Foto: Alejandra López

La exuberante vida musical de Gabo Ferro se multiplica en matices, meandros, cruces, intertextos, pero la dirección de su sentido estético-político jamás se aparta del trazado de un camino. A grandes rasgos, esa senda está hecha de tradición y de la ruptura de esa tradición, de los textos y su resignificación y, siempre, del poder de la palabra. Y la Historia, con mayúsculas. Ya sea en un libro como Barbarie y civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas como en una canción de tres minutos, esos rasgos constituyen su obra.

Trabajó con la urgencia del que sabe que no hay tiempo que perder, como si hubiera intuido su muerte temprana. Procesó el tiempo que le tocó vivir a través de una larga y única canción que habla de amor, de sexo, de filosofía, de psicoanálisis; una canción salvaje, tierna, fantástica, espectral, de miedo y muerte. “Lo que te da terror te define mejor / no te asustés, no te escapés, volvé / Volvé, toca, miralo dulcemente esta vez”, escribió en uno de sus temas más hermosos.

Primero, el origen. Los discos que sonaban en su casa, en Mataderos, eran los que escuchaba el país: fue un instante bisagra, fines de los 60 y principios de los 70. Confluían la balada romántica, la canción testimonial, el boom folklórico, la psicodelia. En los hogares convivían Serrat y Favio, Nino Bravo y Nicola Di Bari, Horacio Guarany y Los Beatles. Ese humus fue decisivo. Gabo de alguna manera historió esa baza en la que se mezclaba la pujante industria discográfica y todo lo que conllevó el regreso de Perón. “Ahí está todo lo que me interesa –me dijo en 2016-. La voz de Ginamaría Hidalgo, que era una genia; Atahualpa Yupanqui, Percy Sledge, Altemar Dutra, Favio, Eydie Gorme, Raphael, Serrat, Sandro... Una locura. Ese período me convoca a trabajar con los universos literarios, simbólicos, los modos de cantar, el sonido y la tecnología de las músicas que se ubicaban entre las preferencias populares y comerciales de entonces. En esos artistas se dispone parte de nuestra sensibilidad conformada entre dictadura, policía, juicios y prejuicios, peronismo activo en punto ciego, Cordobazo y tanto más. Me interesa el respeto por la palabra. Vos escuchás a Favio en ‘Fuiste mía un verano’ y no se puede creer: el uso del vos, la palabra piba, el pájaro herido… Yo no veo la música desde arriba o desde abajo, para mí no hay mejor o peor. Celebro la subjetividad”.

Todo lo que escribió y cantó tiene una perspectiva en el tiempo. A partir del peso simbólico de su barrio –los frigoríficos entre la ciudad y el campo, el sueño de una patria grande agro ganadera, el peronismo y los nenes bien tirando manteca al techo- indagó en El matadero de Esteban Echeverría, el relato fundacional de la literatura argentina que desplegó elementos que Gabo trató: la violencia, el sometimiento, la sangre, la muerte. A partir de la canción barroca aggiornada en el siglo XXI puso la lupa en las cancionistas que brillaron entre la consagración de la tríada Gardel-Corsini-Magaldi y la etapa de gloria de las orquestas de tango. Y así. Como Palo Pandolfo, Gabo Ferro transitó con autoridad las tradiciones criollas, incluso la del llamado “rock nacional”. En esa huella se inscribe su versión de, por ejemplo, ‘Muchacha (ojos de papel)’; con ese criterio habría que escuchar sus muchas canciones “de género”, como una profundización del pionero manifiesto gay ‘Escúchame entre el ruido’, de Moris.

Foto: Alejandra López

En su tránsito del arrabal al Centro, generacionalmente Gabo quedó suspendido entre la furia tóxica post post-punk de los 80/90 en Porco (algunos la definen como banda hardcore, aunque la etiqueta no tiene demasiada precisión) y el rock en los salones de la Casa Rosada. Agitó la poesía con Los Verbonautas y cuando resucitó trovador dio al principio la falsa sensación de un inofensivo cantautor; luego del power de Porco, parecía domesticado. La percepción duró un suspiro: Gabo fue abducido por otro tipo de rebeldía, otros combates. Como cancionista del nuevo milenio se volvió más político. “Todo tiempo pasado fue mujer”, escribió en ‘Siempres’, y se ubicó frente a otro espejo, entre Puig y Migré y también Evaristo Carriego, en el que se reflejaban divas como Sofía Bozán, Libertad Lamarque, Ada Falcón y las mujeres con las bolsas de colores de compras y los changuitos en las ferias del sur de la ciudad. Habló de “niños costureras y niñas carpinteros”: al principio desconcertaba; luego su prédica disidente se naturalizó. Sus conciertos se poblaron, como él mismo contaba, “de chicas de Puán, de Psicología; pero también las amigas de mi madre”.

Frente a esos universos, hoy Porco quedó algo anacrónico. El mismo Gabo se encargó de enterrarlo con su proteica producción post Universidad. El inicio gótico, siniestro, operístico, de "Una desgracia inmensa" del disco Naturaleza muerta (1997) instala, por caso, la tragedia en su voz. “En el drama un tipo se corta el dedo, se limpia con agua y se pone una curita; en la tragedia un tipo se corta el dedo y piensa en la muerte”, decía en 2016, asumiéndose un ser trágico. Muchas de las letras de Gabo en Porco se escuchan extremas, sádicas, psicópatas: “Me abandonás/ te voy a arrancar los dientes./ Me los voy a tragar, te voy a clavar la ropa al piso/ porque me abandonás” (“Manadas acabadas”), “Te di 32 puñaladas en los ojos/ después de haber dormido parados/ no pude terminar de hacerte acabar/ ¡Mierda! ¡siempre tiene que fallar!” (“Puto mandril”).

Ya es legendario: Gabo abandonó Porco al tercer tema de un concierto en el Auditorio del Bauen. Apoyó el micrófono en el escenario y se fue caminando, nublado, por Callao. Él, el cantante, quedó mudo. Sepultó su pasado y fue rescatado del silencio por Ariel Minimal. El primer tema del primer disco del Gabo deconstruido definía el kilómetro cero de un camino a seguir: el bellísimo y sereno "Sobre madera rosa". Entre marcas de María Elena Walsh y Miguel Abuelo, se incorporó a la más notable tradición del cantautor, una raza que contiene a Jorge Cafrune, al Spinetta de la presentación de Artaud y Kamikaze y, desde el fondo del under, a artistas perdidos como el rosarino Enrique Carné.

El traje de juglar le quedó pintado hasta en el physique du rol: esos mohines saltimbanquis, el rostro achinado subrayado por la barba, el timbre agudo, femenino, esa mezcla de dulzura y severidad, de vacilación y sentencia. “Me gusta pensarme como un trovador, que iba de comarca en comarca cantando las cuitas”, decía. La manera sinuosa de interpretar completaba el cuadro: los falsetes, los graves. Un poco como algunas experiencias musicales-teatrales de Alberto Muñoz, desarrollaba una dramaturgia al cantar. Gabo podría haber hecho "El hombre que agrandaba el cielo", de Muñoz; Muñoz podría hacer "Bayos negros dormidos", de Gabo.

Con el tiempo se diversificó. Todo tenía un sentido: con el disco compartido con Luciana Jury conectó en el mismo gesto con el folklore y con Leonardo Favio; con Pablo Ramos se entregó a líricas ajenas; con Santiago Ch., de Natas, regresó de alguna manera a la pulsión primal de Porco. Se reconocía, en broma pero hasta ahí, como “un stoner pampeano”. Cuando parecía que era desbordado por un afán tan renacentista como pretencioso, volvía al apunte cotidiano, gritaba “¡Soltá el dolor!” y cantaba “¿Qué tenés para mí? ¿Un ya no quiero, alguna bruma, esa voz cristalizarme en esta nieve de vos, un marchitarse? /A Dios se le ocurrió ensayarnos”.

Foto: Alejandra López

Gabo Ferro dejó una obra de masticación lenta. Discos, libros, ensayos, entrevistas, poesías, dialogan entre sí y definen los vasos comunicantes de un artista en estado de perplejidad. Su procedimiento lo definían las preguntas, los planteos, los desafíos. Se sentía seguro en la performance. Le gustaba recurrir a una cita: “Como dice Emilio García Whebi, en el teatro la sangre es kétchup, en la performance es sangre. Conmigo la sangre es sangre. La palabra dolor es dolor”.

“Amar, temer, partir”, escribió. Y partió. En su trayectoria de frontera, en su deslizamiento gatuno por los bordes, convivían en tensión la mascota de la barra de Nueva Chicago con la ópera de cámara Este grito es todavía un grito de amor, que hizo junto a Rubén Szuchmacher y Juan Carlos Tolosa. El oro y el barro, la experimentación y los fantasmas, el under y la visibilidad, el prestigio y el juego de elástico en los recreos con las chicas de la escuela, la voracidad sexual y la melancolía, la medalla de oro de la academia y el ayuda memoria pegado en la heladera con los remedios que debía tomar su madre. Y constante, omnipresente, clavada como una estaca en el corazón de su obra, la palabra dolor. 

***

Este artículo forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con las columnas de Mariana Enriquez, Luciana Jury, Cecilia Di Genaro y Gabo Ferro