Desde París

París y tres localidades de los alrededores pasaron bajo el estatuto de "alerta máxima". Estas "medidas obligatorias" se extenderán por un plazo de 15 días e implican principalmente el cierre de los bares, los gimnasios, los clubes, las piscinas, las ferias, los salones, la regulación de la circulación de las personas, la limitación de las reuniones (grupos de menos de 10 personas en las calles y las plazas), la prohibición de las fiestas y la disminución de la afluencia en las dependencias de la enseñanza superior (menos de 50). Los restaurantes permanecerán abiertos bajo ciertas condiciones de ocupación y distancia, ambas reforzadas. Siempre y cuando no sobrepasen un aforo de 1.000 personas, los museos, los cines, los teatros y algunas salas de conciertos podrán abrir. 

El gobierno había preparado el terreno mediante anuncios previos ante la degradación del panorama sanitario. La proporción de testeos positivos no hace sino crecer: el domingo el porcentaje alcanzó 8,2% contra 4,5% hace un mes. Entre el sábado y domingo hubo 12.500 casos nuevos y la víspera se llegó a un record de 17.000. Los diagnósticos positivos en el curso de la última semana superaron la cifra de 250 por cada 100 mil habitantes para alcanzar los 270. Esos números se repercuten en los servicios de reanimación, donde 35% de las camas disponibles están ocupadas por pacientes contagiados con la covid-19. La Agencia Regional de salud de Ile de France (ARS, donde está París) anticipa que en “los próximos 15 días llegaremos al 50% de ocupación”. En Francia, el llamado “umbral crítico” se sitúa en un 30%. El prefecto de París, Didier Lallement, explicó que “se trata de medidas de freno porque la epidemia va demasiado rápido. Hay que frenar antes de que nuestro sistema sanitario se vea desbordado”.

En esas condiciones, al gobierno no lo quedaba otra opción más que la de apretar las cuerdas. El Ejecutivo flota entre la disyuntiva que consiste en evitar que la pandemia se expanda fuera de control y preservar al mismo tiempo el funcionamiento de la economía para apaciguar la crisis social que ya se está instalando. En este contexto, las autoridades instan a las empresas que se encuentran en las zonas de “alerta reforzada” a recurrir lo más asiduamente posible al teletrabajo. Todas estas nuevas restricciones son una apuesta. Nadie sabe con certeza si se podrá romper la segunda ola de la pandemia. El gobierno se dio un plazo de 15 días para “reevaluar” el impacto de las decisiones que acaba de tomar. Con una brújula en la mano está buscando la mejor orientación ante un virus en constante expansión y concentrado hoy en las grandes metrópolis y su entorno. El pasado 22 de septiembre, el consejo científico que asesora al gobierno había advertido: si no se activan acciones adaptadas, los hospitales podrían verse desbordados “en algunas semanas”. No es el caso aún y el gobierno avanza con su brújula en medio de la neblina que va dejando el comportamiento de la covid-19 y la misma población, no siempre respetuosa de las consignas de protección y distancia social.

Paralelamente al tono alarmista de las decisiones, el festival del delirio funciona a pleno régimen en los medios y las redes sociales. Médicos, científicos, especialistas de disciplinas diversas e ignotas se pasean en los canales de televisión con un tono tranquilizador y una retórica tan aguerrida como opuesta a la del Ejecutivo, a la que se desprende de la experiencia clínica y a la del resultado de las investigaciones mundiales. Dicen: no hay segunda ola, el virus ya pasó, la población ya está inmunizada, el confinamiento no sirve, los porcentajes de personas contaminadas son una ficción y nada justifica las medidas restrictivas ni la limitación de las libertades. Basta con que las autoridades sanitarias difundan cifras para que una andanada de twitts invada las redes y los medios afirmando exactamente lo contrario. En estas semanas la confrontación se volvió tensa entre este club de escépticos, entre los que se encuentra el imperdible promotor de la cloroquina, Didier Raoult, y los médicos que trabajan en los hospitales. El doctor Renaud Piarroux, infectólogo en el hospital parisino de la Pitié-Salpêtrière, recuerda que “en Francia hay alrededor de 400 muertos por semana, y eso no es un detalle”. 

El problema de los hospitales radica en que, cuando se dedican más del 20% de los medios de que cuenta un hospital a los enfermos de coronavirus, el hospital se satura porque también están los otros enfermos y accidentados que se deben tratar. Las experiencias relatadas diariamente por los médicos y las enfermeras que trabajan en los hospitales están muy alejadas de las teorías complotistas y de las narrativas de esa comunidad escéptica que transmite en medios y redes el virus de la desconfianza y la desacreditación. Hay, también, otro sector en debate que no impugna las restricciones, pero adhiere racionalmente a una limitación de las mismas para no comprimir las libertades por demasiado tiempo. Karine Lefeuvre, vicepresidenta del Comité Consultivo Nacional de Ética, observó en el matutino Libération que “estamos en un momento de tensión muy fuerte entre libertad individual y responsabilidad colectiva. La política desempeña su papel cuando impone restricciones para limitar el riesgo sanitario. Pero es preciso tener cuidado y vigilar que esto sea proporcionado, limitado en el tiempo y acompañado por una información lo más clara posible”.

Habrá entonces dos semanas más de perplejidades y dilemas, de bares cerrados y veredas silenciosas porque desaparece a partir de esta media noche ese lugar exquisito, protector, casi veraniego, que eran las terrazas del bar donde la ciudad podía olvidarse un momento de que seguimos viviendo turbados y con las libertades a media asta.

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