilidad de pensar en qué nos está pasando.

Debiera tenerse en cuenta que en marzo de este año se produjo un brusco freno a la vida que teníamos. Una vida que transcurría en una vertiginosidad impensada algunas décadas atrás, en una especie de paroxismo del capitalismo: esa forma de vida que hace que el Otro exija goce permanente. La pulsión quedó girando locamente, sin brújula y sin destino los primeros días: todo el mundo haciendo gimnasia, viendo películas, cocinando, haciendo bricolaje, etc. y gozando sonrientes de su difusión en las redes sociales, estos fueron los destinos ad hoc hallados en medio del apuro. El aislamiento social preventivo y obligatorio (ASPO) derivó en un distanciamiento de los cuerpos, en una puesta en suspenso de los rostros, tapados por los barbijos con pérdida de la expresión facial, imposibilidad de encuentros, suspensión de todas las actividades... poder salir a la calle sin temor, las mil ceremonias para salir y volver a casa, la realidad virtual --para muchos-- como la única alternativa de contacto con el otro, etc. Nada de esto ha sido gratuito, sobre todo en una forma de vida para la cual la frustración es mala palabra. El Otro dictaminó que la frustración sería inexistente al proclamar a la felicidad garantizada por el consumo y la velocidad. No-castración para todos y todas. Una trampa siniestra: en realidad todo el mundo viviendo en un estado de frustración constante por efecto de un ideal de felicidad garantizada que obliga a esfuerzos in-humanos. Al mismo tiempo, este aislamiento de los otros ha implicado una limitación enorme de algo sumamente humano: el contacto corporal con el otro. Hay términos que se invirtieron: cuidar al otro es no tocarlo, hacerlo es ponerlo en riesgo. Así que estamos viendo que la suspensión brusca de la vida que llevábamos fue a cambio de... nada, para muchos... de salvar la vida y la salud para una otros. Hay algo importante a tener en cuenta: no es la mayoría la que niega el riesgo, desobedece indicaciones, desafía el sentido común. Pero quienes sí lo hacen son un número suficiente para echar por tierra con el intento de frenar la pandemia y condenar al contagio y muerte a muchos. A muerte además porque los médicos intensivistas nos avisaron: no dan más y pueden incurrir en errores en su praxis.

La subjetividad actual --afín a la significación capitalista-- encuentra formas muy hábiles de apartarse de la percepción de lo que sucede. Y en lo que sucede lo que se hace presente es el contacto con lo real de la muerte bajo lo que se ha definido como un “enemigo invisible”: una suerte de francotirador que está apuntándonos cada vez que salimos de nuestras casas. En una sociedad en la cual la muerte ha sido barrida bajo la alfombra en las últimas décadas. Todo lo cual potencia el accionar de mecanismos como la forclusión y la desmentida. Que encuentran además su alimento en medios de comunicación que manipulan la información y hacen alianza por la apertura económica y la "libertad" con gobernantes --como en CABA-- aliados a su vez con el poder económico. Un poder que está tomado por la "racionalidad" capitalista, que no entiende que abrir más es cerrar más empresas por los contagios y que no quiere ver que en los países en los que todo se ha abierto las empresas quiebran igual. El día que se anunció un nuevo récord de contagios la noticia compartía el espacio principal de los diarios on line con el de la próxima reactivación de vuelos y viajes en micros. Algo esquizofrenizante.

También el accionar de la forclusión y la desmentida es favorecido por la indecisión en volver a un cierre como el de la fase uno de la cuarentena, que permitiría barajar y dar de nuevo, en un momento en el cual comienzan a oírse voces que hablan de angustia ante la sensación de desamparo. Dar de nuevo: asumir un rol educador para que las personas puedan salir de su casa sin riesgo y con el control necesario para que ello se cumpla, con sanciones severas para quienes no lo cumplan. El virus --como recodificacor universal ha dicho Franco Berardi -- obliga a una reformulación, a una traducción en el sentido freudiano, de la vida previa, a la cual el regreso parece improbable, por lo menos en el corto plazo. Los médicos intensivistas volvieron a poner a la subjetividad en medio de los números: es hora de salir de estos para que ella y la palabra tomen su lugar.

Yago Franco es presidente del Colegio de Psicoanalistas.