En estos tiempos de odios desatados, aparentemente irracionales, conviene por una parte comprender el nivel de frustración y los miedos que acaban por desencadenar dichos discursos repulsivos, y por la otra analizar la racionalidad que se esconde tras los variados improperios.

Ciertos temas que se vociferan en el fervor de la protesta, entre banderas argentinas que le dan un toque falsamente patriótico al asunto y cacerolazos y ruidazos que no sé por qué me recuerdan a los bombos peronistas, ciertos temas, repito, no admiten análisis alguno. Son la cosa en sí, como diría Kant aunque me temo que esa particular cosa en sí no le interesaría en absoluto.

Pienso por ejemplo en aquella señora, enfervorizada y muy segura de su alegato, que le repitió al movilero el acuciante motivo de su presencia en esa particular movilización:

"No queremos ser Valenzuela" repitió varias veces la tal señora, sin flaquear. Y no quieren, o ella al menos no quiere, porque “Queremos ser libres, la libertad se defiende con todo”.

No me sentí aludida, en absoluto; este mundo está lleno de Valenzuelas que ni siquiera somos parientes, y en última instancia yo, por mi parte, no quisiera ser esa señora. Estamos a mano por lo tanto, pero en veredas opuestas, si bien concuerdo con la idea de que la libertad se defiende con todo, y ese todo incluye indefectiblemente la responsabilidad.

Pero esa es otra historia.

Lo que hoy me enfurece --para replicar el estilo enfático de quienes protestan -- y me llena de inquietud y desconcierto, son mis compatriotas que con total ceguera ante las aciagas circunstancias actuales (llámense pandemia, muertes por contagio, crisis económica y tutti quanti) salen a despotricar por las calles, en general sin barbijo o quemándolos. Por lo cual trato de poner un poco de racionalidad en el asunto, y ya que no puedo entender sus motivaciones profundas (aunque sí, claro, explicaciones hay: odio a la política que les quitó sus prebendas, o las prebendas que gozaban aquelles que antes reinaban en el país, desmantelándolo, y que hoy les llenan la cabeza con engaños de todo color y laya).

Pero hoy el motivo de mi reflexión es otro.

La racionalidad de lo irracional

Propongo hurgar detrás de las palabras haciendo un análisis semántico o al menos intencional de algunos insultos. En particular aquellos que mandan a algún lado específico al otro (contrincante, rival, asqueroso opositor a mis brillantes postulados y convicciones). Lo mismo vale para las damas, que no se privan ni son privadas de estas encomiásticas interjecciones.

Tomemos para empezar esa habitual invitación (para llamarla de alguna manera) tan destituyente: “¡Andate a la concha de tu madre!”.

Como quien dice hacete humo, rajá de acá, desaparecé de mi vista.

Pero no es tan simple. La carga emocional es mucho mayor, su poder denigratorio es inconmensurable y suena a escupitajo de lo peor.

Pero lejos está de ser así, si lo pensamos bien.

Se trata en realidad de una invitación, o más bien una inapelable orden, de profundas implicancias freudianas.

Como es de conocimiento público, la concha está a un paso del útero. Y el útero es aquel refugio añorado, cálido, seguro, alejado de toda preocupación externa, al cual los regresivos, a decir de Freud, aspiran retornar. La envidia del pene es un poroto (con perdón) al lado de la añoranza uterina. Fue la famosa psicóloga Karen Horney quien dio la clave cuando describió la envidia de ser madre, es decir la envidia del útero o envidia de la vagina.

Saliendo de pesca no con una red sino en la red de redes, encontré en un blog un tipo de trabajo terapéutico que consiste, según sus promotores, en “regresar al útero para sanar”. La hipnosis, según alegan, permite “acceder a todo ese material inconsciente que forma parte de nuestra memoria implícita y que, al no estar codificada como recuerdos, resulta más difícil de recuperar. Las experiencias fetales quedan grabadas de forma arquetípica, onírica, y ese lenguaje ha de ser desencriptado”.

Tomando en cuenta esta posibilidad, el simple hecho de mandar a alguien a la concha de su madre puede encerrar, más allá de la voluntad de quien cree estar insultando de la peor manera, buenas y sanadoras intenciones. Dialéctica pura.

Acá mi reflexión se bifurca:

Por una acción de boomerang, o por una jugarreta de sus propias neuronas espejo, quienes porfíen lo que creen ser una orden terminante de emprender ese viaje imaginario a la etcétera etcétera, podrían acabar practicándolo elles mismes. En cuyo caso, sin proponérselo, se encontrarían en una situación inconsciente donde podrán ver el germen de su conflicto y la razón de ser de su desmedida, incontrolable e irracional bronca, y lograr por fin tener una vida sosegada y hasta cariñosa.

Distinto es cuando te manda a la concha de tu hermana. Por el momento opto por no dejarme distraer con temas de incesto. Porque nos espera

El no-lugar

Ahora bien. Tenemos otra imprecación, asaz antigua que sin embargo se ofrece a una lectura de actualidad. Para comprenderla en su verdadero sentido ya no acudiremos a Freud sino a Marc Augé, el conocido etnólogo francés quien acuñó el término y definió por primera vez los no-lugares. Según él, un no-lugar es un espacio intercambiable donde el ser humano permanece anónimo.

El término se presta a más interpretaciones, sobre todo cuando nos asomamos a la cuántica y pensamos en el multiverso y en lugares que no por inexistencia dejan de ser.

Ejemplo: La concha de la lora.

Sí señor, señora. Andate a… imprecación habitual y algo demodée, pero vistosa quizá por ser verde por fuera y roja por dentro al igual que la sandía.

Pero esas son vanas ilusiones porque, sepámoslo de una vez por todas, ¡la concha de la lora no existe!

Se trata del no-lugar por excelencia, absolutamente nones, es decir que si una zarpara en respuesta a la orden, imprecación o mandato, se encontraría flotando en lo infinito o al menos perdida en los vericuetos del inconmensurable espacio.

Resulta que las aves carecen de genitalia externa, concha o pito o lo que fuere. Así es, no más. El aparato reproductor externo de las aves, machos y hembras, es idéntico y se denomina cloaca. Nombre denigrante por cierto, pero qué se le va a hacer, se trata de un orificio común para todo uso. Y hete aquí, para ser bien precisa, que la mayoría de los pájaros tienen la cortesía de lucir diferente plumaje para facilitar la identificación de su género. Vistosos los machos, opaquitas las hembras pero simpáticas. La mayoría, dije, porque los psitáceos (loros y cia) carecen de este elemento identificatorio a simple vista. Al punto que no sé si mi Kokopelli es Koko o Koka, porque me niego a hacerle una endoscopía para espiar sus adentros.

“La percepción de un espacio como no-lugar es, sin embargo, subjetiva: cada persona con su subjetividad puede ver un sitio dado como un no-lugar o como una encrucijada de relaciones humanas” comenta Augé.

Razón por la cual, tras estas maduras reflexiones, podemos ir donde se nos antoja sin esperar que nadie nos mande. Y reír cuando nos lo tiran a la cara.

* Escritora. Su novela El Mañana acaba de ser reeditada por Interzona.