La carta que acaba de firmar el consejo de médicos que asesora al presidente de la Nación es un llamamiento lúcido a la ciudadanía. La responsabilidad individual –escriben- no alcanza y eso todos ya deberíamos saberlo a esta altura. En la carta se nos recuerda que “la ciencia sigue trabajando” (acá y en el mundo) y que el objetivo trazado es que la pandemia tenga “el menor costo posible”, lo que significa que no es un mero guarismo las víctimas que se lleva. Ambas acciones nos afectan a todos de manera positiva ante tanta negatividad ambiente y nos brindan la posibilidad de obtener los beneficios de una razón sanitaria que está lejos de dejarnos a la deriva. Será necesario archivar esta experiencia para la posteridad. 

Por eso esta carta trae la memoria de otra pandemia, la de la viruela, que asoló a nuestro continente a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX y que Andrés Bello la dejó por escrito en su oda A la vacuna de 1804. Lo interesante es que en ella se narra las dos temporalidades: la del durante la peste y la del después, cuando se consumó la campaña de vacunación antivariólica. Es indudable que la poesía es un registro de la historia social de la humanidad, un archivo ni más ni menos, no por nada fue durante siglos formateada por reglas mnemotécnicas infalibles contra el olvido.

La composición fue escrita en las postrimerías de la Colonia por un Andrés Bello que es funcionario en Caracas de la administración de la corona española. En ese momento, todavía Bello no es quien será: todavía no ha escrito su Filosofía del entendimiento, tampoco redactado el Código Civil ni publicado la Gramática castellana destinada al uso de los hispanoamericanos, tres pilares fuertemente articuladores del siglo XIX: el discurso filosófico, el derecho y la lengua. Son los años inmediatamente anteriores a la gesta emancipatoria de 1810 que lo tendrá a Bello en primera fila. La Junta Suprema lo enviará a Londres para buscar el apoyo político del reino Unido en una comitiva junto a Luis López Méndez y Simón Bolívar, de quien fuera por un tiempo su maestro particular. Ese Andrés Bello escribe una Oda como acción de gracias al rey Carlos IV quien decide financiar de manera gratuita la campaña de vacunación para todas sus colonias a raíz del descubrimiento de la vacuna antivariólica por Edward Jenner. La viruela, que como la covid-19 no discrimina clases sociales ni etarias ni ideológicas, atacó a la realeza europea, de hecho la esposa de Carlos IV, María Luisa de Parma, tantas veces retratada por Goya, padeció la enfermedad, que habría de dejarle serias secuelas en su cuerpo. Quizás esa experiencia tan cercana haya desencadenado la decisión del monarca pero, comoquiera que sea, la vacunación se llevó a cabo con éxito y se la considera, en la historia de la medicina, la primera campaña de salud pública del mundo, una famosa expedición que por edicto real estuvo a cargo del médico español Francisco Javier Balmis.

En confrontación con nuestro presente, sorprende al menos dos cuestiones. Por un lado, la alta valoración adjudicada a lo científico frente a un mal endémico en el continente, pues si bien todavía dirá que es gracias a Jenner pero por mediación de Dios, lo cierto es que se trata de una ponderación indiscutible: Bello rápidamente se percata de los beneficios de una política sanitaria. Por el otro, de la lectura del poema entendemos que, mediante esa ilustración ya puesta en marcha, Bello plantea que no puede haber una prosperidad económica sin una política de salud pública. Por esta circunstancia, muchos consideran a Bello uno de los primeros divulgadores de los beneficios de la medicina en el continente americano a principios del siglo XIX, es decir, el precursor de la comunicación de la comunidad científica. Lo que se pone en marcha en la Oda es aquello que devuelve la salud no sólo a la élite sino a toda la población, aún la marginal y periférica, que había sido atrozmente diezmada: los beneficios científicos. Esos mismos que seguramente ya ha comenzado a internalizarse en él después del impacto que le causó el encuentro con Alexander von Humboldt y su ayudante Aimé Bonpland en 1800 en la ciudad de Caracas a propósito de la subida al Monte Avila, a cuya cúspide el autor de la Oda no logra llegar.

Quiero detenerme aquí en la cuestión de los beneficios científicos y practicar un diálogo entre la Oda que cuenta una experiencia de la pandemia que ya Bello puede pasar en limpio y el modo con que bregan esa experiencia los médicos en la carta. Lo que un sector de nuestra sociedad parece no comprender, fogoneada por fuerzas oscurantistas al servicio de la irracionalidad, es justamente el hecho contundente de que sólo la vacuna, que aún no tenemos, cura al enfermo y con él a la economía. Hasta tanto eso no ocurra, nuestra vacuna es la prevención. Asombra la actualidad del poema de Bello, sobre todo por su mirada puesta en una razón al servicio de valores fundamentales como la preservación de la vida, sin discriminaciones de ningún tipo y en el marco de una sociedad tan jerárquicamente estratificada como la colonial. Una mirada en la que, incluso, se vislumbra ya al jurista que entiende que los beneficios científicos son, sobre todo, derechos humanos. Tres de los momentos más emotivos de la Oda: 

Uno es la imagen infausta que pinta de los cementerios que recomiendo confrontar con los relatos que vienen contando en estos últimos meses los coveiros, los sepultureros de Brasil. El segundo es el pasaje en el que se pregunta ¿qué dirán a sus nietos los hombres que vivieron la peste cuando sean abuelos?, cuya respuesta no se hace esperar: ese relato será una acción de gracias a la política sanitaria que consiguió desterrar la plaga. Y el tercero es cuando apostrofa a los degredos, los hospitales de enfermos contagiosos, y el poeta les dice a éstos que sean testimonio para la posteridad de los esfuerzos hechos para llegar a la “la pública dicha”. Obviamente en tiempos todavía coloniales, la noción de lo público no tenía las connotaciones que fue adquiriendo en el curso del siglo XIX, sin embargo hay allí en esa expresión el atisbo de una comunidad que se ha fortalecido gracias a la derrota de la enfermedad mediante el conocimiento científico. Qué paradoja: en nuestro presente la salud es, sin lugar a dudas, la res pública, esa cosa que nos incumbe a todos y nos democratiza y que tanto vapulean los discursos de un sector de la oposición política y de los medios hegemónicos sin criterio de verdad y reacia a incentivar en la sociedad la vacuna de la prevención.

Más de un siglo después, otro poeta, César Vallejo, en su poema “Los nueve monstruos” (una de cuyas interpretaciones a juzgar por el título es la referencia a las nueve plagas de Egipto, las nueve realizadas de las diez anunciadas) insta a interpelar por igual a las autoridades sanitarias y a los ciudadanos que son los prójimos: “Señor Ministro de Salud: ¿qué hacer?/ Ah, desgraciadamente, hombres humanos,/ hay, hermanos, muchísimo que hacer”. 

La poesía no sólo es capaz de recuperar la memoria social del pasado sino también de registrar, desde otra latitud, la circunstancia que vivimos en el presente acuciante que nos toca. En sus conversaciones con Eckerman, Goethe dirá que toda poesía es poesía de circunstancia. ¿Qué relato le contarán, en la estela del poema de André Bello, dentro de unos años, los abuelos a sus nietos, cuando todo esto pase?