El atardecer tiñe de rojo las alas. Mirando hacia abajo se ve una masa compacta de nubes grises. Más de un pasajero ha imaginado esas nubes desatadas en tormenta. Pero si fuera el caso el avión podría sortearla sin exponerse a mayores turbulencias. La hora de salida fue a las 18.03, y uno de los pasajeros, el del asiento 6A se pregunta a quién se le habrá ocurrido la idea de partir las horas en minutos para compaginar los horarios de los vuelos. Qué sentido tiene poner 03 cuando daría lo mismo si fuera 05. Aunque, piensa, ¿existirá así una posibilidad mayor de no errar a la puntualidad? El hombre del asiento 6A -eligió esa ubicación porque sabe que es la más segura frente a la posibilidad de un accidente- es ingeniero y viaja por motivos laborales, aunque, cavila, no estaría nada mal extenderlo unos días y aprovechar la playa, sin embargo no sostiene con firmeza esa idea porque conoce su incapacidad para darse permisos. Pocas cosas se permite.

Asiento 12A. Esta mujer está molesta. No es supersticiosa y está acostumbrada a viajar en el asiento 13. Siempre dijo que el 13 es su número de suerte y ha descubierto que esa fila de asientos por lo general queda vacía. Ella la elige y va más cómoda. Al viajar seguido se fue dando cuenta del lado oculto de la superstición de los demás al evitar esa fila. Pero ella no es así, piensa con orgullo, al contrario, la elige. Hoy se siente molesta, y hasta aprensiva, registra el miedo mordiéndole un costado del pecho. Algo empezó a fracturarse cuando pidió un asiento en la fila 13 y le dijeron que en este avión no existe la fila 13. No está, no existe. Saltan del 12 al 14. Y ella suspendida en una fila que no está y que siempre la ha protegido del infortunio. Abre la cartera y demora apenas segundos en encontrar el pastillero con la dosis de clonazepam que va a concederle la calma del no pensamiento.

El pasajero del asiento 18E está ansioso. Pero su ansiedad no es de ahora, así llegó al aeropuerto. Se siente raro con este viaje. Llegó tarde al embarque, sin haber hecho el chequeo anticipado, y le dieron, como última posibilidad, el asiento E. Se siente el relleno de un sándwich. De un lado un hombre que lee un diario del tamaño de una sábana, abriendo sus brazos e invadiendo, indiferente, una parte de su espacio. Del otro una mujer joven que usa un perfume que le agita recuerdos imprecisos. Él viaja a encontrarse con alguien que conoció por internet. Después de varios años de estar solo se decidió por esa opción casi como un juego, sin embargo han pasado seis meses de comunicaciones escritas y videos que van y vienen, y ahora se siente enamorado. Lleva una valija en la cabina, con poca ropa pero rebosante de expectativas y temores. No lo nota todavía, pero en el transcurso del viaje el perfume de la pasajera de al lado lo envolverá con insistencia, y aún más la charla que mantendrán como si fueran conocidos desde siempre. El cierre final será cuando ella apoye la cabeza en su hombro al dormirse, y él huela su champú fresco y amanecido, imaginado, después de una noche de amor. No lo sabe todavía pero cuando baje del avión habrá tomado la decisión de dejar esperando a aquella sombra virtual que lo acompañó seis meses.

En el asiento 23D viajan dos ojos. Enormes, ávidos, atentos, que absorben todo lo circundante, y una mano que sostiene una lapicera que vuelca en una maltratada libreta gris casi todo lo atrapado por esos ojos. La pasajera del asiento 23D, pasillo, es escritora y ha elegido expresamente la última fila del avión. Desde esa ubicación puede tener una vista extendida de los asientos que transportan historias. Además ese lugar es un camino obligado cuando los pasajeros van hasta el baño. Ella se empapa de detalles en ese momento. Cuelga en cada cuerpo una historia, tal vez real o solo imaginada. Pero no le importa, al final sabe que es lo mismo. Sabe que antes fue una caverna llena de sombras y hoy puede ser un avión. Así ha cazado la historia de esa mujer que lleva puesto un barbijo. Primero piensa que es una ridícula. Después se arrepiente y se culpa, es probable que padezca problemas con su inmunidad. Y al final -y ahí comienza a construir una historia para un cuento- imagina que esa mujer es la primera señal de alguna pandemia feroz que amenaza al mundo. Esa mujer que, muerta de miedo, viene haciendo escalas desde que salió de un país remoto donde el barbijo resultaba obligatorio.

Las veintinueve filas, y los seis asientos por fila, comienzan a crujir cuando, sí, la tormenta puede alcanzarlos. Acaso ni el piloto -que está encerrado en el baño desde hace un rato- sepa por qué hubo un descenso tan rápido que introdujo al avión en la zona de aquellas nubes compactas. Y tampoco sepa, ni él ni el copiloto, qué cosas pueden ocurrir cuando las turbulencias estrujen a ese avión como se estrujaba, hace tiempo, el papel de un atado de cigarrillos sobre las brasas de algún fuego.

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