Cuando mis padres se separaron, mi hermana y yo nos quedamos viviendo con mi mamá. Mi papá nunca más volvió a tener una casa. Lo raro es que no me di cuenta de eso hasta hace poco. Quizás porque cuando nos pasaba a buscar siempre tenía dónde llevarnos.

En Rosario, Fisherton y el centro están unidos, o separados por dos avenidas. Santa Fe para ir y Córdoba para volver.

Una vez que nos buscaba, siempre a pie, caminábamos hasta Santa Fe y nos parábamos a esperar que algún conocido nos levantara. Pasábamos largos ratos en una esquina que tenía un semáforo y un kiosco en el que nunca compramos nada. En esa época no había tantas normas de seguridad así que nos acomodábamos en cualquier auto. Atrás, en el medio, una sobre la otra, incluso habíamos descubierto que haciendo una compleja maniobra de cuello brazos y piernas, cabíamos los tres en el asiento del acompañante.

Nunca supe si mi papá tenía un itinerario en mente o lo armaba según donde nos tiraban, como le gustaba decir. Si un amigo no estaba, caminábamos hasta la casa de otro. Los portones nunca se nos acabaron. Tengo imágenes imborrables de esas casas donde caíamos siempre con las manos vacías y pasábamos tardes enteras. Enrique Bassi tenía un living con alfombra blanca, una tele enorme donde siempre cantaba Ana Belén y Víctor Manuel y dos hijos adolescentes que se encerraban en sus dormitorios para que no los obliguen a jugar con nosotras.

Héctor vivía en un ambiente atrás de la carnicería que atendía. Quedábamos horas a cargo de su esposa, una mujer disfónica que miraba un punto fijo mientras sus hijos despegaban los mosaicos a patadas cuando se aburrían o les dolían los puños de pelearse. El Negro Fontanarrosa y la Tini que bajaba después de hacer dormir a su bebé y le quedaba para todo el día la mirada suave y la voz bajita. Adela Lamas, la mujer de Gnomito, que nos conseguía ropa adecuada o levantaba el teléfono por nosotras si esa tarde sus hijas tenían planes y nos tenía que colar en algún cumpleaños. La mujer de Cacho Pequenino tenía unos lunares redondos como arvejas que parecía que se le estaban por despegar de la cara en cualquier momento y una perra salchicha que nos prestaba para acariciar.

El Gordo Taleti era la única persona ante la que mi papá, que medía dos metros, se volvía pequeño. Andaba siempre en cuero quizás por eso las palmadas que se daban cuando se abrazaban sonaban como aplausos. Mi papá tenía un modo de saludar, de reír, incluso de hablar, para cada amigo. No recuerdo el interior de la casa del Gordo Taletti, solamente su jardín y la mesa de plástico donde su mujer nos servía un vaso de Coca Cola y después seguíamos con la mirada, implorando al Dios de las gaseosas que nos volviera a ofrecer.

En los días de semana visitábamos a esos amigos en sus lugares de trabajo. Pasábamos horas en aserraderos, corralones, escribanías o estudios de edición, haciendo dibujos en fotocopias, ortodoncias de clips o guaridas de aserrín.

El Gordo Taletti era el dueño de una cadena de disquerías que llegó a tener once sucursales y una con parlantes hacia la peatonal que te hacían sentir dentro de un video clip cuando te acercabas. La disquería Tal Cual, todavía recuerdo el logo. La ele de TAL se extendía hacia abajo transformándose en un tocadiscos y la ele de CUAL en la púa. Lo podría dibujar con los ojos cerrados. Creo que, a fuerza de estar horas entre ellos, de mirarlos, de desearlos, de dibujarlos, de jugarlos, esos fueron, de algún modo los objetos de la casa de mi padre. Su vajilla, sus portarretratos. Esas cosas que algún día los hijos se reparten. Las bolsitas de Tal Cual, el vestido rojo de Ana Belén, la pelota de papeles de chocolate que crecía en la chimenea de Gnomito, los animalitos de madera que la Tini nos dejaba desarmar cuando Franco se dormía. Hay cosas que son nuestras para siempre, aunque estén en otras casas.

Una tarde en que la charla de oficina con el Gordo Taletti se extendía, mi papá nos dejó bajar a la disquería. Hasta entonces los casetes llegaban a nuestra vida de modo intermitente e incierto, uno de los Parchís que nos trajo nuestra tía azafata, uno del coro ProMúsica que nos regaló una compañera, y Canta Niño 2 y 3 que estaban en lo de nuestros abuelos.

Cuando papá bajó a buscarnos y nos encontró sumergidas de cuerpo y alma en ese mar de casetes nos preguntó si queríamos elegir uno.

Nosotras que estábamos educadas para responder siempre "no, gracias" nos quedamos calladas, pero un vendedor que captó la escena arremetió: “¿Qué canciones te gustan?”

A mi me gusta "Pedro Navaja", respondí.

"Pedro Navaja" no era como "Lanza Perfume" que hacía que mi mamá baile en el living abriendo y cerrando los dedos de la mano salpicando agua imaginaria, ni como "Cinco amigos de verdad" que nos convertía frenéticamente en Gemma y Yolanda de los Parchís. No, "Pedro Navaja" era distinta. Te dejaba callado. Te transportaba. Como un cuento o una obra de teatro. Venía con silencio y con niebla, y al escucharla podías sentir el frío, aunque fuera verano. Mi parte preferida era una que decía que “el diente de oro vuelve a brillar”

El vendedor regresó agitando el casete en la mano. Mi papá estudió la cajita y dijo con una voz nueva, que nunca usab:  “Lo que pasa es que por lo que vale éste les puedo comprar dos de los otros”. "Pedro Navaja" era muy caro.

“Lleven dos de niños”, apuró el vendedor. Y mi papá, que nunca lo vi achicarse frente a nada se entregó con un “bueno”. Con forzado entusiasmo elegimos uno de un grupo símil Parchís que resultó un fiasco y otro que no recuerdo. Y nos fuimos con la rara sensación de tener dos bolsitas de Tal Cual y a la vez las manos vacías.

La pena duró poco. "Pedro Navaja" se puso cada vez más de moda y empezó a sonar en todas partes, se había vuelto impredecible e inevitable como el olor a mandarinas en invierno o la tristeza del verano.

Después de muchos años, quise hacérselas escuchar a mis hijas, YouTube insistió con un video, pero no quise mirarlo, preferí conservar el mío. Esa película imaginaria que se imprime junto a algunas canciones como una trenza inseparable. "Pedro Navaja" es para siempre mi mamá bailando en el living, los portones verdes, los perros, los aplausos, las extrañas formas que tomaba el amor en la casa de los amigos de mi padre.

Cuando mis hijas la escucharon no pudieron comprender mi amor temprano por esa canción donde un hombre apuñala a una mujer que, malherida, lo balea, transformándose en dos cadáveres saqueados a su vez por un transeúnte alcoholizado. Les respondí que a esa edad yo no comprendía lo que cantaba. Pero pensé que no era cierto, y que esa canción, igual que el teatro, me había permitido tener un puñal en la mano. Y que quizás sin saber nada, había sabido escucharla cómo vivía: atravesando lo oscuro, y rescatando el brillo del oro, aunque venga de un diente de lata. Y me quedé varios días tarareando el estribillo con la misma insólita alegría que me despertaba la parte que decía “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay ay.”

Paula Marull nació en Rosario. Dramaturga, directora y actriz. Su opera prima Vuelve fue ganadora del premio Argentores y obtuvo dos nominaciones a los premios Trinidad Guevara. También escribió y co dirigió Arena, todo se deshace y Yo no duermo la siesta ganadora del premio ARTEI, y mención de honor del Fondo Nacional de las Artes. Dirigió Los ojos de Ana en el Festival Internacional de Dramaturgia Europa+America. Dirigió Sarda de Roxana Aramburu en el ciclo Teatro por la Identidad 2017. Su texto Soy una canción abrió el festival internacional FILBA. Su texto Mi Naturaleza fue parte del ciclo Jardín Sonoro 2020. Escribio y dirigió junto a María Marull La mujer de vidrio para el ciclo Interficciones Sagai 2020. Como actriz trabajó en Vestuario de Mujeres de Javier Daulte, Un Hombre con gafas de pasta de Jordi Casanovas, Hidalgo de Maria Marull, entre otros. Actualmente prepara junto a María Marull la obra Lo que el río hace para el Teatro San Martín, La oportunidad para Espacio Callejón y dirigirá Lo sutil del desamor de Anahi Ribeiro para el Teatro Nacional Cervantes.