¿Qué quiere decir universal? Pregunté siendo preadolescente a la maestra cuyo guardapolvo competía en blancura y almidón con el mío. Que abarca a todos los individuos de una misma especie, contestó. ¿Los varones y las mujeres pertenecemos a la misma especie? Por supuesto, replico mirándome de reojo un poco crispada. Entonces, ¿por qué la Ley Sanz Peña habla de “voto universal” si las mujeres no podían votar? Ahí perdió los estribos. La ley existe para cumplirla, no para discutirla. Y dio por terminadas mis inquietudes. ¿Eso es diálogo?

Cuando me enteré que Jantipa -la mujer del padre de la filosofía occidental- había arrojado en la cabeza de su marido el contenido de un balde con orín, no precisamente por ningún juego erótico, sino cansada de sus preguntas, celebré que la maestra no reaccionara como la primera dama filosófica. Luego supe que Sócrates rengueaba de la misma pierna que mi maestra, pero peor, no solo aceptaba los universales, los había inventado (también inventó diálogos que son un monólogo de a dos).

Algo similar sentí cuando leí que el objeto de estudio de las ciencias sociales es “el hombre”. ¿Y la mujer?, aunque iba aprendiendo la lección, ya no preguntaba en voz alta. ¿Por qué la revolución francesa declaró los derechos del hombre y el ciudadano, pero a una revolucionaria que redactó los derechos de la mujer y la ciudadana le cortaron la cabeza? ¿Y los europeos conquistando a poblaciones originarias “parcialmente humanas”? Por no mencionar a Robert Boyle, representante de la ciencia “universal”, en sus sesiones públicas demostrativas de la campana de vacío no se admitían mujeres.

Las palabras -por rimbombantes que sean- se pueden llenar con cualquier contenido, si existe algún poder que las sostenga. ¿Significa lo mismo acaso el término “libertad” enunciado por defensores del cuidado, que por anticuarentenas? Otra palabra exaltada por militantes pacifistas, por un lado, y por la academia sueca nominando a Trump, por otro, ¿en los dos casos “paz” significa lo mismo?

Retomemos “diálogo” y su alcance universal. Es aceptada por progresistas y reaccionarios. Pero, ¿cómo se logró esa aceptación? Los poderes rotulan un concepto y lo impone naturalizándolo. Sus consecuencias liberadoras u opresoras se producen en las prácticas concretas.

Dialogar es lograr acuerdos a través del intercambio de palabras. La carga simbólica positiva del término le otorga un plus ético. Pero existen posturas refractarias al diálogo, aunque lo pregonen alzando endemoniadas cejas. Concedamos que el acercamiento de dos polos opuestos puede producir un haz de luz. Esta es la premisa que impulsa a dialogar aun con quienes parecería imposible. Así lo considera Jürgen Habermas en su teoría de la acción comunicativa donde, al referirse al Estado capitalista o de injusticia, indica que debe ser revertido por una nueva forma de política. Se trata de hacer frente a las demandas de la sociedad civil aspirando a una vida mejor para la población en su conjunto.

Para Habermas hay supuestos universales del habla que se deben observar si el anhelo es alcanzar consenso comunicativo: inteligibilidad, verdad, rectitud y veracidad. Emitir palabras cuyos significados no sean confusos o ambiguos. Enunciar verdades de contenido y de modos de existencia, pongamos por caso: si digo “no hay riesgo de contagio”, hay que mostrar las condiciones para que así sea; si digo hay seis mil estudiantes sin conectividad, proveérsela, en lugar de mandarlos a enfermar en plazas públicas. La rectitud consiste en que los interlocutores sigan reglas tácitas de comunicación y no oculten o tergiversen los hechos. Por último, la veracidad es inherente a todo diálogo, ya que, si miento o amenazo con represalias estrangulo la comunicación.

El lenguaje se puede utilizar para llegar a acuerdos, pero también para engañar, estafar, hacer campaña política enmascarada entre otras triquiñuelas. Habermas piensa en el lenguaje como medio de entendimiento para desarrollar una racionalidad comunicativa. Si se produce incomunicación se genera tensión. Los dialogantes deberían crear una situación ideal en la que cada interlocutor dejara entre paréntesis las diferencias de educación, poder o rango. Es preciso reconocer que este requisito suena utópico. Pero Habermas proviene de la Escuela de Frankfurt, ese laboratorio de ideas retomadas en Mayo del 68 y sus repercusiones liberadoras. Habermas (91 años) construyó una teoría social contra la inequidad que podría superarse estableciendo una comunidad ideal de comunicación en pos de una sociedad más ecuánime.

Por su parte, Noam Chomsky (también de 91 años) destaca que la agenda de Trump supera en mucho a los ya injustos principios del neoliberalismo. Se ha detectado que en los últimos tiempos los hipermillonarios pagan menos impuestos que los asalariados. ¿Qué es esto? La hegemonía real de la derecha. ¿Sería pensable un diálogo fértil entre los que privilegian esas operaciones del mercado y quiénes lo sostienen con sudor y hambre? ¿Entre quienes tienen asegurado su bienestar y quienes arriesgan su vida por necesidad? Cuando el diálogo es simulacro no orienta hacia la salida del laberinto, empantana. Hay un punto donde mueren las palabras, pero se siguen utilizando como cáscaras vacías

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Sin embargo, a diferencia de Trump, que actúa sin careta en contra de los derechos de la población, el alcalde de la ciudad de Buenos Aires se considera moderado y dialoguista. Ahora bien, ¿es moderación arriesgar a estudiantes pobres, haciendo que tomen clases en plazas, mientras la mayoría estudia segura frente a su computadora? En el diálogo con el poder central, ¿se cumplen los requisitos de rectitud y veracidad? Planta un juicio en medio del diálogo, esconde un decreto que lo benefició, mientras pide la anulación de otro que le limita prerrogativas, en fin, no da nada y lo quiere todo. En una oportunidad, Séneca tuvo que defender a dos huérfanos en un pleito. La madre, al morir, le había legado una fortuna a su esposo, que no era el padre de sus hijos. En el testamento existía una cláusula que estipulaba que el padrastro debía darles a los hermanos “lo que él quiera”, pero el padrastro no les quería dar nada. Séneca, como abogado de los huérfanos, argumentó así: el padrastro les debe dar a los hermanos lo que él quiere; lo que el padrastro quiere –por lo visto– es toda la riqueza, y ya que eso es lo que él quiere, eso es lo que tiene que dar.