Salon Kitty

Italia/Francia/Alemania, 1976

Dirección: Tinto Brass.

Guión: Antonio Calantuoni, Ennio De Concini, Maria Pia Fusco, Tinto Brass.

Fotografía: Silvano Ippoliti.

Música: Fiorenzo Carpi.

Montaje: Tinto Brass.

Reparto: Helmut Berger, Ingrid Thulin, Teresa Ann Savoy, John Steiner, Sara Sperati, John Ireland.

Duración: 128 minutos.

Disponible en MUBI

Con Salon Kitty (1976) suceden varias cosas. Es un punto de inflexión en el camino de su director, el italiano Tinto Brass. Con esta película y Calígula (1979), el registro erótico por el cual hoy se le reconoce comienza a destacar, en una filmografía donde sobresalen títulos como La llave, Paprika y Tra(sgre)dire. Salon Kitty está disponible en MUBI, dentro del ciclo que la plataforma dedica al director: “Atracciones mortales y deseos pecaminosos de Tinto Brass”, y que incluye películas anteriores y menos vistas: Con el corazón en la garganta (1967), L’urlo (1968), Nerosubianco (1969).

Basada en la novela de Peter Norden, la historia recrea un hecho sucedido durante los días del nazismo, cuando el burdel berlinés “Salon Kitty” fuera utilizado como lugar espía donde escuchar confesiones involuntarias de jerarcas, oficiales y ciudadanos, promovidas por las mismas prostitutas. La idea fue de Lina Heydrich, nazi devota y esposa de Reinhard Heydrich –uno de los principales impulsores de la Solución Final-, personaje que el film trastoca en la figura del jerarca Helmut Wallenger, interpretado por el austríaco Helmut Berger.

De acuerdo con el film, el proyecto de Wallenger inicia a partir de la incorporación de mujeres de un indudable afecto nacionalsocialista. Amas de casa, madres e hijas, todas serán puestas a prueba. Nada importa más que la adhesión al régimen. La búsqueda tendrá su correlato en la expropiación del burdel que dirige madame Kitty Kellerman (Ingrid Thulin), quien pasará a cumplir funciones de institutriz.

La operación tiene sus ribetes grotescos. Todo es un grotesco. Y esto es algo que Tinto Brass utiliza en beneficio propio. La “caza” de chicas tendrá un momento ejemplar en la figura de la madre que en un cine se incorpora al saludo de “¡Heil Hitler!”, durante la proyección de un documental. (Lo más probable es que esas imágenes correspondan a El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, la cineasta del régimen.) Más adelante y con el burdel en funciones, otro tanto sucederá alcobas adentro, cuando uno de los oficiales pida a la prostituta que le deje proyectar sobre su cuerpo imágenes de cine. Él se excita mientras ella interactúa con un Hitler de celuloide y la muchedumbre que ruge. Son pantomimas de un momento genial, de un director irreverente, así como señalan la mirada crítica que el cine siempre tuvo sobre sí mismo.

En otro orden, la convocatoria física de Wallenger, con hombres y mujeres estudiados y repartidos por igual desde dos secuencias en paralelo, refuerza la idea que Salon Kitty ya presenta en su secuencia inicial, con el baile transgénero de Ingrid Thulin: su cuerpo caracterizado se encuentra dividido en dos partes, una masculina, otra femenina. De acuerdo con el perfil, la elección sexual. Un binomio que al momento de elegir los mejores físicos, inevitablemente dice sobre otra de las películas de la Riefenstahl: Olympia, dedicada a los juegos olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Las imágenes en rallenti del famoso documental de Riefenstahl de alguna manera son evocadas por los cuerpos desnudos de Brass, alineados y en marcha, rumbo a la gimnasia sexual.

Con las chicas y la institutriz en funciones –y va a ser bravo el asunto, se queja madame Kitty, con mujeres que a simple vista tan poco interés sexual despiertan-, el Salón está listo para iniciar su tarea. El dúo que integran Kitty y el nazi Wallenger se completa en forma de trío con Margherita (Teresa Ann Savoy), crítica con sus padres de clase acomodada y creyente de las virtudes nacionalsocialistas. Al partido le dedicará su cuerpo joven, vuelto ahora el de una prostituta espía.

Margherita es el personaje nodal, porque es con ella cuando Wallenger siente pasión, un sentimiento que tendrá que domar, así como lo hace con su esposa despreciada, a quien sabe humillar. Por eso, con Margherita Salon Kitty encuentra la llave a través de la cual horadar el prostibulario nazi. La fisura, casi imperceptible, comienza cuando el sexo con uno de los muchos oficiales se transforme progresivamente en algo más, íntimo y transgresor respecto del control ejercido sobre las ideas y los cuerpos.

El orden del burdel delineado por Tinto Brass responde al ideario de un laboratorio, donde analizar el grupo social y procesar datos; un ámbito ideal para elegir quiénes mueren. El prostibulario nazi como una célula desde la cual inocular disciplina y temor, con la delación como moneda de cambio. Un filtro por el cual hacer pasar a propios y ajenos, con el sexo como prueba y tentación. Y acá algo sustancial. Porque si bien Salon Kitty marca el derrotero erótico en el cine de su autor, seguramente sea la menos erótica de sus películas. Maniatados como están los cuerpos, sujetos a depravaciones impuestas –que Brass juega en algunos casos irónicamente, con humoradas y ridículos, como un gran pene de pan o la ropa interior femenina de un jerarca-, lo que no aparece es el disfrute. Si lo hace, es fugaz. Y no es casual que éste suceda entre Margherita y su oficial enamorado, alguien a su vez traumado por el rol asesino al que le obliga la guerra, alguien que sabe que “el ser humano sólo pertenece a la humanidad”.

Este micromundo de terror planificado tiene correlato fílmico con otro aún más intolerable. Es el que delinea Pier Paolo Pasolini en Saló o los 120 días de Sodoma (1975), su última película antes de ser asesinado. Saló es una travesía horrible que debe verse. La película de Brass no se atreve a tanto o no puede, tal vez sólo Pasolini. El eco con este film no es el único, otro y fundamental es con Portero de noche (1974) de Liliana Cavani, con Charlotte Rampling y Dirk Bogarde en plan sadomasoquista: la primera, una sobreviviente del campo de exterminio; el segundo, su torturador; los dos, amantes. Y hay un tercer título importante: La caída de los dioses (1969) de Luchino Visconti, donde la decadencia de un grupo familiar durante el nazismo era interpretada por Bogarde junto con, nada casual, Helmut Berger y la sueca Ingrid Thulin, intérpretes de Salon Kitty. Cada una de estas películas es un momento intenso, de nexos recíprocos.

Sobre el desenlace, y en sintonía con el cine de terror con mansiones diabólicas, el fuego surge con las explosiones. Para que llegaran esos bombardeos, era necesaria la participación norteamericana. Allí entonces, el papel breve y significativo del actor John Ireland, que colabora con el plan urdido entre Margherita y Kitty. Quien quedará desnudo, literal y metafóricamente, es Wallenger. Su odio le consume. Como si la búsqueda continua del enemigo culminara por lograr que la serpiente muerda su cola, algo que supo señalar la filósofa Hannah Arendt al decir que el totalitarismo no podía menos que condenarse al fracaso, llegado el momento inevitable de matarse entre propios.