“Me llamo Nora García” dice Nora García, en el inicio de El rastro. No dice soy, sino me llamo, porque en esta novela el discurso, las palabras dichas en voz alta por una mujer, son las que van a construir el mundo. No hay más allá de ese discurso, esas palabras y esa voz imparable por la que nos llegan los sucesos de esa tarde calurosa y de todo lo sucedido antes, mucho tiempo antes, incluso siglos. Nora García, es el único personaje que habla en la novela y pronuncia frases temibles como: “La muerte es quizá la forma más violenta de la correspondencia amorosa” porque se trata justamente, de una historia de muerte y amor, un relato que tiene lugar en un velatorio. Y el finado es su ex marido Juan, eximio compositor y pianista, que hoy es descrito como un cadáver delgado, con bigote tieso y perturbador. Hay que decir que no se trata de un monólogo desgarrado y romántico, como si del final de Romeo y Julieta se tratara, sino de algo más complejo, porque el amor no es interrumpido por la muerte en su momento cumbre, sino mucho después de la disolución, cuando la pareja está separada y hace años que no se ve. ¿Es ella la viuda de todos modos? ¿A quién hay que darle el pésame? ¿Cómo velar entonces a un ex que si bien fue el gran amor de una vida, también dejó se serlo, se lo llegó a detestar y luego a olvidar? ¿Cómo conviven en un mismo corazón esos sentimientos tan contradictorios?
Se trata de la reedición de El rastro de la escritora y ensayista Margo Glantz, una de las máximas figuras de la cultura mexicana actual. Editada originalmente por Anagrama en 2002, finalista del Premio Herralde, esta novela hacía tiempo que estaba ausente de librerías. La novela tuvo su adaptación teatral en Argentina en el 2014, con una deslumbrante versión de Analía Couceyro y Alejandro Tantanian, pero incluso entonces era difícil hacerse con un ejemplar del libro. Con la flamante publicación del sello mexicano Almadía, está nuevamente accesible con el agregado de un posfacio de la autora para esta edición, titulado “Una vez fui a un entierro de pueblo”.
La novela se abre con la llegada de Nora García al velatorio, el encuentro con el muerto y el variopinto gentío que lo rodea. En un pequeño pueblo con calles de tierra en el corazón de México profundo, en un salón donde sobrevuela el olor a moho, se recuerda a este hombre, tomando sorbitos de tequila. En ese prolongado lapso temporal junto al cajón, emerge de a retazos el pasado en común y también un entramado de citas de la cultura, particularmente de la música clásica, un ámbito donde tanto el hombre recientemente fallecido como la protagonista vivieron e hicieron su lugar en la tierra. Nora es cellista, ese instrumento que durante mucho tiempo fue solo “acompañante” y que funciona también como metáfora del vínculo de ella con su difunto marido, que al ser pianista y compositor, sin dudas era el protagonista de todas las piezas que tocaban juntos. En esta novela el universo musical se tematiza, pero también se vuelve forma: estructurada como el fluir de una voz que desde un asunto – la muerte de un ser querido-- va modulando sus variaciones, recurriendo a diversos leimotiv, que generan detenciones y vueltas del relato, una y otra vez.
Es justamente las pieza Variaciones Goldberg, de Bach, sobre la que más se profundiza, reponiendo una de sus interpretaciones más celebres, la llevada adelante por Glenn Gould. Este eximio pianista canadiense la realizó dos veces, en dos grabaciones, la de 1955 y la de 1981, al principio y al final de su carrera. El problema de la interpretación en música es uno de los que más la apasiona a Nora García, volviendo sobre esto en varios pasajes. Un músico que le imprime algo que la pieza tenía sólo en potencia, que deja sobre las teclas su corazón. Porque este es el otro gran asunto de estas páginas. Así como la música es tema y es forma, lo mismo ocurre con el más importante de nuestros órganos y el más musical, el que marca el ritmo de la vida, que a veces se acelera y otras se detiene. Juan, el finado marido de Nora, ha muerto a causa de su corazón enfermo y esto trae aparejado una cantidad enorme de reflexiones de la narradora, desde lo científico y por supuesto, también de lo poético. Es el órgano más glosado por la poesía, incluso en sus formas más cursis. Cuando tenemos un amor desgraciado se suele decir que se nos rompe el corazón y eso se multiplica en una gama enorme de expresiones populares y también en la música: en los boleros, en las rancheras y en el tango. De este último se toma el famoso "La última curda" en distintos puntos del relato por aquello de que "la vida es una herida absurda" y también por su final sombrío "poniéndole un telón al corazón". Otro leitmotiv es la novela El idiota de Dostoievski, donde un triángulo amoroso termina con la muerte de Natalia Filíppovna, apuñalada en el corazón, del que extrañamente (o no) apenas sale una gota de sangre.
Hay una música en las palabras de Glantz, una cadencia en el fraseo expandido en oraciones largas, párrafos largos, con muy pocos puntos y aparte. En el decir cruel y a la vez un poco frívolo, capaz de detenerse incansable cantidad de veces en el bigote del difunto y en el peinado moderno que ahora ella porta y que es lo único de lo que parece poder aferrarse en ese espacio de recuerdos punzantes. En vez de tirarse de los pelos por la muerte, habla de su peinado. Hay una nota humorística, quizás paródica, en la descripción del velatorio, todos sus rituales y su presencia allí. Incómoda, intensa, agotadora. Por eso no es raro que esta novela se haya convertido alguna vez en material para la escena, porque se trata de una voz que monologa y crea con las palabras una musicalidad. La utilización de paréntesis, reiterada y lúdica, es una forma de articular esa voz, como si al discurso central –la voz cantante—se le hicieran comentarios en voz baja, menciones pequeñas, aclaraciones, matices, hasta chistes, que se pronuncian al margen. Los temas vuelven, el discurso se hace cíclico, se acelera o se ralenta. Contracción y expansión.
El rastro empieza con Nora García y termina con el cuerpo exangüe de su marido Juan. Como el camino de la vida a la muerte, o de un lado a otro de una pareja, o de las palabras al cuerpo. Y de estas duplicidades está plagado el relato. Una novela culta, risueña y de un virtuosismo notable, pero que curiosamente, es muy placentero de atravesar. Glantz nos sumerge en un estado de lectura por momentos enloquecido y voraz, y por otros, sereno y apacible. Como una melodía interpretada a la perfección.