“La convención fue un drama. El juicio, una comedia”. La frase promocional le pertenece a Chicago 10: Speak your Peace, notable largometraje del documentalista Brett Morgen que pudo verse en un lejano Bafici, hace casi una década. Allí, gracias al jugoso material de archivo y a una serie de reconstrucciones animadas de pasajes relevantes del proceso real, se desnudaban las intenciones últimas del célebre enjuiciamiento a los Siete de Chicago (originalmente Ocho), cuando un grupo de militantes políticos de diversas extracciones fue acusado de conspirar contra el gobierno de los Estados Unidos y provocar disturbios durante la Convención Nacional Demócrata de 1968, en plena era de Vietnam y poco antes de las elecciones que llevarían al poder a Richard Nixon. La farsa duró poco menos de un año, entre septiembre de 1969 y febrero del año siguiente, y ha sido objeto de múltiples abordajes cinematográficos, literales y metafóricos, incluida una relectura contemporánea a los hechos en el agitprop Vladimir et Rosa, dirigido en 1970 por Jean-Luc Godard y su compinche Jean-Pierre Gorin en tiempos del Grupo Dziga Vertov, y en el cual el juez del caso cambiaba radicalmente de nombre: de Julius Hoffman a Ernest Adolf Himmler. El juicio de los 7 de Chicago, segundo largometraje como guionista y realizador de Aaron Sorkin, es bien diferente a esos dos títulos esenciales, no tanto en contenido como en su forma. El responsable de los guiones de Juego de poder, Red social y la serie The West Wing reconstruye el caso, con sus héroes y villanos de ocasión, a partir de una rica tradición en la historia del cine estadounidense, el film de juicio, valiéndose de muchas de sus señales y trucos y recubriendo el drama con una nada despreciable capa de comedia. Un territorio que el neoyorquino nacido en 1961 conoce de sobra: su primer paso en la industria del cine fue la adaptación de su propia obra de teatro A Few Good Men, dirigida en 1992 por Rob Reiner y estrenada en nuestro país con el título Cuestión de honor. Con un reparto que incluye los aportes de rostros jóvenes y veteranos como Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Frank Langella y Michael Keaton, El juicio de los 7 de Chicago debutará en la plataforma Netflix el próximo viernes, nueva demostración del poder del cine de ficción a la hora de iluminar zonas del pasado histórico. De esa Historia con mayúscula tantas veces escrita con sangre y, en ocasiones, con insania.

Los primeros minutos son scorseseanos. Ritmo frenético, cortes como hachazos, diálogos veloces y afilados, montaje paralelo que presenta uno a uno a los protagonistas centrales de la historia. En esa introducción, una frase se destaca sin demasiado esfuerzo. Poco importa si fue dicha en la vida real, si fue pronunciada o no por el líder y cofundador de los Black Panther Bobby Seale (el actor Yahya Abdul-Mateen II). En la pantalla, merced a la magia del cine, la sentencia adquiere el tono de la leyenda, esa que pide a los gritos ser impresa. “Él tenía un sueño. Ahora tiene una bala en la cabeza”, le responde Seale a una de sus colaboradoras horas antes de viajar a Chicago, en referencia al reciente asesinato del líder afroamericano Martin Luther King y en un claro cuestionamiento a los límites de la resistencia pacífica. Seale fue uno de los ocho acusados originales, aunque pronto vería su acusación desestimada ante la falta de evidencia, recibiendo en cambio una condena a varios años de prisión por dieciséis ocurrencias de desacato durante las jornadas del juicio. La inédita y tristemente célebre situación de haber sido maniatado y amordazado durante una de las sesiones forma parte de la cultura popular, de la letra de la canción "Chicago", de Graham Nash –“Aunque tu hermano está atado y amordazado / Y lo han encadenado a una silla / ¿No vendrías a Chicago para, simplemente, cantar?”– y, desde luego, ocupa un par de importantes minutos en el film de Sorkin. Pero antes de eso, antes del cambio de gobierno y del juicio, existió la convención demócrata, y todos los líderes jóvenes (y no tanto) del país se reunieron junto a sus seguidores en las calles y parques cercanos. Entre ellos el gurú hippie Abbie Hoffman (un Sacha Baron Cohen apenas contenido en su corsé anti histrionismo) y Tom Hayden (Redmayne), el famoso activista por los derechos humanos, vocero de la agrupación Estudiantes por una Sociedad Democrática y autor del Manifiesto de Port Huron. A partir de una serie de flashbacks que remiten a diferentes momentos de los disturbios ocurridos en Chicago hacia finales de agosto de 1968, The Trial of the Chicago 7 describe, con las armas de la reconstrucción ficcional y algunas licencias dramáticas, el rol de cada uno de los involucrados a la hora de fogonear o desescalar la creciente tensión entre los grupos de manifestantes y la policía. Un barril de pólvora al cual sólo le faltaba la chispa de un fósforo para explotar e incendiarlo todo.

En recientes declaraciones con la revista Squire, Aaron Sorkin reflexionó sobre el estado de las cosas en la sociedad de su país en tiempo presente. Las imágenes de las manifestaciones, en plena pandemia, luego del asesinato de George Floyd y la inminencia de unas elecciones de enorme importancia, parecen darle la razón cuando afirma que preferiría que la historia que cuenta la película se sintiera hoy menos relevante. “Mientras filmábamos, me sorprendió mucho una fotografía de 1968, que terminamos recreando en nuestra primera filmación de la multitud afuera del juzgado. Algunos de los carteles escritos a mano que la gente sostiene en sus manos rezan ‘América: ámala o déjala’ y ‘Enciérrenlos’. Son cosas que se han venido escuchando mucho durante los últimos tres años. Y luego la policía, gaseando y golpeando a los manifestantes frente a la Casa Blanca. He escuchado a personas decir ciertas cosas que son líneas de diálogo de la película, apenas parafraseadas. Casi palabra por palabra. No podía creerlo. Trump incluso tuiteó que cruzar la frontera de los estados para incitar a la violencia era un crimen federal. No agregó allí que sólo en una ocasión, en toda la historia de los Estados Unidos, alguien había sido acusado de ese crimen”. Ese concepto aparentemente menor, el pequeño detalle de “cruzar las fronteras para incitar a los disturbios”, se convirtió en la estratagema central de la fiscalía para acusar a los Siete. En la ficción, es uno de los nodos centrales de la lucha judicial y del choque de histrionismos entre el joven fiscal Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt) y el abogado defensor interpretado por Mark Rylance. Peones legales de un juego de mesa rigurosamente vigilado desde el estrado por el juez Hoffman (un preciso Frank Langella), ubicado siempre en el cruce de los caminos que conducen al conservadurismo, una senilidad incipiente y un magnífico atado de prejuicios sociales. Las diferencias entre los acusados – esencialmente de forma, pero también de fondo en algunos aspectos– le sirven a Sorkin para iluminar aspectos de la sociedad estadounidense en una etapa histórica de profundos cambios, pero también para jugar el juego de un humor no tan solapado. Uno de los elementos que hacen que el film se sienta ligero, al menos hasta el último tercio, cuando las aguas (y las líneas ideológicas) comienzan a bajar un poco más espesas.

Sin duda, El juicio de los 7 de Chicago hubiera sido una película diferente de haberla dirigido por Steven Spielberg, el primer interesado en llevar la historia a la pantalla. En las notas de producción distribuidas a la prensa internacional, Sorkin recuerda que, en el año 2006, recibió una llamada del director de Tiburón y Rescatando al soldado Ryan y que se reunió con él en su casa una mañana de sábado. “Me dijo que quería hacer una película sobre los disturbios de Chicago y el loco juicio conspirativo que tuvo lugar después. En cuanto salí de allí llamé a mi padre y le pregunté si podía contarme algo de esos acontecimientos, ya que no sabía nada del tema. Fue uno de los enjuiciamientos más disparatados en toda la historia del país. Duró unos seis meses, el juez estaba loco y los acusados eran muy pintorescos, como así también varios de los testigos”. El proyecto quedó paralizado durante una década y sólo después del estreno de Apuesta maestra (2017), el debut como realizador de Sorkin, volvieron a encenderse las luces verdes, esta vez con el guionista detrás de las cámaras. En cuanto al desarrollo de los personajes y la visión sobre su rol en la historia, Sorkin afirma que “para ser honesto, debo decir que me llevó algo de tiempo identificarme con los acusados. Mi sensación era que Abbie Hoffman y los de su clase tal vez le habían hecho daño a una causa que todos deberíamos apoyar. Descubrí que Hayden sentía lo mismo por Abbie y esa fricción está dramatizada en la película. En esencia, había tres cosas que me interesaban a la hora de escribir el guion. Por un lado, el juicio y su desarrollo. En segundo lugar, la evolución de la revuelta y cómo fue que una demostración supuestamente pacífica terminó en ese terrible alboroto, mientras Hubert Humphrey era nominado a la presidencia a pocos metros de distancia sobre la Avenida Michigan. Finalmente, la historia personal sobre las fricciones entre Abbie y Tom y cómo lograron, finalmente, llegar a respetarse mutuamente”.

¿Hacerle un fuck you en la cara a los “cerdos”, a ese Hombre que dictamina y controla, y dinamitar la sociedad para volverla a construir desde cero o bien entrar por la puerta grande a las instituciones y estamentos y cambiar discursos, ideas y corrientes desde el interior del poder? Esa es la cuestión que enfrenta en varias ocasiones a los enjuiciados, mientras el gobierno da de baja a un par de jurados mediante estrategias non sanctas e intenta transformar a los Siete en símbolos ejemplificadores, intentando así detener las ruedas de la Historia. Sobre el final, cuando el circo llega a sus segmentos apoteósicos, Sorkin refuerza los elementos dramáticos con varios ejemplos de histrionismo teatral, ese sine qua non del film de juicio, desnudando el rostro verdadero de algunos de los involucrados y confirmando la mueca inamovible de otros. La lectura de los miles de soldados muertos en Vietnam desde el comienzo del juicio como discurso final de los acusados –idea tomada de las actas oficiales del proceso– vuelven a poner de relieve la antinomia central que fue el origen de todo: la imparable sangría de una sociedad enfrentada por ideas diametralmente opuestas. “El guion del film no cambió para reflejar nuestros tiempos. Son los tiempos los que cambiaron para reflejar el guion”. La reflexión de Aaron Sorkin vuelve a hacer hincapié en la inevitable repetición de la historia, ya sea como tragedia o como farsa. O ambas cosas a la vez.