Al final ya (casi) nadie dice lo que piensa entre tantas correcciones, insultos y llamados de atención que recibimos a diario. Vivimos en un estado de virtudes públicas y con una procesión que va por dentro de opiniones que no conviene dar para no romper ese equilibro llamado sociedad. O para no ser linchados. O para que nos vean mejores de lo que somos.

¿Dónde nace ese forzado equilibrio? ¿Quién se beneficia?

Es que la censura no existe, mi amor, dice la canción, pero esa censura existe y la creamos nosotros. No el enemigo. No el troglodita. A ese ya no le importa lo que opinamos. Le basta con boxearnos y robarnos cada día. En cambio, lo que decimos les importa muchísimo a los nuestros, tanto que por cada palabra políticamente incorrecta recibiremos una paliza.

Hoy, todo acto de sinceridad (se supone que es una cualidad, ¿no?) será reprimido, desatará una lluvia de insultos y llenará la calle (hoy las redes) de ofendidos. Entonces, en lugar de sinceridad, mandamos metáforas, memes y nos tragamos las palabras. Ya no tememos al censor de la dictadura que se llevaba a su casa los pedazos de películas con tetas para masturbarse debajo de un crucifijo. Ahora ese trabajo lo hacemos nosotros, y sin cobrar.

Y si esa censura no bastara, ahí estará Facebook o uno de esos mecanismos para ponernos en caja. Incluso es difícil disentir, mostrar una visión mínimamente diferente sobre una película de moda como Crímenes de familia será castigado. Hace unos días, un colega y amigo (uno de los nuestros, ¿se entiende?), escribió una crítica sobre esta película y fue tratado (por los nuestros, ¿se entiende?), de facho, machirulo (cómo no), y otras bellezas.

Ya le tememos a las ideas que no coinciden totalmente con las nuestras.

Vivimos en un estado de vergüenza, de culpa en decir algo que pudiera herir a alguna de las múltiples minorías que pululan en el mundo. Pero siempre habrá una minoría ofendida, situación difícil de sortear en un mundo con siete mil millones de personas.

Y si soñaste con Scarlett Johansson porque te dormiste leyendo una revista donde salía en bolas y a la mañana querés compartir esa aventura, serás censurado por Facebook, por gente que te acusará de cosificarla, otros te dirán racista por no poner a una negra y otros por no referirte a una mujer común además de acusarte de heteronormativo. Ufff…

Y ahí llegarán los que se sienten obligados a actuar de ofendidos. Hacés un chiste sobre negros y se ofenderán los negros y los blancos que quieren ganarse un pedestal. Y no me censure por decir negros porque un chiste sobre viejos, judíos, gordos, tatuados, carnívoros o solterones generaría la misma caterva de ofendidos.

Ya se sabe que toda minoría debe ser defendida por el progresismo. Porque toda minoría es parte de la agenda del progresismo (digo progresismo para resumir: somos nosotros). Entonces callamos, ocultamos, disfrazamos. No vayamos a ofender a un vegano.

Eso en un mundo con la mitad de pobres. Y a punto de estallar.

Hasta los terraplanistas merecen atención. No sea cosa que en esa runfla haya un famoso o alguno al que tengamos de aliado en otra lucha, a favor o en contra del aborto o a favor de cambiar el nombre de una calle.

Eso sucede hasta cuando esa minoría es coyuntural, por ejemplo la que se encolumna detrás de una película como Enola Holmes. Si decís que esa película es tonta serás castigado por no entender que “el empoderamiento”, etc. La agenda de la lucha contra el hambre ha sido suplantada por defender el discurso del nuevo Hollywood. 

Mamita, querida…

El progresismo bienpensante está encerrado en este dilema (entre otros). Y en la práctica nos volvemos buenudos y algo tontos porque tememos ofender a algún gil que vive en Japón. Y somos una cosa en público y otra en privado. Porque seguro que en privado somos seres humanos comunes, capaces de reírnos con un chiste sobre “la bruja de la vecina”, pero en público nos limpiamos la boca con la servilleta y nunca le decimo bruja a una bruja.

El problema no es no poder contar un chiste. Eso es anecdótico. Pero este miedo se ha trasladado a la clase política (de los nuestros, ¿se entiende?), que ya no sabe qué palabras usar o no usar para no ofender a una minoría aunque se trate de cuatro gatos locos. Porque esos cuatro gatos locos también deben ser defendidos. Y deben ser defendidos, claro, pero no descuidando la agenda de las mayorías.

No es un mal momento para recordar que un proyecto que favorece a una minoría ayuda a poca gente. Bajar el precio de la leche ayuda a todos.

Nuestra gran viveza es inventar reglas que sólo nosotros respetamos mientras el enemigo se ríe al ver con qué facilidad estigmatizamos de machirulo al compañero de lucha. Y acá la culpa no es de la derecha. Esta curva la creamos y nos la comemos nosotros sin ayuda.

Entonces, Chiabrando, ¿quién se beneficia?

De este estado se aprovecha el que odia sin reparos. El que se manifiesta sin culpas, el que entiende las cosas como le conviene. Y mientras ese sector se aglutina sin oposición, sin dudas, y gana elecciones o tumba gobiernos, nosotros nos separamos por diferencias sobre una película, un eslogan, un chiste, colores o boludeces semejantes.

Debería existir por ley el “Día de decirse todo” en el que estaríamos obligados a decir lo que pensamos bajo pena de tener que escuchar a Arjona ocho horas por día. Pero no va a faltar alguien que se queje porque estigmatizamos a Arjona y a sus oyentes.

Modificamos los títulos “ofensivos” de un libro, le cambiamos el final a una película y nos escandalizamos cuando el asesino de una ficción es integrante de una minoría a la que debemos defender. Mientras, la derecha avanza casi sin oposición hacia el único plan que tienen: quedarse con todo.

 

“Pero, Chiabrando, usted no puede estigmatizar a alguien sólo por ser facho”. Falta esta corrección y cartón lleno.

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