Estado, agro e impuestos constituyen una tríada a partir de la cual se puede explicar históricamente parte de la conflictividad política en Argentina. En nuestra historia reciente encontramos el ejemplo más cercano en 2008, cuando asistimos a un prolongado lockout organizado por las principales corporaciones rurales. La discusión sobre el “impuesto a la riqueza” reactualiza esa disputa dado que entre los potenciales aportantes se encuentran algunos de los grupos económicos más concentrados del sector, cuyos representantes corporativos ya han expresado su alerta frente a la iniciativa. En ese sentido, emergen algunas cuestiones a considerar vinculadas, por un lado, a la transformación socio-productiva del agro y la configuración de un “nuevo” empresariado y, por el otro, a las formas de mediación política de estos sectores y la capacidad del Estado y los partidos políticos para procesar sus demandas.

Como se sabe, desde el último cuarto del siglo XX el mundo rural asistió a un cambio radical que acentuó procesos de concentración de la propiedad y la producción y de expulsión de productores. La actividad agropecuaria asumió pautas cada vez más empresariales que le otorgaron complejidad y que requirieron la intervención de múltiples habilidades (financieras, tecnológicas, administrativas, etc.) por parte de los productores, que resignificaron la mera experticia agropecuaria trasmitida generacionalmente. Aquellos que lograron internalizar esas lógicas pudieron gozar de crecimientos considerables en sus ganancias (ayudados por una sostenida coyuntura de precios internacionales favorables). Si bien este proceso no fue lineal y presentó matices, se puede advertir que quienes oficiaron como su punta de lanza se convirtieron en casos ejemplares del “nuevo” empresariado rural.

Estos sujetos propiciaron formas asociativas alternativas a las tradicionales corporaciones rurales desde donde construyeron un discurso que no solo legitimó sus prácticas empresariales, sino que impuso un nuevo sentido común sobre lo rural. Esa discursividad centrada en la celebración de la innovación, la empresa y lo global fue un elemento disruptivo en la configuración de identidades, pero no implicó una ruptura con representaciones más tradicionales sobre el Estado y los impuestos que transitan postulados liberal-conservadores y que desconocen el rol central del Estado en la regulación de las relaciones socio-económicas. De esta forma, las ideas del “esfuerzo individual”, del “empresario innovador” y de la prescindencia de la intervención estatal en los “negocios privados” cimentaron un conjunto de prácticas que reforzaron la frágil relación que caracterizó a estos sectores con el fisco, cuyo rasgo más visible es la extendida evasión fiscal. Se configuró, de esa forma, una cultura impositiva que –anclada en la idea de “presión tributaria” y “voracidad fiscal”– sirve para unificar las disímiles posturas al interior del “campo”, concertar diagnósticos y motivar comportamientos políticos, incluso cuando en la práctica afectan los intereses más frágiles de la estructura social agraria.

De esta tensa relación surge la necesidad de avanzar en la construcción de una política agropecuaria que logre generar consensos intra e intersectoriales sobre el lugar del agro en las estrategias de desarrollo del país y que contemple la soluciones de algunos problemas estructurales del sector. En este punto, los partidos políticos –en permanente crisis– tienen que recuperar su protagonismo para canalizar propuestas integrales que logren la construcción de una agenda duradera, una agenda que no se encuentre marcada por el pulso de las corporaciones rurales. Indudablemente, uno de los tópicos que debería contemplar es una reforma impositiva anclada en principios de progresividad.